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Esa especie de locuaz ensimismamiento que le notaba por teléfono me hacía temer en ocasiones que no me restara ya demasiado tiempo para preguntarle cuanto quería preguntarle siempre e iba aplazando por discreción, por respeto, por mi aversión a sonsacar a las personas y desvalijarlas de lo que se reservan o guardan, a resultar excesivamente curioso o aun impertinente, por mi natural tendencia a esperar que la gente me diga sólo lo que desee plenamente decirme y no lo que esté tentada a contarme por el hilo o enredo de la conversación o por el halago o la vehemencia -la tentación de contar es tan fuerte como pasajera, y es fácil que desaparezca en cuanto se la ha resistido o bien se ha cedido a ella, sólo que en este último caso ya no hay remedio sino sólo arrepentimiento o, como dicen los italianos, rimpianto, lamento rumiado para nuestros adentros-. Y lo cierto es que quería preguntarle cosas antes de que fuera muy dificultoso o imposible, quería saber de su paso por la Guerra Civil, que tanto había marcado a mis padres, aunque hubiera sido anecdótico y breve, ignorado por mí hasta hacía poco; de sus andanzas con el MI6, de sus encargos especiales en el Caribe, el África Occidental y el Sudeste Asiático entre 1942 y 1946, según rezaba el Who's Who, en La Habana y en Kingston y en otros sitios desconocidos, aunque tuviera aún prohibido revelarlas al cabo de sesenta años y sin duda de los que le quedaran de vida, se llevaría el relato a la tumba si yo no se lo arrancaba, aquel Teniente Coronel Provisional Peter Wheeler, nacido en las antípodas Rylands; de su callada relación con su hermano Toby, a quien yo había conocido primero y admirado y llorado, sin tener ni idea del parentesco; también de su actividad con el grupo para el que en su creación no hubo nombre ni debía haberlo ahora, ni 'intérpretes de personas' ni 'traductores de vidas' ni 'anticipadores de historias', había criticado a Tupra por emplear en privado tales términos: 'Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta', había dicho, 'acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide'; y era verdad, yo ya no podría olvidarlos porque formaba parte de aquel grupo y eran esos los que había oído, o de sus degradados herederos contemporáneos; y también quería saber de la muerte de su mujer Val o Valerie, tan joven, aunque él prefiriera dejar eso siempre para otro día y además pensara en el fondo que nunca debía contarse nada.

Incluso me parecía -era menos una comprobación que una sospecha- que Wheeler podía estar aflojando la mano que antes agarraba y no soltaba la presa, como aún hacíamos Tupra y yo y la joven Pérez Nuix probablemente, los tres todavía en edades desasosegadas o por lo menos interventoras, cuánto duran en verdad los afanosos años, los de la zozobra y la aceleración del pulso, los del movimiento y el vuelco, el vértigo, los de aquellos y tantos pasos, tantas dudas y tal tormento, en que se forcejea y urde y lucha y se aspira a hacer rasguños al otro y a evitárselos a uno mismo y a torcer las cosas en su beneficio, aunque éste se disfrace a menudo de nobles causas con tanto arte que hasta a nosotros nos engaña, artífices de los disfraces. Quiero decir que Wheeler se apartaba de sus maquinaciones y de lo que se hubiera trazado, o esa impresión me daba, como si la voluntad y la determinación le hubieran por fin menguado o quizá de pronto las desdeñara y no les viera ya compensación ni mérito, tras décadas de fortalecérselas y cultivárselas y alimentárselas, y desde luego de aplicarlas. Estaba concentrado en sí mismo, poco más le interesaba. Tenía más de noventa años, no podía extrañar ni reprochársele, ya era hora.

Y a pesar de esos avisos, de mi creciente temor a no disponer de un tiempo que con él siempre había sentido como ilimitado, yo seguía aplazando mis visitas y mis preguntas y no iba a verlo. También habría querido que me contara más de Tupra, de sus antecedentes, su historia, su peligrosidad, su carácter, de las 'probabilidades en el interior de sus venas' -él sabría más de ellas, lo conocía desde hacía más tiempo-, sobre todo tras aquella noche de la espada y los vídeos cuyo recuerdo me había hostigado durante semanas y lo haría indefinidamente; pero sobre este asunto, una vez que decidí no largarme ni sustraerme, no abandonar aún mi puesto y con él mi actividad, mi salario y mi aturdimiento, tal vez rehuía la posibilidad de averiguar de veras y de que, si Wheeler me complacía y descifraba a Tupra cabalmente, eso me hiciera parar lo que de momento, no sin violencia, había resuelto que continuara. Me daba cuenta de que había llegado a un punto en el que cada jornada que transcurría se me hacía más difícil dar marcha atrás, no digamos dejarlo todo y regresar a Madrid -a trabajar en qué, a vivir cómo, a estar cerca de Luisa mientras ella se me alejaba-, de donde sin embargo tampoco había salido enteramente. Mi mente estaba allí en gran medida, pero no mi cuerpo, y éste se iba acostumbrando a deambular por Londres y a respirar sus olores al despertar y al adormecerse (siempre con un ojo abierto, por la falta de persianas o como un habitante más de la isla grande), a pasar parte del día en compañía de Tupra y Pérez Nuix y Mulryan y Rendel y en ocasiones de Jane Treves o Branshaw, a ciertas rutinas inicialmente salvadoras en las que, sin haberlo previsto, de repente uno se encuentra prendido como en una tela de araña, sin ser capaz de imaginar otra vida distinta de la que lleva, aunque ésta no sea gran cosa y haya llegado como por azar y sin que la llamara nadie. No, ya no me resultaba fácil pensarme en otro trabajo menos cómodo y peor pagado, menos atractivo y variado, al fin y al cabo cada mañana me enfrentaba a nuevos rostros o ahondaba en los conocidos, y era un reto desentrañarlos. Apostar por sus probabilidades, vaticinar sus comportamientos, era casi como escribir novelas, o por lo menos semblanzas. Y de vez en cuando había salidas, traducciones sobre el terreno y algunos viajes.

Así que también iba retrasando mi vuelta a Madrid, me refiero a una visita a mis niños y a mi padre y a mis hermanos y amigos, habían pasado demasiados meses sin poner pie en mi ciudad y por lo tanto sin ver ni percibir a Luisa, que era lo que más me atraía y asustaba. A ella le había dicho, dos días después de aquella noche, cuando la había telefoneado para inquirirle sobre el bottox y las manchas mujeriles de sangre, que aún tardaría un poco. 'Los niños preguntan que cuándo vienes', había llevado buen cuidado en no preguntarlo ella, y en no incluirse. 'No sé si será muy pronto’, le había contestado yo, y le había mencionado que debía acompañar a mi jefe en un viaje, no se sabía cuándo, podía ser en cualquier momento, estaba atado hasta entonces. Y era cierto, así me lo había anunciado Tupra, sólo que al final fueron varios los viajes a los que me arrastró durante el mes siguiente, desplazamientos breves, de un par de días, tres dentro de la isla grande y uno a Berlín, al continente.

Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incom-para y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.