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La sala contigua era más o menos de dominación alemana. En ella estaba el famoso Autorretrato de Durero, y su Adán y su Eva. Pero la vista se me fue en seguida hacia un cuadro alargado y estrecho que llevaba viendo desde la infancia, entonces era normal que me impresionara y me diera cierto miedo teñido de curiosidad, Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien, que también forma pareja con otro de sus mismos formato y dimensiones que se encuentra al lado, La armonía o Las tres gracias. En él la Muerte, a la derecha, tiene agarrada del brazo a una vieja, o enla zada, de la que tira

sin violencia ni prisa, y la vieja le pasa el otro brazo por encima del hombro a una joven y con la mano izquierda tira de su vestimenta escasa, como si la arrastrara a su vez suavemente. La Muerte lleva la clepsidra en su mano derecha ('Una figura de clepsidra', recordé) y con la izquierda sostiene desmayadamente una lanza dos veces quebrada (casi parece un rayo sin trueno), sobre cuya punta cae o queda la mano de un niño dormido que yace a los pies del grupo, tal vez a él le falta mucho para agregarse a éste, se mantiene ajeno a sus transacciones. A su izquierda, una lechuza; al fondo, un paisaje solar que se diría lunar, sombrío, desolado y con una torre ardiente en ruinas; una inevitable cruz cuelga del cielo. Siempre me había preguntado, desde niño, si la joven y la vieja eran la misma persona a muy diferentes edades o si eran dos distintas, es decir, si la anciana tira de sí misma desde su juventud hasta su vejez, para dejarse arrebatar por la Muerte luego, o bien no, y entonces el asunto sería más enojoso y grave. Lo cierto es que les veía demasiado parecido: los ojos azules, la nariz, los labios nada carnosos, el mentón algo afilado, el pelo largo con ondulaciones, la estatura, los pechos no muy abundantes y más bien centrífugos, los pies, la figura entera, hasta la expresión presentaban semejanzas, o en todo caso no eran opuestos en modo alguno. La joven frunce el ceño con preocupación o fastidio, pero no con alarma ni con espanto, como probablemente le habría ocurrido de haber sido su arrastradora una desconocida, o tan sólo otra persona, aunque hubiera sido su madre. No lucha ni se debate ni trata de zafarse de la mano en el hombro, a lo sumo procura que no le arranquen del todo su vestimenta ligera. Por su parte, la vieja centra toda su atención en ella y no en la Muerte, y en su mirada hay una mezcla de gravedad, comprensión, firmeza y lástima, nunca inquina, como si le dijera a la joven (o a sí misma cuando era joven): 'Lo siento, pero no hay más remedio' (o 'Vamos, hay que seguir avanzando; te lo digo yo, que ya he llegado'). A la Muerte que la lleva del brazo no sólo no le hace caso, sino que tampoco se le resiste ni opone, mira más hacia su pasado que hacia su futuro, acaso porque -pese a las promesas de la cruz suspendida en el aire y de la torre infernal en llamas, con un boquete como de cañonazo- sabe que de futuro ya hay poco o nada.

'Y ahí está Sir Death o el Caballero Muerte', pensé, 'como corresponde a la tradición alemana e inglesa y en general germánica: es sin duda un varón, es el Muerte, porque aunque ya es cadavérico, un semiesqueleto con la piel tan pegada a los huesos que apenas los cubre -en realidad se diría que es un disfraz prestado para pisar el mundo, sobre todo si se mira a los ojos más hundidos que el resto-, se le ven unas hilazas de barba saliéndole del mentón, y otras que parecen diminutos tentáculos, más de jibia o calamar que de pulpo, asomándole por la zona del miembro y los testículos desaparecidos, ahora hay sólo un agujero donde debió de erguirse una coquilla un día. Lo que no es es el Sargento Muerte de la canción de Armagh ('And when Sergeant Death' s cold arms shall embrace me'), un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos disciplinados y atareados siempre, de hecho es la figura más débil y ajada de las tres del cuadro, o de las cuatro, con su lanza rota y sumisa, tanto que hasta la toca un niño desprevenido. Sin embargo hay determinación y energía en su escuálido brazo que agarra, y sobre todo es el dueño del tiempo, él tiene el reloj y sabe la hora y ve agotarse la arena o el agua, lo que contenga su instrumento, sus ojos rojizos están sólo atentos a eso y lo escrutan, no a la vieja ni a la joven, la hora es lo único por lo que él se guía, lo único que cuenta para este Caballero Muerte tan desnudo y decrépito como nuestra anciana latina de la guadaña, este Sir Death sin armadura ni yelmo ni espada.' Y me vino a la memoria el 'tic-tac tan descomunal' de aquel saloncito sepulcral en el cementerio lisboeta de Os Prazeres, que, según el viajero que 'con cierta indiscreción' lo descubrió y observó, 'era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'; y me volvió la frase enigmática sugerida por la visión del reloj despertador que lo causaba -'de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'-, la frase que decía: 'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común'. Quizá cuando toda la arena o toda el agua cayesen y marcasen el acabamiento de la vieja pintada por Baldung Grien que tal vez era también la joven, cuando las hubieran por fin enviado con los más influyentes y animados', aún hubiera que darle la vuelta al reloj o clepsidra para que iniciara el otro cómputo, el que mi paisano viajero se preguntaba cuál sería: si el tiempo que llevarían muertas o el que faltaba para el juicio final. Y si eran las horas de soledad, ¿contaría las ya pasadas o las que quedaban por pasar?

Me iba asomando a la sala de los italianos, más grande, y volvía sobre mis pasos para mirar otro poco el cuadro alemán, que ya no me daba miedo pero me intrigaba. Desde el umbral vi también La Anunciación de Fra Angélico, del cual una copia excelente a su tamaño presidía y había presidido el salón de mi padre desde que yo tenía memoria, él y mi madre se la habían encargado a un copista amigo, un Custardoy de los años treinta o cuarenta, Daniel Canellada su nombre, lo recordaba; divisar aquella pintura era para mí como estar en casa. En uno de mis breves desplazamientos a la sala contigua me entretuve de más ante el Baldung Grien, y al regresar a la italiana ya no vi al hombre delante del Parmigianino, quiero decir de la Condesa y sus hijos. Bajé los escalones de una zancada y miré a ambos lados con sobresalto, por fortuna lo distinguí en seguida, camino de la escalera que conducía a la planta superior y luego hacía la salida, su cuaderno bajo el brazo, ya cerrado. Así que allí empecé a seguirlo, o allí me convertí más en su sombra, de manera distinta de como lo había sido de Tupra durante nuestros viajes» en ambos casos me relegaba. Una vez arriba, entró en la consigna y yo esperé de espaldas a que reapareciera, girando el cuello cada tres segundos para no perderlo de nuevo, y cuando salió descubrí con espanto que lo que allí había dejado y recogido ahora era un sombrero, quizá un fedora ('Un tipo con coleta y sombrero', pensé, 'quizá con fedora. Lo que faltaba'). Tuvo el detalle de no ponérselo mientras estuvo aún bajo techo, sino solamente cuando pisó la calle, y entonces vi -no me trajo mucho alivio- que era de ala más ancha que el susodicho fedora, más de pintor o de director de orquesta, más de artista, todo negro. Ya tocado, inició su descenso por las escaleras exteriores, frente al Hotel Ritz, y yo fui tras él, siempre a distancia. Cruzó el Paseo del Prado a buen paso y se detuvo ante una brasserie, estudió la carta y echó un vistazo al interior a través de las cristaleras, haciendo visera con una mano para quitarse reflejos (¿no le bastaba el ala de su presumido sombrero?), como si considerara almorzar en el local -pero para Madrid era temprano si no era uno guiri; tal vez yo estuviera en un error y él lo fuera; no me parecía, percibía algo inequívocamente español en el conjunto de su figura, en especial en los andares, o quizá era en los pantalones-, y yo aproveché aquel alto para mirar los escaparates de una tienda cercana de objetos de arte toledano, en la que vendían espadas; eminentemente para turistas, seguro, aunque hoy en día no se las dejarían llevar en ningún avión, tendrían que facturarlas y aun así, y no cabrían en las maletas fácilmente; tampoco les permitirían viajar con ellas en los trenes, me pregunté quién diablos las compraría ahora si no podían ser transportadas, un coleccionista de armas blancas decorativas como Dick Dearlove tendría que habérselas hecho enviar no sé cómo. La mayoría serían del celebérrimo acero toledano, bien españolas y bien medievales, pero me llamó la atención que también había, entre las expuestas, alguna que se presumía escocesa y hasta llevaba inscrito 'McLeod' en el guardamano, una concesión innoble a las masas anglosajonas cinematográficas. Se me pasó por la cabeza que debía comprarme una, no en aquel momento, claro está, sino más tarde, algo había aprendido de Tupra sobre el efecto que puede producir esa arma arcaica. Casi todas, sin embargo, eran mucho más largas y grandes, a buen seguro más difíciles de manejar y pesadas que la 'destripagatos' o lansquenete o Katzbalger, se les veían unas hojas bestiales. Cortarían una mano de un tajo. Descuartizarían. 'Pero no', pensé de nuevo, 'más valdría que fuera una espada de la que no tuviera que deshacerme, una que pudiera volver a su sitio, usada o no, da lo mismo, que no tuviera que tirar o dejar olvidada a propósito, para que luego la encontrara alguien siempre.'