Se despidió y siguió, sus andares eran resueltos, casi fieros a ratos cuando apretaba el paso, seguro que a él no se le acercarían rateros ni atracadores de los que abundan en esa zona turística y despluman a los japoneses con preferencia; quizá tampoco mendigos, eran andares de alguien que no está para esa clase de bromas, por simpático que fuera; y el deber de pedigüeños y ladrones es notar eso al instante, adivinar con quién se las tienen. Dejó el mercado de San Miguel a la izquierda y prosiguió, ahora la calle se inclinarla un poco hacia abajo. En la pared de un edificio vi una inscripción en piedra que decía sobriamente, sin pompa: 'Aquí vivió y murió Don Pedro Calderón de la Barca', el dramaturgo que entusiasmó a Nietzsche en su día, y aun a la entera Alemania; y un poco más allá, en la otra acera, una placa más moderna señalaba: 'En este lugar estuvo la Iglesia de San Salvador, en cuya torre Luis Vélez de Guevara situó la acción de su novela El diablo Cojuelo -1641-', jamás se me había ocurrido leerla, ni siquiera en Oxford, Wheeler, Cromer-Blake y Kavanagh seguro que la conocerían. Custardoy se acercó un momento a la estatua que había justo enfrente, en la Plaza de la Villa, curioso que a un pintor lo llamaran tanto las tres dimensiones. 'A Don Alvaro de Bazán', se leía al pie escuetamente, el Almirante al mando de la flota española en la batalla de Lepanto, allí donde a Cervantes lo hirieron dejándole inutilizada la mano izquierda en 1571, a sus veinticuatro años, lo cual le permitió hacerse llamar 'el manco sano' en el mismo texto de sus adioses que yo le había citado a Wheeler sin que él quisiera enterarse: adiós a las gracias y a los donaires y a los regocijados amigos. Allí se encontraba asimismo la Torre de los Luxanes, donde se dice que permaneció prisionero Francisco I de Francia tras ser capturado por los españoles durante la batalla de Pavía en 1525; pero como en otros varios sitios de España se asegura que también estuvo cautivo en ellos, una de dos: o muchos mienten o el Emperador Carlos V se dedicó a pasear al Rey francés y a exhibirlo como un mono o un trofeo, de aquí para allá todo el rato.
Custardoy seguía en el buen camino, en el que debía ser el de su casa, siempre Mayor adelante, y yo tras él como su sombra algo distante o desgajada. 'Llevo ya un tiempo siendo sombra', pensé, 'lo he sido o lo soy lateral de Tupra, acompañándolo en sus viajes y despachando con él casi a diario, siempre a su lado como un subalterno, un intérprete, un apoyo, un aprendiz, un aliado, en alguna ocasión como un esbirro ("No doubt, an easy tool, deferential, glad to be of use. Sin duda, una herramienta cómoda, deferente, contento de ser de utilidad"). Ahora lo estoy siendo de este hombre que aún no sé si es el que busco, pero no soy ninguna de esas cosas en lo que a él respecta; para él soy una sombra siniestra, punitiva, amenazante y de la que aún no sabe, como suelen ser las que van detrás y no ve uno; más le vale no seguir su camino, o que el suyo no sea al fin el que yo espero y quiero.' Justo después de estos pensamientos creí que acabaría librándose, porque al llegar a la altura de la Capitanía General o del Consejo de Estado (soldados con metralletas ahora, en la primera puerta), cruzó de nuevo la calle como si fuera a entrar en el Istituto Italiano di Cultura, que se halla justo enfrente. Sin embargo no lo hizo, y en cambio se metió por una bocacalle estrecha que venía a continuación, se desvió y me alarmé, no podía ser que él no fuera él a última hora y que ni siquiera se aproximara a aquel portal historiado ante el que me había parado ya dos veces. Al final de la callejuela, muy corta y para peatones, lo vi desaparecer a la izquierda, así que apreté un poco el paso para ver por dónde tiraba y no perderlo, y al alcanzar yo aquel punto estuvo en un tris de verme: había allí, en un recodo, la terraza de un bar antiguo, El Anciano Rey de los Vinos, en la que él se disponía a tomar asiento mirando hacia el Palacio Real oblicuamente; en Madrid, con el calentamiento, hace un tiempo más o menos veraniego durante casi seis meses al año, por lo que las terrazas están puestas mucho después y mucho antes de las épocas que les corresponden. Me di la vuelta en seguida para ocultarle el rostro, y fingí leer, como un turista, otra placa metálica que había allí mismo en alto (bueno, la leí de hecho, claro): 'Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, Princesa de Éboli, y en ellas fue arrestada por orden de Felipe II en 1579'. Aquella era la dama tuerta, intrigante y quizá espía, seguramente habría esparcido en su tiempo brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler según me había confesado, y también Tupra a buen seguro, o éste había prendido mechas para provocar grandes incendios. (De este tipo de contagios ninguna época ha estado a salvo; en todas hay gente con teas, en todas hay gente que habla.) Se la representaba siempre, a la dama, con su parche negro en un ojo, me sonaba que en el derecho por el vago recuerdo de algún cuadro, y hasta creía haber visto una película, con Olivia de Havilland interpretándola.
Vi de reojo que Custardoy pedía al camarero, y retrocedí por la callejuela hasta la esquina con Mayor, pensando qué hacer, de momento quitarme de en medio. Desde allí no tenía visión de él, y desde casi cualquier otro punto él la tendría de mí, probablemente. Había allí una ridícula estatua ante la que Custardoy, con buen criterio, no se había detenido; era una de esas de 'tipos anónimos' que proliferan en nuestras ciudades (una contradicción en sí misma, la 'democratización' de los monumentos), pero el tipo se parecía sospechosamente a Hemingway, patrono de los turistas. Y había otra placa metálica en alto, que decía: 'En esta calle mataron al secretario de Don Juan de Austria, Juan Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua'. De nuevo me sonaba algo, aquel asesinato turbio; quizá la propia Princesa de Éboli había participado en él, aunque habría sido muy tonto mandar matar a un enemigo justo al lado de sus casas. (Más tarde fui a mirar en los libros y al parecer aún no se sabe si fue orden de la Princesa, del mismísimo Felipe II o de su conspirador secretario, Antonio Pérez, que acabó en el exilio; al cabo de cuatro siglos y pico todavía un crimen irresuelto, el de aquella calleja mínima llamada del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena en aquel tiempo. Pero no sé por qué he dicho 'aún', 'todavía': de nada sirve el transcurso en algunos casos, tanto queda ignoto y negado y oculto, hasta para nosotros mismos de nuestros propios actos.) 'Mucho tuerto y mucho manco, mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles', me sorprendí pensando. 'No se alterarán por uno más, si se tercia.'
Decidí dar pequeñas vueltas por las inmediaciones, de manera que cada no mucho rato pudiera regresar a algún punto desde el que viera a Custardoy a distancia y controlara sus movimientos, no debía perderme el momento en que pagara su consumición, se levantara y se pusiera de nuevo en marcha, desde El Anciano Rey de los Vinos hasta su presunta casa había muy poco trecho, tenía que atravesar sólo dos calles. Así que me alejaba un poco, me paraba ante otra estatua en Bailén, esta vez un tosco busto del admirable escritor madrileño Larra, que se suicidó en 1837 de un pistoletazo en la sien, ante el espejo, sin haber cumplido los veintiocho años (otro de la hermandad Kennedy-Mansfield, en verdad cuántos), tal vez por amores desgraciados pero quién sabe; y luego ante otra más, un poco grotesca, de un tal Capitán Melgar con condecoraciones y bigotes curvos, que me recordó levemente al improbable antepasado de Tupra dibujado por Kennington y visto en su casa, y del que leí en la inscripción que había muerto en la batalla del Barranco del Lobo, en Melilla, durante la Guerra de África, en 1909; lo grotesco no era tanto su busto como otra figura desproporcionada -no llegaba a liliputiense ni a Pulgarcito en comparación, pero sí casi a enano- de un soldado vestido de Beau Geste que intentaba trepar por el pedestal o columna con su fusil en la mano, no quedaba claro si para adorar a su Capitán en lo alto o para asaltarlo y cargárselo. Y a continuación desandaba el camino, sólo que por la otra acera, por la del gran adefesio católico, y observaba a Custardoy sentado. Le habían servido una caña y unos boquerones y unas bravas ('Así que se toma su aperitivo en toda regla', pensé; 'considerará que ha trabajado lo bastante, no lleva prisa, tendrá para rato'), y había desplegado un periódico que leía con las piernas cruzadas, alzando los ojos enormes y mirando alrededor de tanto en tanto, debía ser prudente por eso y volví a alejarme, hasta la altura del Palacio Real en esta ocasión, tan sólo para contemplar más estatuas espantosas, en Madrid una constante: toda una fila de reyes visigodos vestidos de pseudorro manos y con una inscripción poco comprensible, sobre todo para cualquier extranjero y yo me sentía algo extranjero: 'Ataúlfo, Mu. A° de 415', decía la primera, y la misma incógnita ¿'Murió Año de…'?) para Eurico, 'de 484', Leovigildo, 'de 585', Suintila, 'de 633', Wamba, 'de 680'… Más allá, un gran monumento, 'iniciado por mujeres españolas a la gloria del soldado Luis Noval', que tuvo que ser un soldado heroico y en verdad mimado por las mujeres, también iba vestido de Beau Geste o Beau Sabreur o Beau Ideal o de todos juntos: 'Patria, no olvides nunca a los que por ti mueren, MCMXII (en inglés ese vocativo tendría que haber sido 'Country', la palabra empleada por Tupra la noche de nuestro conocimiento y que me había hecho pensar si su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico). Pero mi país los olvida a todos, justamente, a los que mueren por él y a los que en modo alguno, incluido ese Noval, que nadie tendrá la menor idea en Madrid de quién diablos fue ni por qué se distinguió ni qué hizo. Y cada vez que retrocedía y volvía a entrar en mi campo visual la terraza, más aposentado me parecía el individuo de la coleta, así que me atreví a iniciar otro recorrido y bajar por la Cuesta de la Vega, 'Junto a este lugar se emplazó desde el siglo IX la Puerta de la Vega, principal entrada al Madrid musulmán', o bien 'Ymagen de María Santísima de la Almudena, ocultada en este sitio el año 712 y descubierta milagrosamente en el de 1085' ('La escondieron al año siguiente de la invasión de los moros', pensé, 'para que no se la cargaran, supongo.' Pero aquella efigie de una Virgen muy blanca con corona y Niño, metida en un nicho, no tenía ninguna pinta de ser del siglo VIII, así fuera una réplica de la verdadera, sino una falsificación descarada; Custardoy habría sabido decirlo), y hasta me llegué al Parque de Atenas, donde el busto vulgar de turno, casi clandestino esta vez por su emplazamiento recóndito, era nada menos que del jubiloso Boccherini, que vivió en Madrid veintitantos años y aquí murió en la penuria, sin que nunca lo haya honrado esta ciudad tan ingrata (ni siquiera se sabe dónde están sus huesos ni si hubo tumba para albergarlos); a su espalda había una lápida con una cita de un tal Cartier que rezaba: 'Si Dios quisiera hablar a los hombres, se serviría de la música de Haydn; pero si quisiera oír música, elegiría, sin duda, la de Boccherini'. Sí, también a mí me acompaña donde quiera que voy, como la de Mancini.