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Me había alejado demasiado y subí la Cuesta a toda prisa, temeroso de quedarme sin saber lo que necesitaba saber, por un mal cálculo o un descuido. Al alcanzar de nuevo la esquina de Mayor con Bailén -miré hacia el portal a mi derecha, Custardoy no estaba entrando-, se me ocurrió que el mejor lugar desde el que dominar la terraza sin ser advertido, o parte de ella, era en lo alto de una doble escalera corta que llevaba directamente a la estatua del Papa polaco-jotero, así que la subí y me apoyé en la balconada, dándole la espalda a Totus tuus, su figura era en verdad la más fea y no por falta de competencia, la gente me tomaría por un devoto, andaba mezclado con unos cuantos que se hacían fotografiar ante ella imitando su postura de invitación a la danza. Desde allí veía al hombre, no se me escaparía cuando se levantara. Esperé. Esperé. Seguía leyendo el periódico con su sombrero puesto (estaba al aire libre, al fin y al cabo); había dejado su cartera sin asas en la silla de al lado, y parecía tener antenas para detectar a las mujeres con buen porte, porque cada vez que pasaba o se sentaba una alzaba los ojos y la repasaba, tal vez era olfato lo que reñía. 'Mal se lo ha puesto Luisa, también en ese aspecto', pensé. 'Ha de ser hombre al que nunca le basta una sola'. Deseé tener prismáticos para observarlo mejor. Aun así, a aquella distancia, seguía habiendo algo en él que me recordaba a alguien, una afinidad o un parecido, de la misma manera que Incompara me había traído a la memoria a mi antiguo compañero de clase Comendador, ahora constructor respetable en Nueva York o Miami o donde hubiera ido. Pero no caía, no lograba identificar al modelo, quiero decir ai primer individuo de aquel estilo con el que alguna vez me había cruzado.

Por fin le vi chasquear los dedos dos veces, con el brazo en alto, una manera desdeñosa y ya anticuada de llamar a los camareros. 'No irá a pedir otra cerveza', pensé, 'ya tiene dos vasos vacíos.' Llamaba para pagar, por suerte; se sacó del bolsillo del pantalón unos billetes (también yo los llevo así, sin cartera) y dejó uno sobre la mesa, como hacíamos los madrileños de antes, el dinero nunca debe ir de mano a mano, sin pasar por lugar neutro. Conocía al camarero, lo cual hacía más descorteses sus ya muy clasistas chasquidos: mientras éste depositaba la vuelta, asimismo sobre la mesa, él le dio una leve palmada en el brazo, como había hecho con los libreros, quizá tomaba el aperitivo a diario en El Anciano Rey de los Vinos. Le dijo algo ya al marcharse y el camarero rió con ganas, lo mismo que los de Méndez y que la joven General Custer o Coronel Crockett con flecos, aquel tipo tendría su gracia. Llegaba el momento de averiguar si él era él o era otro. No salió de aquel recodo por la calleja del asesinato irresuelto, sino por Bailén, eso era buen indicio. Al pasar por delante, miró los escaparates de la tienda de instrumentos musicales que ocupa toda esa esquina, cruzó Mayor sin tardanza y se paró ante el semáforo de Bailén, para él en rojo. Pero entonces me quedé sin visión suya y retrocedí apurado en seguida, hasta encontrar un punto desde el que volviera a verlo, a la izquierda de la tienda del horroroso templo, que estaba a la izquierda de Totus, quién diablos compraría allí nada. Desde allí divisaba todo el ángulo, tras unas rejas, quedé justo enfrente de su portal, si es que lo era, sólo que en alto, no repararía en mí, no miraría hacia arriba, me sentí como el vampiro de Dusseldorf cuando acechaba. Custardoy ya sólo tenía que atravesar aquella calle, cuando el disco se le pusiera en verde, y meterse en aquel portal hacia el que yo lo empujaba, estaba una vez más cerrado. Ahora lo veía bien, era inconfundible con su sombrero, vería también sus pasos cuando empezara a darlos. 'Uno, dos, tres, cuatro, cinco…', me puse a contarlos mentalmente al abrírsele el semáforo, tenía los pies pequeños considerando su estatura, siguió por donde debía, ya no habría de pararse,'… cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho; y cuarenta y nueve.' Y allí se detuvo, ante el portal adecuado, ya llevaba la llave en la mano. Y entonces pensé con una efímera sensación de triunfo: 'Ahí te quería ver, ahí te tengo'.

Todavía aguardé unos minutos, por ver si se abría alguna ventana que me indicara en qué piso vivía y que había entrado en su casa. No hubo suerte en eso. Bajé la escalera, crucé las dos calles que tal vez cruzaría Luisa a menudo si es que iba mucho a verlo -a dormir no podría-, dudé si coger un taxi hasta el Palace, no vi ninguno libre en la duda, inicié el recorrido de vuelta. A la altura de la Plaza de la Villa me detuve a mirar mejor la estatua que él había mirado, Don Alvaro de Bazán o Marqués de Santa Cruz, acaso era la menos fea de cuantas había encontrado. La rodeé, en la parte posterior del pedestal se leía una inscripción: 'El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto. Rey servido y patria honrada dirán mejor quién he sido por la Cruz de mi apellido y con la cruz de mi espada'. 'Siempre tan fanfarrones los españoles', pensé, sintiéndome aún muy ajeno, 'debería aprender de ellos, para creer que mis enemigos huyen diciendo: "Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando…". Ellos se lo dicen todo siempre, aunque tengan enfrente a un compatriota que no se irá tan fácilmente. Custardoy y yo lo somos.' El Almirante tenía el brazo extendido, y en esa mano llevaba algo. No se veía muy claro, podía ser un mapa enrollado, o una bengala de General, más probablemente. La otra mano, la izquierda, asía el puño de su espada enfundada, más o menos como la del solitario Conde en su cuadro. 'Muchas espadas también', pensé, 'por estas antiguas calles.'