Se suponía que yo era como ellos o uno de ellos, que poseía la misma capacidad de penetración e interpretación de la gente, de ver los rostros mañana y de describir lo aún no ocurrido, y con Custardoy estaba al cabo de la calle si no más allá todavía, no tenía certidumbre alguna pero sabía que no me engañaba: era un tipo peligroso y seductor y envolvente y violento, capaz de crear dependencia hasta de sus horrores y su falta de escrúpulos, de su despotismo y su desprecio, y yo no debía dejarle salida, no debía darle la oportunidad de explicarse, de negar ni de rebatir ni de argumentar ni de convencerme, ni tan siquiera de hablarme. Tupra llevaba razón a la postre: 'Pero yo creo que sí sabes cómo', me había dicho antes de colgarme. 'Lo sabemos todos siempre, aunque no estemos acostumbrados. Otra cosa es que no nos veamos en ello. Es cuestión de verse.' Quizá era sólo cuestión de verme como Sir Death por vez primera, al fin y al cabo ya tenía la pistola en la mano y ese era mi reloj de agua o arena, y tenía también los guantes puestos, sólo hacía falta amartillar el arma, pasar el índice del guardamonte al gatillo y a continuación apretarlo, todo estaba a un paso y había tan poca diferencia física entre una cosa y la otra, entre hacerlo y no hacerlo, tan poca distancia en el espacio… Y no, no necesitaba certezas ni pruebas si me convencía de ser enteramente, al menos durante aquel día, de la escuela de Tupra que era el estilo de tantos y quizá del mundo, porque su actitud no era preventiva, no exacta o exclusivamente, sino más bien punitiva o recompensadora según los casos y los sujetos, que él ya veía y juzgaba en seco y sin necesidad de ponerse en mojado, por utilizar las expresiones de Don Quijote al anunciarle a Sancho las locuras que haría por causa de Dulcinea sin que ella le diera quebrantos ni celos, luego cuántas más si se los daba. O bien los entendía, los casos, con la página sin aún escribirse, y quizá por eso para siempre en blanco. 'Pero no, si yo disparo la mía ya no estará en blanco', pensé, 'y si no lo hago tampoco lo estará totalmente, después de todo esto y de haberlo considerado y de haberle apuntado. Nunca nos libramos de contar algo, ni creyendo dejar nuestra página en blanco. Y ocurre entonces que las cosas, aunque no se cuenten ni tan siquiera pasen, jamás logran estarse quietas. Es horrible', me dije. 'No hay manera. Aunque ni siquiera se cuenten. Y aunque ni siquiera pasen.' Miré con atención la pistola al final de mi brazo, una vieja Llama, como miraba su reloj la Muerte en el cuadro de Baldung Grien, lo único por lo que se guiaba y no por los vivos que tenía a su lado, para qué, si ya estaba contemplando sus rostros mañana. 'Y entonces qué más da que pasen. "Tú y yo seremos de los que no imprimen huella", eso me dijo una vez Tupra, "dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo." Y además', me seguí diciendo, llegará un día en que todo esté nivelado y la vida sí que no será contable, y en que a nadie le importará nada nada.' Pero ese día aún no había llegado y tuve curiosidad y tuve miedo -And in short, I was afraid--, y sobre todo tuve tiempo para preguntarme, como en aquellos versos que conocía y que aseguraban que lo habría sin duda: 'And indeed there will be time to wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?" Time to turn back and descend the stair…'. Tiempo para preguntarme si me atrevería y me atrevería, sabiendo que también lo habría para volverme atrás y descender la escalera, y hasta para hacerme la pregunta completa que en el poema viene un poco más tarde -'Do I dare disturb the universe?'- y que nadie se hace antes de obrar ni antes de hablar porque todo el mundo se atreve a ello, a turbar el universo y a molestarlo, con sus rápidas y pequeñas lenguas y con sus mezquinos pasos, 'So how should Ipresume?'. Y eso fue lo que aún retuvo mi dedo sobre el guardamonte y mi mano sin amartillar el arma, eso fue lo que me pasó, y además sabía que siempre quedaría tiempo para apoyarlo en el gatillo y disparar, tras montarla con un solo gesto, me lo había enseñado Miquelín. -Date la vuelta y siéntate ahí -le dije a Custardoy, y le señalé con mi mano libre el sofá, seguro que se habría sentado en él con Luisa más de una vez, quizá hasta se habrían echado-. Las manos encima de la mesa, que las vea yo. -Delante había una mesita baja, como en casi todos los salones del mundo-. Apoya bien las palmas y no las muevas para nada.
Custardoy se dio la vuelta como le había ordenado y por fin le vi la cara de frente y sin trabas, lo mismo que él a mí. Sonreía un poco y eso me provocó irritación, con unos dientes largos que le iluminaban el agudo rostro y le conferían cordialidad o casi. Parecía tranquilo e incluso semidivertido, a pesar del golpe en el costado, eso le había tenido que doler y asustar. Pero probablemente sabía quién era yo para entonces, aunque sólo fuera por intuición y descarte, y tal vez contaba con su propia capacidad interpretativa, lo bastante buena para estar seguro de que el marido de Luisa no iba a pegarle un tiro o no todavía, esto es, no sin hablar antes con él. (Tampoco casi nadie piensa totalmente en serio que se lo van a pegar, ni siquiera cuando tiene delante un cañón.) Sus ojos enormes y separados y negros y sin apenas pestañas eran en verdad desagradables y en seguida noté su asimiento, cómo me repasaban con gran rapidez y -cómo decirlo- con una especie de afán de intimidación, extraño e impropio de las circunstancias. Su media sonrisa era en cambio afable, como si pudiera desdoblarse en dos personas a la vez. No entendía cómo a Luisa podía gustarle, si bien había en él algo chulesco y vulgar -obsceno y bronco y frío- que atrae a muchas mujeres, eso lo he visto y lo sé. Antes de sentarse se acarició el bigote, se centró la coleta con un ademán inevitablemente femenino, arrojó el sombrero sobre el sofá y me preguntó:
– ¿Puedo encenderme un pitillo? Fumando también me verás las manos, ¿no? -Y a continuación se sentó cuidando de no arrugarse los faldones de la gabardina. Había pasado a tutearme, y eso me reafirmó en mi sospecha de que me había identificado.
– Yo te doy uno -le contesté, no quería que se llevara una mano al bolsillo. Le ofrecí un Karelias y saqué otro para mí. Los encendí sin cambiar de llama y los dos aspiramos el humo al mismo tiempo, durante un instante parecimos amigos, dando la primera calada en silencio. Los dos nos habíamos llevado un susto, el tabaco nos venía bien. Pero el susto no había terminado, y el suyo había de ser por fuerza mucho mayor que el mío, al fin y al cabo yo me lo daba tan sólo a mí mismo, al verme haciendo lo que estaba haciendo, y eso supone siempre un susto controlado y menor y al que puede uno poner fin. La conversación que siguió fue muy veloz.