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– No quisiste decirme el nombre de aquel escritor que participó en el toreo de tu amigo Mares, por ejemplo -le dije-. Y no tenías por qué callártelo. No ya conmigo, sino con nadie.

Se quedó un poco sorprendido, como si hubiera olvidado por completo que me había contado aquello, mucho tiempo atrás, cuando yo aún vivía en Madrid. Y así pareció por lo que a continuación me dijo, que ni siquiera recordaba que yo estuviera al tanto de semejante episodio.

– Tú sabes eso. -Fue una mezcla de constatación y pregunta.

– Sí. Una vez me lo contaste.

– Y no quise, ¿eh? -Ahora ya fue sólo pregunta-. No te quise decir el nombre, ¿verdad?

– No. Por su mujer y sus hijas. Dijiste que no querías arriesgarte a que un día alguien se lo sacara y restregara a ellas, por causa indirecta tuya. Aunque la mujer ya ha muerto también, si mal no recuerdo.

– Sí, han muerto los dos, él y ella. Pero eso no cambia nada. -Y murmuró más para sí que para mí-: No quise, dices. Bien hecho, no querer, bien hecho…

Se quedó pensativo y recobró la mirada fija e intensa de sus ojos azules, la que, por así decir, no me veía. Y a ios pocos segundos me dio la impresión de que la rememoración de aquella gente lo había transportado de nuevo a un tiempo lejano, en el que mi madre estaba viva y la mujer alegre y buenísima de aquel hombre infame se portaba muy bien con nosotros, y en particular con ella. Dejé pasar en silencio un par de minutos o tres. Él ya no hablaba y lo vi cansado. Quizá debía marcharme, aunque aquella fuera la última vez que nos viéramos.

– Me voy a ir, papá -le dije, y me levanté y le di un beso en la frente.

– ¿Adonde? -preguntó con asombro, como si le pareciera absurdo que yo o ninguno de sus hijos nos fuéramos a ninguna parte.

– Al hotel, y mañana me vuelvo ya a Londres.

– ¿Tienes un viaje? Que te vaya bien, hijo.

– Vivo allí ahora, papá. ¿No te acuerdas?

– ¿Vives en el exilio? -me dijo, sin dotar a la palabra de solemnidad alguna-. Como los dioses griegos.

– ¿Los dioses griegos? -No sabía a qué se refería, o a cuento de qué venía aquello. Pero él nunca desvarió, o yo no llegué a verlo. Podía abstraerse del tiempo y de las personas y las circunstancias, pero su pensamiento y su memoria funcionaron siempre, aunque al final muy a su aire. Claro que tampoco hay pensamiento ni memoria en el mundo que no funcionen de esta forma.

– ¿No te acuerdas del poema de Heine? -dijo, y acto seguido empezó a recitar versos en alemán, de memoria. Había aprendido esa lengua de chico, en el Instituto, algo posible en los años veinte e inimaginable hoy en día, y siempre había tenido a gala saberse poemas enteros, de Goethe, de Novalis, de Holderlin, de los clásicos.

– No, papá -lo interrumpí-, no puedo acordarme de lo que nunca he sabido, y no entiendo lo que estás diciendo. Yo nunca he sabido alemán, ¿recuerdas?

– Nunca has sabido alemán, qué cosa -me contestó con leve desdén paterno, como si no saberlo fuera una rareza, casi una lacra-. No sé qué clase de educación habéis tenido. -Y pasó a explicarme, con condescendencia hacia mí y entusiasmo por su poema de la juventud-: El poeta ve unas nubes blancas en mitad de la noche que le parecen 'colosales estatuas de los dioses en luminoso mármol', así dice. Pero en seguida se da cuenta de que en realidad son ellos mismos, Cronos, Zeus, Hera, Palas Atenea, Afrodita, Ares, Hermes, Febo Apolo, Hefesto, He-be, envejecidos y abandonados a la intemperie, cabizbajos y ateridos de frío en su exilio. 'No, en modo alguno, ¡estas no son nubes!', exclama el poeta. -Y mi padre me fue traduciendo sobre la marcha, lentamente desde su memoria-. 'Son los dioses de la Hélade, los propios dioses, que un día gobernaron el mundo tan alegremente, pero que ahora, suplantados y difuntos, cabalgan como espectros gigantes por los cielos de la medianoche…' -Pero los versos se empeñaban en acudirle en el alemán de su infancia, o traducir le era fatigoso, así que se pasó de nuevo a esta lengua, y ya nada más entendí en el momento.

Más adelante, cuando ya había muerto, traté de identificar las palabras que le había oído sin comprendérselas. Busqué el texto original de 'Los dioses de Grecia' de Heine, con una versión en inglés paralela (en español no la encontraba), y sin duda fue esta la estrofa que él me puso en mi lengua, improvisada y tentativamente: 'Nein, nimmermehr, das sindkeine Wolken! Das sind sie selber, die Götter von Hellas, die einst so freudig die Welt beherrschten, doch jetzt, verdrängt und verstorben, ais ungeheure Gespenster dahinziehn am mitternächtlichen Hi-mel…'. Supongo que su pronunciación era buena. Y también me fijé en dos pasajes breves que él debió de recitar en alemán aquel día. En uno el poeta se dirigía a Zeus y le decía, más o menos: 'Pero ni siquiera los dioses gobiernan "eternamente, a los viejos los expulsan y los suplantan los jóvenes, como tú mismo depusiste antaño a tu canoso padre…'. El otro era una imagen, aplicada a aquel tropel de deidades desconcertadas y errantes: 'Sombras muertas que vagáis por la noche, débiles como la bruma que ahuyenta el viento…', así las llamaba. Aquellas palabras habrían salido de sus labios en mi presencia, aunque yo entonces no las hubiera entendido. Y me pregunté qué habría pensado en aquella ocasión, al pronunciarlas.