Subí a cambiarme. Cuando entré en el cuarto no me di cuenta, estaba ahí pero no la vi. Me cambié, me cepillé el pelo, me maquillé un ¡poco, y recién cuando estaba por salir la miré. Cómo si me hubiera estado llamando: la carpeta celeste. Estaba sobre la mesa de luz de Ernesto, tal como la había dejado la noche anterior después de repasar su presentación en el congreso. "Qué cabeza, Ernesto, te olvidaste la carpeta", me dije. Y sin dudarlo me subí al auto y salí para Ezeiza. Qué mujer no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.
Manejé más rápido de lo que acostumbraba. Tenía que llegar antes de que Ernesto embarcara para poder darle la carpeta celeste. En mi cabeza, iba siguiendo sus pasos para calcular si llegaría a tiempo. Hacía rato que tenía que haber llegado al aeropuerto de Ezeiza. Había salido con bastante margen; con tanta anticipación no debía haber encontrado mucha gente en la cola de embarque. Nadie cumple con las dos horas anteriores a la hora de salida que piden las aerolíneas. Ernesto sí, es muy puntilloso en esas cosas. Y muy metódico, así que lo lógico era que no bien se chequeara, subiera. ¿Qué se iba a quedar haciendo ahí abajo? Yo, por mi parte, estaba bastante jugada con el horario. En el peaje de la autopista, para variar, funcionaban la mitad de las barreras y me demoré más de lo conveniente. Y dentro del aeropuerto me costó encontrar dónde estacionar. Bajé del auto corriendo, con la carpeta en la mano. Casi no les di tiempo a las puertas automáticas a que se abrieran y ya estaba en el hall buscando a Ernesto. Fui mostrador por mostrador recorriendo las colas de embarque. No estaba. Fui a informaciones. A esa hora sólo salía un vuelo para Río. Un vuelo de Varig. Volví a ese mostrador. Pedí que me informaran si Ernesto había viajado. Me dijeron que no daban ese tipo de información y supe, por el tono monocorde de la empleada, que era en vano insistir. Miré en los barcitos al paso. Ernesto toma mucho café, le hace mal, pero le encanta; tal vez se hubiera demorado ahí. Nada. Podía ser que estuviera en el baño o comprando algo. Lo busqué en los negocios de souvenirs, en los quioscos, y lo esperé un tiempo prudencial en la puerta del baño de hombres. No apareció. Quería dejar el recurso de inventar una excusa y hacerlo llamar por los parlantes, como última alternativa. A Ernesto no le gusta andar haciendo papelones y, para él, eso habría sido un auténtico papelón, por más que en esa carpeta celeste se le fuera la vida. Lo mejor era pararme junto a la escalera de embarque. Si todavía no había subido, tenía que pasar por ahí.
Iba caminando hacia la escalera cuando vi la campera de Ernesto. Una campera igual a la de Ernesto. Pero no era Ernesto, era otro hombre, alguien que subía esa escalera abrazado a una mujer. Morocha, alta. Un hombre que le decía cosas al oído. Con la campera de Ernesto. Y un pantalón como el que llevaba esa mañana Ernesto. Con la raya bien marcada, como le plancho los pantalones a Ernesto. Y el bolso de Ernesto colgando de su mano. El bolso que yo le había preparado. A Ernesto. Se puso de perfil para besarla. Ernesto la besó. Y ella, Charo, se dejó besar.
Mientras la escalera los subía, quise gritar. Debo haber sufrido algo así como una parálisis momentánea, porque no me salía la voz, abría la boca pero el sonido no aparecía. Es más, el resto de los sonidos, también habían desaparecido. Como si alguien le hubiera bajado el volumen al sonido ambiente. No podía hablar, no podía moverme, no escuchaba. Sólo veía.
Hasta que quedaron en cuadro sólo sus zapatos, los de Ernesto, y las sandalias de ella.
Y ya no vi más.
22.
Inés entró en su casa, cerró la puerta y dio dos vueltas de llave. Eran las diez y media de la mañana. Tiró su cartera en alguna parte. Lali ya se había ido. Se acercó a cada ventana y bajó cada persiana hasta que la luz apenas pudo adivinarse entre las hendijas. Desenchufó el teléfono. Subió al primer piso y repitió los mismos pasos. Se miró en el espejo de su cuarto. Fue al baño y buscó en el botiquín las pastillas tranquilizantes. Las sopesó. Sonaron en el aire, había unas cuantas, por lo menos medio frasco. Desenroscó la tapa, volcó algunas pastillas sobre la palma de su mano. Se quedó con dos y devolvió el resto al frasco. Se las puso en la boca. Se sirvió agua. Antes de tomarla sacó una de las pastillas de su boca y la tiró por el inodoro. Tragó la otra. Bajó. Entró en la cocina. Las cosas del desayuno seguían allí. Como si nada hubiera pasado. Intentó lavar una taza. Pero la terminó estrellando contra la pileta. El asa saltó y rebotó tres veces sobre el mosaico de la cocina. Se lavó la cara. Se quedó un rato así, con la cara mojada. Se secó con un repasador húmedo. Sintió asco. Lloró. Puso el resto de las cosas del desayuno dentro de la pileta, incluida la mantequera, con la manteca a medio derretir. Fue al living. Quería ir al garaje pero fue al living. Dio algunas vueltas alrededor de la mesa ratona. Se sirvió un whisky. Sin devolver la botella al bar, lo tomó. Dejó el vaso. La botella no. Salió. Fue al garaje. Entró y cerró el portón tras de sí. Caminó directo hacia la pared del fondo. Sacó el ladrillo. Iba a sacar las cosas que escondía detrás de ese ladrillo, pero no lo hizo. Dejó todo como estaba. Fue a la cocina. Buscó los guantes de goma. No los encontraba. Corrió las tazas de la pileta sin cuidado. Estaban ahí, debajo de los restos del desayuno. Mojados y sucios. Los lavó y los secó. Volvió al garaje. Con los guantes puestos. Fue otra vez hacia la pared del fondo. Sacó las cosas que escondía detrás del ladrillo. Buscó dónde meterlas. Encontró la caja de herramientas. Tiró al piso lo que estaba dentro. Guardó las cartas de Tuya, los pasajes a Río, las fotos de Ernesto desnudo, la caja de preservativos dedicada, y la cerró. Devolvió el resto al hueco y colocó otra vez el ladrillo en su lugar. Faltaba el revólver. Fue a su auto y abrió el baúl. Sacó la rueda y allí estaba, donde lo había puesto el día en que lo había traído de la casa de Alicia. Lo sacó suavemente, casi con respeto. Lo metió en la caja de herramientas. Salió del garaje con la caja en una mano y la botella de whisky en la otra. Devolvió el whisky al bar, y dejó sobre él la caja de herramientas. Fue a la cocina. Dejó otra vez los guantes en la pileta. Abrió la canilla y se lavó la cara, con mucha agua, fría.
Entonces sí, barajó y dio de nuevo.
23.
Ernesto y Charo subieron la escalera de embarque besándose.
No había vuelta que darle, lo había visto con mis propios ojos. Y los ojos de una no mienten. A lo sumo una puede cerrarlos, pero para eso era demasiado tarde. Se me habían caído todas las tostadas del lado de la manteca, y tenía que aceptarlo. Pero aunque Ernesto y Charo se hubieran besado, como lo hicieron, en la escalera de embarque, yo no terminaba de armar el resto de la historia. Porque alternativas había muchas y muy distintas. Me pasé todo ese día evaluándolas, buscando datos que las confirmaran o errores que las descalificaran. Para mitad de la tarde el embrollo que tenía en mi cabeza era tal, que las distintas alternativas se me mezclaban y ya no sabía cuáles había descartado y cuáles seguían en carrera. Entonces se me ocurrió hacer un cuadro sinóptico. En la escuela, cuando había que estudiar algo muy complicado, yo me armaba un cuadrito sinóptico, con muchas flechas, muchas llaves, todo bien chiquitito, bien ordenado, cosa que si no me ayudaba para clarificarme el pensamiento, por lo menos me servía de machete. Yo nunca fui muy buena en el colegio. No me interesaba, me la pasaba pensando en otras cosas. Al principio me hacía problema. Tenía miedo de que me dijeran burra. Hasta que una tarde, yo estaría en quinto grado, me la pasé tratando de acordarme los nombres de los distintos tipos de triángulos: equilátero, isósceles y escaleno. El isósceles no me salía nunca. Yo me sentía una tarada, lo repetía y lo repetía y cuando cerraba el cuaderno se me borraba. Como si tuviera una tara. Mamá me vio mal y me dijo: "Nena, no te preocupes, que en la vida si hay algo que no te va a servir absolutamente para nada, es saber lo que es un triángulo isósceles". Y tenía razón, a uno le enseñan tanta estupidez. A ver si el isósceles me iba a arreglar el problema con Tuya a mí. De esos triángulos nadie te enseña, tenés que aprender sólita. Y cómo cuesta. Casi siempre te bochan. Aunque una piense que salió victoriosa. Porque el día menos pensado, en vez de eliminar un lado del triángulo, te das cuenta de que se agregó otro. Y el triángulo se trasformó en cuadrado. Como me pasó a mí. Como le pasó a Alicia.