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Al rato salió la morocha conversando con un hombre que parecía ser el portero del edificio. Le hablaba preocupada. El hombre movía la cabeza también preocupado. La acompañó hasta el taxi, le abrió la puerta. Ella le dio una tarjeta, subió al taxi y se fue.

Cuando el mozo llegó con el café yo ya juntaba mis cosas para irme. El hombre se molestó. Era bastante bruto, y la imagen no lo ayudaba: el pelo canoso lo tenía tan crecido que podía hacerse una cola de caballo, y tenía un bigote absolutamente negro. Un asco. Para peor, pateó sin querer la mesa y me volcó media azucarera encima. Le tiré las monedas del café sobre la mesa y me fui sin tomarlo.

Era una linda mañana de sol, así que me fui caminando por Rivadavia, sin apuro, pensando. Con la marcha, caían restos de azúcar de mi pollera de seda, y eso me distraía un poco. La sacudí para poder concentrarme. Volví a mis elucubraciones. Si no me equivocaba, ya no jugaba sola. Y si la morocha estaba preocupada por la ausencia de su "vaya a saber qué", alguien empezaba a dar pasos que modificarían los míos. Aunque yo llevaba unas cuantas horas de ventaja, ya no podía dar pasos en falso. La cosa se empezaba a poner más difícil, pero también más entretenida.

Paré en una peluquería y me hice depilar. Como decía mi mamá "una siempre tiene que andar por la calle depilada y con la bombacha limpia". Y en eso sí que le doy la razón. En esta vida hay que estar siempre preparada, porque nadie tiene comprado nada.

Y una nunca sabe qué le puede llegar a pasar.

11.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No sé.

– Te digo que lo del documento es un tema…

– ¿Qué documento?

– ¿No te dijeron que si sos menor no te lo hacen?

– Pau, tampoco nos tendrían que vender cerveza o entradas para el boliche…

– Ay, Lali, no vas comparar.

– ¿Qué? Mil mangos es mucha guita. Es como quinientas cervezas.

– ¿Quinientas?

– Si llevo la plata me lo van a hacer, si está todo podrido.

– Me dieron fecha para el veinte.

– Ay, qué bajón…

– Sí…

– …

– …

– ¿Entonces a tus viejos tío les vas a decir nada?

– No, ni en pedo.

– …

– Mi viejo está muy raro, me parece que sospecha algo.

– ¿Sí?

– Ayer me vino a ver a mi cuarto, a la noche. Yo me hice la dormida.

– ¿Y?

– Lloraba.

– ¿Lloraba?

– Me pareció.

– Yo no creo que sepa.

– Capaz nos escuchó hablar.

– Pero te hubiera dicho…

– No sé.

– 

– No, no puede saber. Escúchame, Lali, tu viejo no puede decir todas las boludeces que dice en las reuniones por el viaje si sabe lo que te está pasando.

– Sí, en eso tenés razón.

– Pero me preocupa mi viejo. Lo veo medio mal y no sé, siento que capaz es mi culpa.

– No te des máquina, para mí tu viejo no sabe ni ahí.?

– Me compré la campera.

– Ah, ¿cuál?

– La de duvet, porque la otra era refinita y me iba a cagar de frío.

– Sí, yo también voy a llevar una de duvet. ¿Te parece que con una campera sola estará bien?

– Yo llevo también la de cuero, para la noche.

– Sí, tenés razón, no vamos a estar todo el día con lo mismo.

– ¿Y al final te compras los borcegos?

– Mi viejo me dio la plata, pero me la voy a guardar. Para llegar a los mil.

– Ah…

– …

– …

– Yo creo que cien o doscientos mangos te voy a poder prestar.

– Okey.

– ¿Le vas a pedir a Iván?

– No.

– ¡Qué pibe hijo de puta resultó ése!

– …

– ¿Cuánta guita te falta?

– Quinientos y algo.

– ¿Y qué vas a hacer?

– La voy a robar.

– ¿Me estás jodiendo?

– No, se la voy a robar a mi vieja.

– Pero se va a dar cuenta.

– Sí, pero no va a poder decir nada.

– Por…

– Porque ella se la roba a mi papá.

– …

– Esconde guita en el garaje, debajo de un ladrillo.

12.

Volví a casa. Primero que nada, guardé la evidencia en el garaje, en el hueco de la pared. Con los guantes de goma puestos. El revólver no entraba y lo terminé escondiendo en el baúl de mi auto, debajo de la rueda de auxilio. No me quedaba mucho más por hacer. Ordenar un poco la casa, lavar las tazas del desayuno.

Antes de empezar me saqué el trajecito y me puse cómoda. A las tres de la tarde estaba todo listo. Me dije, "ahora a descansar, me siento en el sillón del living, me tomo un cafecito, y me relajo un poco". Y eso hice. Pero a las tres y cuarto me estaba comiendo los codos. Era imposible esperar relajada a que llegara Ernesto y me contara todo. Me puse a limpiar. En realidad la casa estaba limpia, pero me puse a hacer esas cosas que uno no hace todos los días. Le pasé la franela a los muebles, le saqué brillo a los metales, enceré. Hasta hice un bizcochuelo. Tenía una receta de una tarta de alcauciles, pero me decidí por el bizcochuelo. A las cinco de la tarde estaba agotada. Y nerviosa. Ernesto nunca llegaba antes de las nueve; si seguía con ese ritmo otras cuatro horas iba a terminar de cama. Y si había alguien que tenía que estar en estado, despierta y alerta, ésa era yo.

Tomé el toro por las astas y me fui para la oficina de Ernesto. Cuando estaba por entrar en el edificio vi salir a la morocha que me crucé esta mañana en el departamento de Tuya. Me tentó seguirla. Pero no lo hice. Me anuncié con la recepcionista. Estaba anotando algo y no me había visto. Antes de pasar, hice con ella algunas averiguaciones. "Esa chica morocha, alta, que acaba de salir, me parece que la conozco de alguna parte, ¿trabaja en la empresa?" "No, es Charo, la sobrina de Alicia Soria." "Ah, finalmente llegó Alicia…" "No, y es raro, ni vino ni llamó." "¿Y su sobrina está preocupada?" "Supongo, a mí ni me saludó, fue directo al ascensor y subió." "Bueno, su tía es una señora grande, debe saber cuidarse", dije y yo también me metí en el ascensor.

Bajé en el piso de Ernesto. La puerta de su oficina estaba abierta y desde el pasillo podía verlo. La vista perdida, el escritorio limpio de papeles, el gesto preocupado. Su única ocupación era destruir un clip, desarmando su recorrido de caracol elíptico, y romperlo en pedacitos. Entré decidida. "Hola, Ernesto, ¿te dijeron que estuve esta mañana? Me había olvidado de avisar que llegabas al mediodía, y como tuve que venir a hacer algo al centro…", dije y me senté frente a él. No sé si oyó que había estado esa mañana, si ya lo sabía, o qué, pero de hecho no le importó, porque no hizo ningún comentario. En cambio, para mi sorpresa, dijo: "Qué casualidad, estaba pensando en vos". Miré el clip destrozado sobre el escritorio. "¿Y qué pensabas?" "En la charla que tenemos pendiente." "Para eso vine. Tenía la tarde libre, y me pareció una picardía dejarlo para la noche. Parecías algo preocupado." "Estoy preocupado, Inés", me dijo y me tomó las manos por sobre el escritorio. Creo que Ernesto no me tomaba las manos así desde hacía unos quince o dieciséis años. Mi mamá me hubiera dicho: "Con los hombres es más peligroso un ramo de flores que una cachetada". Pero a mí me hacía tan bien que me agarrara las manos. Me miró a los ojos y me dijo: "Lo que tengo que decirte es muy duro. Sé que te puede hacer mal". Puse cara de asustada, me pareció que correspondía. "Pero sos mi mujer y tengo que contártelo. Hace veintidós años que estamos juntos…" "Veinte nada más, Ernestito, aunque te parezca mentira", pensé pero no lo corregí, no me pareció oportuno. "Vos y Lali son para mí lo más importante que tengo en el mundo", dijo con lágrimas en los ojos. Le apreté fuerte la mano y le dije: "Lo sé, Ernesto". "Si yo pudiera mantenerte al margen de esto te juro que lo haría." "Ernesto, confiá en mí, por favor." "No se trata de confianza, se trata de herir y no quiero herirte." "¡Ay, mi vida, herime un poco y terminemos con esto de una vez!", pensé, y dije: "Ernesto, yo parezco una mujer frágil, pero en el fondo soy muy fuerte. Además, yo estoy con vos, Ernesto". "Gracias, mi amor." ¡Me dijo mi amor! Ernesto nunca me había dicho "mi amor", ni siquiera cuando quiso convencerme de que nos acostáramos por primera vez. Lo más lindo que me dijo en la vida fue "yo también", después de un "te quiero" mío. "Dale, Ernesto, ¿me decís yo también?", le pedía resignada los primeros años juntos. Después me acostumbré a su silencio. Ernesto era parco por naturaleza. Por eso daba las vueltas que daba para contarme lo de Tuya. "No me gustaría que lo que voy a contarte empañe tantos años de felicidad." "No te preocupes; lo empañó, pero yo ya le pasé un trapo", pensé y no dije nada. "Yo… te acordás de Alicia, mi secretaria, ¿no?" "Sí, claro." "No te pongas mal, Inés, pero Alicia y yo…" "¿Alicia y vos qué?" "Estábamos envueltos en una situación… complicada…" "Ernesto, no des tantas vueltas, decime lo que me tengas que decir, estoy preparada." Ernesto respiró, me miró a los ojos, y dijo: "Alicia me acosaba sexualmente". Casi me río. "¡No te puedo creer!", dije. "Sí, es muy triste, yo nunca te lo quise contar pero viví momentos muy feos." "Me imagino…" "No se lo deseo a nadie." "No, yo tampoco." Primero sentí indignación por la mentira, pero enseguida pensé que tal vez fuera cierto. Porque en realidad todas las cartas que encontré eran dirigidas a Ernesto, y yo no sabía cómo había respondido él a esas cartas. Yo misma había concluido que lo de los pasajes a Río podía haber sido una cosa de ella. Estaba por convencerme de eso cuando me acordé de las fotos, las que aparecieron junto al revólver. Las fotos en bolas. Cuesta creer que Tuya lo haya forzado a sacárselas. Si hasta sonreía a la cámara como si hubiera dicho "whisky". Cuando uno se empieza a enredar en sus propias elucubraciones pierde el rumbo, y yo estaba perdida. Porque era claro que Ernesto sí me estaba mintiendo. Pero lo importante no era eso, sino por qué lo hacía. Ernesto me mentía porque me quería, tan simple y fundamental como eso. ¿Para qué contarme de una aventura extramatrimonial que ya era historia del pasado? "Ernesto es un hombre maravilloso", pensé. No como esos que se sacan la calentura afuera y después vienen a sacarse la culpa en casa. "Querida, no puedo mentirte, tengo que confesarte que me encamé con tu mejor amiga", dicen. "¡Pero mentime, hijo de puta, que es lo menos que me merezco!", habría que contestarles a esos crápulas. Evidentemente Ernesto no era un crápula. Ernesto era un flor de hombre; me mentía, se quedaba con toda la culpa él sólito, se la bancaba como corresponde. "Jamás te habría contado esto si no fuera porque pasó algo terrible." "Ernesto, no me asustes…" Me gustó la frase, creo que era justa para la ocasión. "Te acordás que anoche recibí un llamado y tuve que salir, ¿no?" "Sí." "Era ella, me decía que si no la veía en media hora, junto al lago de Palermo, iba a hacer una locura. Entendeme, yo no podía dejar que esa mujer se matara." "¿Cómo no te voy a entender, Ernesto?" "Me fui para allá. Te mentí, perdóname, no tenía una reunión. Tenía que pararla." Asentí con la cabeza. "Nos encontramos y ella creyó que yo estaba ahí para otra cosa, para ceder a su acoso…, ¿podes creerlo, Inés?" "¡Qué loca estaba esa mujer, Ernesto!" "¡Que loca está esa mujer!", me corregí enseguida. "Entonces se me tiró encima, me quería besar, no sé, me da mucha vergüenza contarte esto." "Ernesto, soy tu mujer, quédate tranquilo." Ernesto me besó las manos. "Y entonces fue que sucedió el accidente. Yo quise apartarla de mí, no quería que me tocara, que me besara. Ella no entraba en razones y decidí irme. Pero me tenía agarrado por los hombros y, para sacármela de encima, la empujé. Y ahí…" Me venció la ansiedad, golpeé el dorso de la mano contra el escritorio y dije: "¡Pum!". Ernesto siguió como si nada: "Cayó, con tanta mala suerte, que dio la cabeza contra un tronco, y se desnucó". "¡Qué barbaridad!", dije tapándome la boca. "Una fatalidad", dijo Ernesto. "Un lamentable accidente sin culpables", dije. "Exactamente", dijo Ernesto. Le acaricié la cara, nos miramos, nos sonreímos. Él volvió a besarme las manos. "Si te involucro en todo esto es porque no me gustaría andar dando explicaciones fuera de nuestra intimidad. Sería dejar muy mal parada a Alicia. Vos como mujer, lo debes entender." "Y cómo, Ernesto, claro que lo entiendo." "Por eso pensé que era mejor no hacer la denuncia y dejar que la cosa corriera con naturalidad, que pasaran los días, y que para cuando alguien empiece a preguntarse dónde está Alicia, ya nadie pueda sacar conclusiones equivocadas." "Estoy totalmente de acuerdo con vos, Ernesto." "Esto es muy difícil para mí, imagínate, fingir que no sé nada de Alicia, cuando la pobre…" Ernesto se emocionó. "Hablando de la pobre, Ernesto, ¿dónde está ahora?" Ernesto suspiró. "La hundí en el lago." Ernesto me apretó la mano. Yo se la besé. "¡Qué feo pasar por esto, Ernesto, tener que arrastrarla…" "No, no la arrastré. Tomé prestado uno de esos botes de alquiler, la cargué, remé hasta el medio del lago, y bueno…" Ernesto casi lloraba, me paré y lo abracé. "Necesito pedirte algo." "Lo que sea, Ernesto." "Yo preferiría decir que esa noche estuvimos juntos, en casa, que en ningún momento salí. Necesito dar esa coartada, no tengo otra. Si digo que salí y volví enseguida se va a enredar todo, van a volverme loco a preguntas. No sé si a vos te parece…" "Claro que me parece, ¿para qué andar dando explicaciones?" "Si en definitiva fue un accidente." "Ernesto, esa noche después de cenar, los dos estuvimos en casa, vimos una película, ya me voy a fijar cuál, hicimos el amor, y después nos dormimos." "Gracias, Inés." "Te quiero, Ernesto." "Yo también."