– Pero me está diciendo que mi compañero sí estuvo implicado y que me lo ocultó.
Bosch asintió con la cabeza.
– Es imposible -protestó García-. Ron y yo teníamos una relación muy estrecha.
– Todos los compañeros la tienen, inspector. Pero no tanto. Por lo que yo entiendo, usted se ocupó del expediente y Green progresó en el caso. Si encontró resistencia en el interior del departamento, podría haber escogido ocultárselo. Creo que lo hizo. Quizá le estaba protegiendo, quizá se sentía humillado por ser vulnerable a la presión.
García bajó la mirada a su escritorio. Bosch comprendió que estaba mirando un recuerdo. La expresión pétrea de su rostro empezó a resquebrajarse.
– Creo que tal vez sabía que algo iba mal -dijo tranquilamente-. Hacia la mitad.
– ¿Cómo es eso?
– Al principio decidimos dividirnos a los padres. Ron se ocupó del padre, y yo de la madre. Ya sabe, para establecer relaciones. Ron estaba teniendo problemas con el padre. Era imprevisible. Se había mostrado pasivo, y de repente, estaba siempre encima de Ron, buscando resultados. Pero había algo más, y Ron me lo ocultó.
– ¿Le preguntó al respecto?
– Sí. Le pregunté. Sólo me dijo que el padre era un incordio. Dijo que estaba paranoico por la raza, que pensaba que su hija había sido asesinada por una cuestión racial. Y luego dijo algo más que todavía recuerdo. Dijo: «No podemos meternos en eso.» Ésas fueron sus palabras, y me impactó porque no me parecía el Ron Green que yo conocía. «No podemos meternos en eso.» El Ron Green que yo conocía se habría metido donde hubiera hecho falta para resolver el caso. No había barreras para él. No hasta este caso.
García levantó la mirada y Bosch asintió con la cabeza, su forma de darle las gracias por abrirse.
– ¿Cree que tiene algo que ver con lo que ocurrió después? -preguntó Bosch.
– ¿Se refiere al suicidio?
– Sí.
– Quizá. No lo sé. Cualquier cosa es posible. Después del caso seguimos direcciones diferentes. La cuestión con un compañero es que una vez que acaba el trabajo, no hay mucho de lo que hablar.
– Cierto -dijo Bosch.
– Yo estaba en una reunión de mando en la Setenta y siete, me asignaron allí después de hacerme teniente. Fue entonces cuando descubrí que había muerto. La noticia me llegó en una reunión de equipo. Supongo que eso muestra cuánto nos habíamos separado. Descubrí que se había suicidado una semana después de que lo hiciera.
Bosch se limitó a asentir. No había nada que pudiera decir.
– Creo que ahora tengo una reunión de dirección, detective -dijo García-. Es hora de que se vaya.
– Sí, señor, pero ¿sabe?, estaba pensando que para presionar a Ron Green de ese modo tenían que contar con algún arma. ¿Recuerda algo así? ¿Tenía en aquel momento alguna investigación de Asuntos Internos?
García negó con la cabeza. No estaba diciendo que no a la pregunta de Bosch, estaba diciendo que no a otra cosa.
– Mire, este departamento siempre ha tenido más policías asignados a investigar policías que a investigar asesinatos. Siempre pensaba que si llegaba a la cima cambiaría eso.
– ¿Está diciendo que había una investigación?
– Estoy diciendo que era raro en el departamento el que no tenía nada en su historial. Había un archivo sobre Ron, seguro. Había sido acusado de agredir a un sospechoso. Era mentira. Cuando Ron lo estaba poniendo en la parte de atrás del coche el chico se golpeó la cabeza y hubieron de ponerle puntos. Gran caso, ¿eh? Resultó que el chico tenía contactos y Asuntos Internos no iba a dejarlo.
– De manera que podrían haberlo usado para manipular este caso.
– Podrían, depende de si usted tiene mucha fe en las conspiraciones.
Bosch pensó que cuando se trataba del Departamento de Policía de Los Ángeles tenía mucha fe, pero no lo dijo.
– De acuerdo, señor, me hago una idea -dijo en cambio-. Ahora me voy a ir.
– Bosch se puso en pie.
– Entiendo su necesidad de conocer todo esto -dijo García-, pero no aprecio la forma en que me ha acorralado.
– Lo siento, señor.
– No, no lo siente, detective.
Bosch no dijo nada. Se acercó a la puerta y la abrió. Miró a García y trató de pensar en algo que decir. No se le ocurrió nada. Se volvió y salió, cerrando la puerta tras de sí.
23
Kiz Rider todavía estaba sentada en la sala de espera del despacho de la jueza Anne Demchak cuando llegó Bosch. Éste, que se había quedado atrapado en el tráfico de media tarde al volver al centro desde Van Nuys, ya temía perderse la conferencia con la jueza. Rider estaba leyendo una revista, y el primer pensamiento de Bosch fue que en ese punto del caso sería incapaz de empezar a hojear sin prisas una revista. En ese punto su concentración no podía dividirse. Estaba concentrado en una sola cosa. De un modo extraño, lo vinculaba con el surf, una práctica a la que no se había dedicado desde el verano de 1964, cuando se escapó de una casa de acogida y vivió en la playa. Habían pasado muchos años desde entonces, pero todavía recordaba el túnel de agua. El objetivo era meterte en el túnel, el lugar donde el agua te envolvía por completo, donde el mundo se reducía a deslizarse sobre el mar. Bosch estaba en el túnel. No existía nada salvo el caso.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó. Rider miró el reloj.
– Unos cuarenta minutos.
– ¿Ha estado todo ese tiempo con la solicitud?
– Sí.
– ¿Estás preocupada?
– No. He acudido a ella antes. Una vez en un caso de Hollywood después de que tú lo dejaras. Sólo es concienzuda. Lee todas las páginas. Tarda un rato, pero es una de las buenas.
– El artículo sale mañana. Necesitamos que lo firme hoy.
– Ya lo sé, Harry. Cálmate. Siéntate.
Bosch se quedó de pie. Los jueces de guardia seguían un turno de rotación. Que les hubiera tocado Demchak era pura suerte.
– Nunca he tratado antes con ella -dijo-. ¿Era fiscal?
– No, del otro lado. Abogada defensora.
Bosch gimió. Según su experiencia, los abogados defensores que se convertían en jueces siempre conservaban al menos la sombra de su lealtad hacia el banquillo de los acusados.
– Tenemos problemas -dijo él.
– No. No pasará nada. Por favor, siéntate. Me estás poniendo nerviosa.
– ¿Judy Champagne aún lleva la toga? Quizá podamos llevárselo a ella.
Judy Champagne era una antigua fiscal casada con un ex policía. Solían decir que él los cazaba y ella los metía en el horno. Desde que se convirtió en jueza, era la favorita de Bosch para llevarle las órdenes. No porque tendiera hacia los polis. No lo hacía. Era justa y con eso podía contar Bosch.
– Sigue siendo jueza, pero no podemos ir paseando las órdenes por el edificio. Ya lo sabes, Harry. Ahora ¿puedes hacer el favor de sentarte? Tengo que enseñarte algo.
Bosch ocupó la silla que estaba junto a la de Rider.
– ¿Qué?
– Tengo el expediente de la condicional de Burkhart.
Rider sacó una carpeta de la bolsa, la abrió y la puso en la mesita, delante de Bosch. Señaló con la uña una línea del documento de excarcelación. Bosch se inclinó para leerlo.
– Excarcelado de Wayside el primero de julio de mil novecientos ochenta y ocho. Enviado a presentarse en las oficinas de libertad condicional el cinco de julio en Van Nuys. Se enderezó y miró a su compañera.
– Estaba en la calle.
– Eso es. Lo detuvieron por vandalismo en la sinagoga el veintiséis de enero. Nunca presentó fianza y, con la reducción de pena, salió de Wayside cinco meses después. Es un buen candidato.