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– Fíjese en sus modales exageradamente entusiastas.

– ¿Exageradamente entusiastas? Está claro que el joven está encaprichado y que desea complacerla. ¿No creerá que debería haber permitido que lady Ofelia se sirviera el ponche ella misma?

– No, pero sin duda él no le ha consultado cuál es su preferencia. A juzgar por su expresión, es obvio que lady Ofelia no deseaba una copa de ponche… sin duda porque él ya le había servido una hace menos de cinco minutos.

– Quizá lord Nordnick esté simplemente nervioso. Según creo, la cordura suele abandonar la cabeza de un hombre cuando está en compañía de una dama a la que considera atractiva.

Catherine respondió con un leve chasqueo de la lengua.

– Y eso me parece de lo más desafortunado. Observe lo aburrida que está ella con sus ineptas atenciones.

Humm. Lady Ofelia parecía sin duda aburrida. Demonios. ¿Cuándo había empezado el arte del cortejo a ser tan condenadamente complicado? Con la esperanza de parecer más un conspirador que un hombre deseoso de obtener información, preguntó:

– ¿Qué debería hacer lord Nordnick?

– Debería colmarla de romanticismo. Descubrir cuál es su flor favorita. Su comida preferida.

– ¿Debería pues enviarle rosas y dulces?

– Como amiga suya, señor Stanton, debo apuntar que esa es precisamente una suposición masculina tristemente típica. Quizá lady Ofelia prefiera las costillas de cerdo a los dulces. ¿Y cómo sabe que la rosa es su flor favorita?

– Como amigo suyo, lady Catherine, debo apuntar que resultaría muy extraño que un pretendiente apareciera de visita con una caja de regalo llena de costillas de cerdo. ¿Y acaso las rosas no gustan a todas las mujeres?

– No sabría decirle. A mí me gustan. Sin embargo, no son mis favoritas.

– ¿Y cuáles son entonces sus favoritas?

– Las dicentra spectabilis.

– Lamento reconocer que el latín no es mi fuerte.

– ¿Lo ve?

– De hecho, no.

– Ahí tiene usted otro problema con los métodos poco originales de lord Nordnick. Debería recitar a lady Ofelia algo romántico en otra lengua. Pero estoy cayendo en una mera digresión. Dicentra spectabilis significa «corazón sangrante».

Andrew apartó los ojos de la pareja y se volvió a mirarla.

– ¿Una flor llamada «corazón sangrante» es su flor favorita? No me parece que haya mucho romanticismo en ese nombre.

– Aún así, es mi favorita, y eso es precisamente lo que la hace romántica. Resulta que sé que a lady Ofelia le gustan especialmente los tulipanes. Pero ¿cree usted que lord Nordnick se molestará en averiguarlo? No lo creo. Después de ver la cantidad de veces que ha ido a buscar copas de ponche que ella no deseaba, estoy segura de que enviará rosas a lady Ofelia porque eso es lo que él cree que a ella le gusta. Y, precisamente por eso, está condenado al fracaso.

– ¿Y todo porque ha ido a buscar ponche y porque le enviará las flores inadecuadas? -Andrew volvió a mirar a la pareja y fue presa de una oleada de pena por lord Nordnick. Pobre diablo. Anotó mentalmente pasar la información sobre los tulipanes al desventurado joven. En esos peligrosos empeños del cortejo, los hombres tenían que permanecer unidos.

– Quizá esos torpes intentos habrían ganado el favor de una dama en el pasado, pero ya no. La mujer moderna actual prefiere a un caballero que tome en consideración sus preferencias, en oposición a un hombre que en su arrogancia crea saber lo que es mejor para ella.

Andrew se rió por lo bajo.

– ¿La mujer moderna actual? Suena como si lo hubiera sacado de esa ridícula Guía femenina de la que habla todo el mundo.

– ¿Por qué «ridícula»?

– Humm, sí, quizá me haya equivocado en la elección de la palabra. «Escandalosos y espantosos disparates llenos de basura» se acerca más a lo que quiero decir.

Andrew siguió estudiando a la pareja durante unos segundos más, intentando descifrar los errores del aparentemente equivocado lord Nordnick para no cometerlos él mismo, aunque lo cierto es que no alcanzaba a ver lo que el hombre no estaba haciendo bien. Se mostraba cortés y atento, dos estrategias que el propio Andrew consideraba importantes para su plan para cortejar a lady Catherine.

Se volvió de nuevo hacia ella.

– Me temo que no veo…

Se interrumpió bruscamente al ver que ella le miraba con las cejas arqueadas y una expresión de frialdad.

– ¿Me he perdido algo?

– No sabía que hubiera leído la Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, señor Stanton.

– ¿Yo? ¿Una Guía femenina? -Andrew se rió de nuevo entre dientes, intentando decidir si estaba más perplejo o divertido por sus palabras-. Naturalmente que no la he leído.

– En ese caso, ¿cómo puede calificarla de «escandalosos y espantosos disparates llenos de basura»?

– No necesito leer las palabras para conocer su contenido. La Guía se ha convertido en el tema principal de conversación de la ciudad. -Sonrió, pero la expresión de Catherine permaneció inmutable-. Como usted ha pasado los últimos meses en Little Longstone, no puede estar al corriente del escándalo que ese libro ha provocado con las disparatadas ideas propuestas por el autor. No tiene más que escuchar a los caballeros que hay en el salón para darse cuenta de que no sólo el libro está plagado de estupideces, sino que al parecer está además precariamente escrito. Charles Brightmore es un renegado y posee poco talento literario, en caso de que posea algo.

Dos banderas gemelas de color asomaron a las mejillas de Catherine y a través de sus ojos entrecerrados su mirada se tornó claramente glacial. Sonaron campanadas de advertencia en la cabeza de Andrew que le sugirieron (desgraciadamente con unas cuantas palabras de retraso) que había cometido un grave error táctico. Ella alzó la barbilla y le lanzó una mirada con la que de algún modo logró dar la sensación de estar mirándole por encima del hombro, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que él era unos veinticinco centímetros más alto que ella.

– Debo decir que estoy sorprendida, por no decir decepcionada, al descubrir que es usted muy estrecho de miras, señor Stanton. Habría dicho que un hombre de su vasta inteligencia viajera se mostraría más abierto a las ideas nuevas y modernas, y que, como mínimo, era un hombre que se tomaría el tiempo de examinar todos los hechos y formarse su propia opinión sobre un tema, en vez de confiar en los chismes que oye en bocas ajenas, sobre todo cuando esas bocas ajenas con toda probabilidad no han leído el libro.

Andrew arqueó las cejas al percibir su tono.

– No soy en absoluto estrecho de miras, lady Catherine. Sin embargo, no creo necesario experimentar algo para saber que no es de mi agrado o que no coincide con mis creencias -dijo suavemente, preguntándose qué había ocurrido para que la conversación se hubiera desviado de aquel modo-. Si alguien me dice que el pescado podrido apesta, me conformo con creer en su palabra. No siento la necesidad de meter la nariz en el barril para olerlo por mí mismo. -Soltó una risa queda-. Casi diría que ha leído usted esa Guía… y que ve con buenos ojos sus rebuscados ideales.

– Si sólo casi diría usted que he leído la Guía no creo entonces que me haya estado escuchando con la debida atención, señor Stanton, defecto que, según me temo, comparte usted con la gran mayoría de hombres.

Totalmente seguro de que su oído acababa de jugarle una mala pasada, Andrew dijo despacio:

– No me diga que ha leído ese libro.

– Muy bien, en ese caso no se lo diré.

– Pero… ¿lo ha leído? -Sus palabras sonaron más a acusación que a pregunta.

– Sí. -Catherine le lanzó una mirada inconfundiblemente retadora-. De hecho, varias veces. Y no me ha parecido que los ideales que propone sean en absoluto rebuscados. De hecho, me parecen exactamente lo contrario.