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Tampoco aquella vez pensó vagamente en la posibilidad de abordarla. Era evidente que la muchacha pertenecía a un mundo completamente diferente del suyo, lo que multiplicaba el interés, pero creaba también dificultades insuperables. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía ofrecerle? ¿Cómo podía inspirarle simpatía? Desde luego, aquella joven silueta de dependienta, modelo, maniquí o puta -a saber qué oficio tendría- le gustaba enormemente. Además, había una diferencia de edad, obstáculo cuyo peso sentía dolorosamente desde hacía un tiempo.

Nada que hacer, por tanto. Al cabo de poco, la vería desaparecer, en una casa, una tienda o un tranvía, y no volvería a verla nunca más.

En efecto, la joven se internó en la callejuela entre el número 72 y el 74. Sin embargo, antes de desaparecer, se volvió de improviso para mirar atrás. En aquel momento había ya poca luz, pero Antonio pudo verle la cara: pálida, enjuta, infantil, ojos redondos y atónitos. Le pareció bellísima, algo así como una española.

Sus miradas se cruzaron por un instante, por una fracción de segundo se acoplaron el uno al otro. Le habría gustado saludarla o al menos sonreír. No tuvo valor para hacerlo. La expresión de ella, al mirar al hombre, era de absoluta indiferencia. Después se internó, con su impertérrito paso, en el pasaje vacío.

¿Seguir tras ella? Antonio se detuvo en la entrada de la callejuela y se quedó mirando la esbelta silueta que se alejaba a contraluz, porque al fondo había un patio o un ensanche bastante iluminado.

Hasta que la muchacha desconocida despareció allí, al fondo, no se atrevió Antonio a entrar también. Al final del corto callejón, se encontró en la minúscula plaza citada. Desde allí irradiaban, entre casa y casa, otras callejuelas y galerías. Pasó junto a él un mozo con una bandeja llena de pastas. Una anciana, asomada para cerrar los postigos de una ventana en un primer piso, miró a Antonio con curiosidad. También tres niños que estaban jugando a las canicas bajo un farol se volvieron a observarlo. De la maraña de casas circunstante, todas con galerías paralelas, llegaban voces, ruidos y sonidos. Se oía un martillo golpear en algo metálico. Había también olor a sopa de ajo, apetitosísima.

Era como un pueblecito enclavado entre el despliegue de las casas. Un pedazo de Milán imprevisible, del que nunca había oído hablar. Aparte de las luces eléctricas y una Vespa dejada delante de una puerta, todo era como uno o dos siglos atrás.

A Antonio le habría gustado explorar las callejuelas circunstantes: ¿hasta dónde se extendería aquella ciudadela secreta? ¿Habría otras plazuelas? ¿Se podría salir por otra parte, por Via Statuto o Via Palermo? Hasta habría podido encontrar de nuevo a la muchacha.

Pero fue cobarde, como de costumbre. Se sentía extranjero. A fin de cuentas, se encontraba en casa ajena. Incluso la angosta plaza debía de ser propiedad privada. Si alguien le hubiera preguntado por qué había entrado, ¿qué habría podido responder?

Se marchó, tras encender un cigarrillo, resignado. ¡A saber dónde habría ido a meterse la españolita! ¿Viviría tal vez allí? ¿O habría ido a ver a una amiga? ¿O habría acudido a una cita? No volvería a verla nunca más.

Y, sin embargo, con una de esas intuiciones del alma, aparentemente absurdas, en las que acaso no se repare, pero que permanecen dentro para reavivarse más adelante, al cabo de meses o años, cuando se dispare el mecanismo del destino, Antonio tuvo un presentimiento: como si aquel encuentro revistiera importancia en su vida, como si la rapidísima coincidencia de las miradas hubiese creado entre ellos un vínculo que no se quebraría nunca más, sin que lo supieran. Ya en el pasado había comprobado, más de una vez, la increíble fuerza del amor, capaz de volver a anudar, con infinita sagacidad y paciencia, mediante cadenas vertiginosas de aparentes casualidades, dos finísimos hilos que se habían perdido en la confusión de la vida, de un extremo al otro del mundo.

Pero después, con el paso de los días, vinieron el trabajo, los viajes, la gente. Antonio no había vuelto a pensar en ella, la turbadora figurita olvidada y sepultada en los profundos subterráneos de la memoria.

V

Pero, cuando aquella menor, con los brazos desnudos en alto como asas de ánfora, se volvió para sonreírle en el agradable salón de la señora Ermelina, afloró de pronto el recuerdo de aquella noche de septiembre u octubre en Corso Garibaldi.

No podía asegurar que fuera ella. La muchacha de Corso Garibaldi tal vez fuese más hermosa, al menos en el recuerdo, pero había una extraña identidad de estilo humano. Desde luego, esta Laide no encarnaba el mismo misterio.

¿O sería que la violenta atracción ejercida sobre él por aquélla dependía de que en aquel momento, en aquel lugar, hubiera resultado una criatura inalcanzable, mientras que ésta estaba a su completa y fácil disposición? ¿Sería tal vez sólo la diferente situación lo que las hacía parecer distintas, cuando, en realidad, eran la misma persona?

Entretanto, Laide, satisfecha con la prueba, se había quitado el vestido y se había quedado de nuevo en combinación.

«¡No pretenderás volver a vestirte ahora!», dijo Ermelina, riendo, porque la muchacha había recogido su falda del diván. «Hijos míos, allí todo está listo».

Era una de las fórmulas sacramentales. Antonio, precedido de Laide, pasó a la alcoba.

Sólo, que, cuando se encontraba en el umbral y la muchacha ya había entrado, Ermelina hizo una señal al hombre para que volviera junto a ella y le susurró al oído:

«Tenga en cuenta que es un caso extraño, verdad. Le gusta…» e hizo un gesto. «Se lo digo para que sepa a qué atenerse».

«Ah, estupendo», respondió él, pese a no haber entendido.

La cama estaba hecha y sobre ella había una colcha de cretona extendida. Evidentemente, la patrona pensaba que harían el amor al descubierto, pero el cuarto no estaba caldeado precisamente. Antonio levantó la colcha y, nada más desnudarse, se metió bajo las sábanas. Entretanto, ella estaba en el baño lavándose.

Tal vez aquellos cinco minutos de espera en la cama, mientras la muchacha, al otro lado, preparaba como Dios manda su cuerpo, fueran el momento mejor. La imaginación, con la certeza de una próxima satisfacción sin impedimentos, formulaba las más excitantes y lujuriosas hipótesis, que, naturalmente, resultarían defraudadas después al menos en un ochenta por ciento.

Ella volvió a aparecer en combinación. «Hola», dijo, al entrar y añadió con cierto asombro: «¿Te has metido dentro?»

«Querida mía, no hace calor precisamente aquí».

«Sí, mucho calor no hace».

Con la misma desenvoltura que si hubiera estado sola en un local herméticamente cerrado, sin la menor simulación de pudor, mientras él la examinaba y saboreaba por anticipado, se quitó la combinación y después las medias. Debajo llevaba unas bragas violeta y un corsé de un violeta más claro con listas verticales y negras, bastante elegantes. Ermelina tenía mucho interés en que las chicas de su escudería se esmeraran en la elección de su lencería. Eso era lo importante con una clientela selecta como la suya. Que los vestidos y los abrigos estuvieran raídos poco importaba.

Con la cabeza inclinada y los labios contraídos por el esfuerzo, Laide desabrochó los corchetes del corsé, por la espalda. Después lo abrió como una concha y quedó desnuda.

Era el clásico cuerpo de bailarina, esbelta, caderas estrechas, muslos largos y espigados, senos pequeños de niña. Parecía un dibujo de Degas.

Corrió hacia la cama.