«No, no, así, que me dejas sin respiración… La Virgen, ¡cómo pesas!…»
«Deja ya… ¿no tendrás miedo de quedar estropeada?»
Antonio se alzó con prudencia sobre el taburete, ayudado por la muchacha desconocida. En efecto, ahí había un agujero por el que se podía ver.
Ahí tenía la horrenda escena, tantas veces imaginada, como el infierno, la destrucción de su vida misma: el cuerpo blanco y musculoso de un joven arrodillado en la cama y a horcajadas sobre ella, que estaba boca arriba, pero no se le veía le cara. Él sólo veía las piernas desnudas y abiertas. ¿Estarían besándose?
De improviso él se levantó, como si ella lo rechazara, y entonces ella se irguió y se quedó sentada, apoyándose en las almohadas. Ahí estaba la cara.
Pero no era ella. Era la cara de Flora, la cara de su secretaria del estudio, la cara, toda pintada, de la vieja que le había abierto la puerta poco antes, pero no era ella. Era una mujer horrenda. Era una cara ancha e hinchada, de mastín. Tras entreabrir los labios, miró fijamente el ojo de Antonio a través del minúsculo orificio de la puerta y se rió y se rió, se abrió de par en par con una carcajada salvaje.
Antonio se despertó sobresaltado, sorprendido de haberse quedado dormido en el sillón de su alcoba. ¡Dios, qué sueño!
Entonces, ¿no era cierto? Entonces, ¿la realidad era completamente distinta?
Pero la infame sombra de la pesadilla estaba dentro de él, llenaba el cuarto, se estancaba sobre el mundo.
XXXIII
Después todo cayó en un precipicio y sin golpes, así como la desventura por mucho tiempo temida se presenta de improviso al hombre en forma descarnada, con formalidades triviales y el entendimiento no acaba de concebirla.
Por la mañana el teniente Imbriani le telefoneó al despacho. Estaba casi mortificado por las previsiones que la realidad desmentía.
Existía el asilo, existía la tía enferma, pero el enfermero jefe excluía de la forma más precisa las velas nocturnas por parte de los parientes. Por la noche los parientes estaban excluidos. Una muchacha que respondía a las señas indicadas había acudido de visita un par de veces con una señora, por la tarde, en las horas permitidas. Nada más.
«¿Debo proseguir las investigaciones?»
«No, gracias. Con eso tengo bastante».
No sintió dentro de sí la punzada. Al contrario, una tensión exaltada lo sostenía. La sensación casi increíble de libertad que infunde el amor y en particular el amor desdichado es tan intensa, que en el primer momento permite afrontar la desgracia como con furia. Es como una liberación, algo semejante. Antonio recordó que así sucedía en la guerra, cuando el desencadenarse del fuego rompía la exasperante espera y el miedo se transformaba en una energía tensa y fría.
Laide le telefoneó a las once. Según dijo, había pasado la noche con su tía y estaba muy cansada, iba a intentar descansar un par de horas. Para almorzar tenía que ir a casa de su hermana.
«Entonces, ¿tampoco hoy nos vemos?»
«No sé. Podrías venir a recogerme en Via Squarcia».
«¿A qué hora?»
«¿A las dos y media?»
«Pero te ruego que no me hagas esperar como de costumbre».
Aquella maldita Via Squarcia, aquellas tormentosas subidas y bajadas en la acera opuesta las recordaría mientras viviera, pero no le dijo nada. Antonio no veía la hora de verla, de arrojarle a la cara lo que sabía, de verla desenmascarada, por fin. La odiaba, le habría gustado verla muerta, con gusto la habría estrangulado: los dos pulgares hundidos en su blanco cuello liso, la boca abierta de par en par con su boquita, con todos sus bonitos dientes.
Pero, al cabo de una hora, Laide le telefoneó de nuevo. Por desgracia, a las dos y media no podían verse. Debía correr de nuevo al hospitaclass="underline" su tía había empeorado. Antonio debía tener paciencia: peor, en el fondo, lo pasaba ella, Laide, que había de llevar aquella vida día y noche».
«Bueno, pero me parece que estás exagerando».
«¿Cómo que exagerando? Me gustaría verte a ti solo en el hospital como un perro».
«No, digo que exageras conmigo. Ya me parece…»
«Oh, Antonio, no me digas eso. Precisamente cuando estoy muerta de cansancio y un dolor de cabeza me tiene deshecha, si también tú te pones a darme disgustos…»
«En una palabra, ya veo que tampoco vamos a vernos hoy».
«No, mira, sé bueno y hazme un favor. ¿No podrías ir a mi casa hacia las tres y media? Picchi no ha comido desde ayer. En la nevera encontrarás un paquetito con carne picada. Espérame allí. A las cuatro voy o te telefoneo».
«¡Qué vas a venir!»
«A poco que pueda, te prometo que voy… ¡Como si de mí dependiese!»
A las tres y media en casa de Laide. El perrito estaba comiendo. Era uno de los primeros días suaves, no se podía decir que fuese la primavera, porque en Milán ésta no existe y, aunque hubiese sido la más radiante, para Antonio no habría existido, pero el invierno ya se había acabado.
Se paseó por el piso contemplando las numerosas cosas estúpidas y bonitas que recordaban a los días perdidos para siempre: las muñequitas, los muñecos, las estatuillas, los frascos de perfume, el vestido amarillo y naranja, el vestido verde con flores, el vestido rojo.
Abrió el armario, levantó la manga del vestido amarillo y naranja, la tocó, la olfateó, le dio un beso: total, nadie lo veía. Sí, aquélla era en verdad la última vez, tenía que ser por fuerza la última vez.
Entonces se le ocurrió que abajo, a la izquierda, en el armario Laide tenía las fotografías y las cartas. ¿Indiscreto? Ese escrúpulo, en su situación, habría sido el colmo de la imbecilidad.
Encontró la caja de cartón con todos aquellos recuerdos. Se sentó al borde de la cama y empezó a examinar y leer.
Había una extraña carta de ella sin acabar, sin fecha, dirigida a un tal Stefano Doglia. Parecía el intento de reanudar una vieja relación.
"Sí", estaba escrito, "tú me llevabas a comer y de paseo, pero todas las veces era lo mismo. Tú seguías hablando del trabajo con tus amigos, a mí ni siquiera me dirigías la palabra, pero, ¡pobre de mí, si se me ocurría hablar con alguno! Sabes que yo estaba enamorada de ti, pero tus continuos y absurdos celos eran una gran pena para mí".
"Entre dos que se quieren", continuaba con un repentino cambio de tono, "la confianza recíproca es lo esencial. En cambio, tú me tratabas siempre como a una puta, bien se veía que yo para ti era sólo…" Y allí se interrumpía el escrito.
Abrió otra firmada por un tal Tani. Era de la época en que Laide estaba en la clínica.
"Tu carta, amor mío, me ha excitado como nunca. Oh, si hubiera sabido antes que tú me querías siempre tanto. Sí, encantadora Laide, apenas me lo permitan los compromisos del trabajo y espero que sea en breve, volaré en seguida a Milán para reunirme contigo. Entretanto, recibe todos mis besos, todo mi cuerpo, ¡todo mi amor!"
Y después encontró las cartas de Marcello, debía de haber una docena, pero a Antonio le bastó una.
Marcello le escribía desde Módena para anunciarle que había reservado una habitación con dos camas en el hotel de Fonterana.
"Pero ten en cuenta -me apresuro a decírtelo- que en la obra ahora hacemos jornada continua, por lo que me resultará imposible dormir todas las noches contigo…"
Después pasaba al registro romántico:
"No puedes imaginarte, cielo, con qué ansia y deseo pienso en tus ardientes caricias, en el río negro de tu perfumada cabellera, en los pálpitos de tu tierno pecho, en el espasmo de tus interminables besos, en tus abrazos sin respiro…"
El teléfono.
«Hola. ¿Cuánto hace que estás en casa?»
«Media hora, más o menos».
«¿Has dado de comer a Picchi?»
«Sí. ¿Tú dónde estás?»
«Estoy aquí en el café de siempre, junto al hospital».
«¿Y no vas avenir?»