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– Debí llamarte primero.

– ¿Por qué? La prima de mi esposa es libre de venir cuando quiera.

También se dio cuenta de que su voz era diferente. Una vez había sido rica, sonora y musical. En ese momento era plana, como si toda la música de la vida hubiera muerto en él.

Una joven con aspecto agobiado salió de la cocina con unos platos. Se dirigió al exterior y comenzó a poner la mesa.

– A pesar de la sorpresa, Celia está preparando un banquete en tu honor -informó Franco-. Por eso se encuentra un poco tensa. Esta noche cenarán con nosotros mi capataz y su familia.

– Me encanta recordar las comidas que disfrutamos bajo los árboles.

– Siempre estabas nerviosa por las flores que colgaban del enrejado. Decías que te soltaban insectos.

– Eras tú quien lo hacía. En una ocasión deslizaste una araña por la espalda de mi vestido.

– Es verdad -reconoció con una leve sonrisa-. Fue para castigarte por decirle a mi madre que me habías visto con una mujer a la que ella no aprobaba.

– No pretendía traicionarte -protestó Joanne-. Se me escapó por accidente.

– Te pagué por el accidente. Mi madre me dio una bofetada y me gritó. Yo tenía veinticuatro años, pero eso no la detuvo.

Compartieron una sonrisa, y durante un fugaz instante se pudo vislumbrar al antiguo y humorista Franco. Luego se desvaneció.

– ¿Por qué no echas un vistazo mientras me lavo? Verás que la casa está casi igual.

– Ya lo he notado. Me alegro. Éste era un lugar feliz.

En cuanto soltó las palabras tuvo ganas de morderse la lengua. Fue como si Franco se hubiera convertido en piedra. Su rostro era el de un hombre muerto.

– Sí, fue feliz -corroboró sin inflexión alguna en la voz.

Se marchó, dejándola para culparse por su propia torpeza. La visita empezaba a resultar un desastre. Le había indicado que los iban a acompañar a cenar su capataz y su familia «esta noche», lo que sugería una invitación especial. Era evidente que su presencia representaba una tensión para él, y necesitaba algo que la aliviara.

Había sido una locura visitarlo.

Capítulo Tres

Joanne salió al exterior. El intenso calor del día se había mitigado y soplaba una suave brisa. En el pasado esos eran los momentos de mayor relajación y satisfacción en Isola Magia, pero en ese momento podía sentir la creciente tensión. Aun así, la belleza de la tierra seguía siendo la misma.

Allí estaba la terraza y el lugar exacto donde Franco estuvo a punto de besarla aquella aciaga noche. Aún crecían los geranios. Bajo la ventana del cuarto de invitados se alzaba el manzano. Joanne había visto a Franco allí la noche anterior a su boda, mirando hacia la ventana de Rosemary. Su prometida había salido y lo había contemplado con el corazón en los ojos, y ninguno se movió en mucho rato. Ella se había ido en silencio, pensando que era un sacrilegio espiar.

Intentó no prestarle atención a las miradas que recibía. Fue un alivio cuando Nico y Franco salieron de la casa y le indicaron a todo el mundo que se agrupara en torno a la mesa.

El pequeño tomó la mano de ella.

– ¿Puedo llamarte Zia? -preguntó con timidez, empleando el vocablo italiano para «Tía».

– Me encantaría. ¿Dónde me siento?

La llevó a la mesa y la presentó a todos como «Zia Joanne». Umberto, el capataz, estaba allí con su esposa y sus tres hijos. La familia la saludó con cortesía, pero con la expresión asombrada que ya empezaba a reconocer. Franco ocupó la cabecera, y Nico la situó entre su padre y él. Franco le sirvió una copa de vino con actitud atenta, aunque sin mirarla.

Como había dicho, Celia había preparado un banquete en un tiempo sorprendentemente corto. Crema de aceitunas negras, espinacas y ñoquis, y un plato delicioso preparado con trufas blancas, una especialidad local. Acompañaron todo con el vino de la zona.

Elise, la esposa de Umberto, trabajaba en los viñedos cuando Joanne estuvo allí ocho años atrás, y la recordaba. Le formuló unas preguntas educadas, y Joanne habló de su carrera y su trabajo en la casa de Vito. Franco le habló con cortesía, aunque le dio la impresión de que con esfuerzo. Nico intervino poco, pero cuando lo miraba lo veía sonriendo.

Fue como flotar en un sueño. Todo lo que sucedía era irreal. Conocía cada centímetro de ese lugar, pero resultaba como si nunca hubiera estado allí. Conocía a Franco, pero era un desconocido que no la miraba a los ojos.

Pero en un momento que alzó la vista descubrió que la había estado observando sin que ella se percatara. Había algo en sus ojos que no era frío ni desolador. Había desesperación y tristeza; reproche y miedo; pero también ira. Durante un momento él había perdido el férreo control y Joanne vio que estaba poseído por una furia amarga.

¿Furia contra qué? ¿El destino que se había llevado a la mujer que amaba? ¿Contra ella, por presentarse para agitar sus recuerdos?

De pronto se sintió embriagada. Sintió calor y se vio transportada a la última vez que se había sentado a esa mesa, tratando de ocultar los sentimientos que le inspiraba un hombre que no la amaba. Notó como si el mundo diera vueltas.

De repente todo se detuvo y volvió a su sitio correcto. Franco hablaba con otra persona. Quizá nunca hubiera pasado. Pero los latidos de su corazón le indicaron que él ya no era el fiero desconocido que quería aparentar, sino un hombre al borde de su resistencia.

Cuando al fin Umberto y su familia se marcharon, el sol se había hundido en el horizonte, dejando una tenue línea carmesí sobre las nubes.

Celia apareció con una bandeja pequeña en la que había una botella de prosecco, un vino blanco muy ligero y seco. Los italianos lo bebían de manera constante, y Joanne incluso recordó cuando le ofrecieron una copa mientras esperaba en una carnicería.

La casera plantó la botella y las copas en la mesa y añadió una bandeja pequeña con pastas, que dejó cerca de Joanne con aire de contenido triunfo. Mientras Franco servía el vino, ella probó una y la dejó.

– ¿Sucede algo? -inquirió él.

– Lo siento, pero no puedo comerlas. Soy alérgica a las almendras.

Franco probó una pasta y frunció el ceño al estudiar la capa de azúcar. Para sorpresa de Joanne su rostro se enturbió.

– ¡Celia!

La mujer mayor apareció a toda velocidad. Franco le formuló una pregunta en piamontés y Celia respondió con expresión de desconcertada inocencia. Al siguiente instante retrocedió, alejándose de su descarga de furia y se llevó las pastas de la mesa.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Joanne.

– No es nada -fue la seca respuesta.

– Pero no debes enfadarte con la pobre Celia porque yo no pueda comer las pastas.

– No ha sido por eso. Déjalo.

De momento ambos habían olvidado a Nico, que los miraba con ojos que veían demasiado para un niño. Se acercó a Joanne y susurró:

– Eran las favoritas de mamá.

– Sí -Franco hizo una mueca-. No sé en qué pensaba Celia. No se han servido en esta casa… en más de un año.

– Debió pensar que como soy la prima de Rosemary, tal vez me gustarían las mismas cosas -indicó con calma Joanne, aunque distaba mucho de sentirse relajada. Sospechaba lo que había imaginado Celia, y eso resultaba mucho más sobrecogedor.

– Sin duda ha sido eso -Franco se recuperó-. Nico, es hora de irse a la cama.

Pero en el acto el pequeño se arrimó más a Joanne con una sonrisa en los labios. De forma instintiva le abrió los brazos para dejar que se subiera a su regazo.

– Deja que se quede -le suplicó a Franco-. Solíamos acurrucamos así cuando Rosemary lo llevó a visitarme.

– Entonces era un bebé -indicó con el ceño fruncido.