Natalie-Nastasia. Motsamai dijo que ya había llegado, estaba en el cuarto de baño de señoras.
Cuando entró, fue recibida por los ojos de un padre: encajaba con la joven que Duncan había llevado a la casa una o dos veces. Era ella, de acuerdo. Estaba cerrando la puerta con una mano curvada con gracia a su espalda, Motsamai le agradeció el detalle con una sonrisa. Así pues, Motsamai, él también, sentía la atracción que, por lo que parecía, ejercía sobre algunos -muchos- hombres.
Los mismos hombros caídos de una modelo de Modigliani (y había una reproducción de un desnudo de Modigliani, inadvertido hasta aquel momento, en el dormitorio que había saqueado). Harald no era de los que se fijaban mucho en la ropa de las mujeres, sólo en el efecto que producía, pero le pareció que llevaba el mismo tipo de ropa que en otras ocasiones, piernas perfiladas por algo parecido a las mallas de una bailarina y una camisa ancha desabrochada sobre la gran uve de una garganta moteada por el sol. El cabello era algo distinto -tal vez antes fuera de otro color, pero ahora era negro como el betún-, pero los ojos, la mirada que le dirigió, eran reconocibles, sin duda. Quizá había un lugar en la memoria donde existiera un álbum de fotos barato con todas las novias de Duncan, aunque nunca lo hubiera abierto. Ésa fue la impresión que le produjo: ojos oscuros con destellos amarillos (los colores del pisapapeles de ojo de tigre del escritorio de Motsamai), secretos tras unas pestañas muy espesas, arriba y abajo, que se enmarañaban en los extremos externos. Y estos extremos de los ojos caían ligeramente, fuera debido a sus músculos faciales o por la expresión que adoptaba permanentemente; los ojos eran una afirmación legible, según quien la recibiera: podían ser perezosamente, vulnerablemente atractivos o calculadores, vigilantes.
Cuando Duncan llevaba chicas -sus mujeres- al adosado del conjunto residencial, no era (en el fondo) como si las trajera «a casa», ellos dejaron su «casa» cuando él creció, «casa» era el edificio que vendieron, que abandonaron porque se había convertido en una carga que ya no era necesaria. Que apareciera por ahí a comer o a cenar acompañado de una chica no significaba que la presentara a sus padres como si tuviera con ella un compromiso serio, pero tampoco quería decir que fuera un pasatiempo pasajero; si éstos existían, no justificaban el grado de intimidad que implicaba ser admitido, aunque fuera de modo informal, en la zona de su vida que compartía, comprometido por el pasado, con Harald y Claudia. La habría llevado, aunque sólo fuera por eso, porque consideraba que tenía una personalidad interesante; en realidad, eso era lo que él, Harald, pensaba del criterio que seguía un hijo cuando presentaba una amante a sus padres.
¿Y qué pensaba Claudia de todo aquello? Se había referido a la chica como «esa putilla que se había juntado con Duncan». Cómo podía haberse formado esa opinión en las pocas veces que Duncan había traído a la chica al adosado; ah, más una ocasión en que Duncan compró entradas para el teatro y los cuatro fueron a ver una obra juntos, ocasión en que escucharon y miraron, y no hablaron demasiado. Las mujeres se ven mutuamente unos rasgos que uno no puede atribuirles si no pertenece a su sexo, sean o no justas dichas atribuciones. Fuera lo que fuere esa chica, Claudia la había juzgado la causa de las terribles consecuencias que había acarreado el que Duncan se hubiera mezclado en su vida.
Pero cómo creer, Claudia, al mismo tiempo, que Duncan no podía haber cometido aquel acto, el acto final de todos los actos humanos, el irreparable, el irreversible, y, a la vez, que aquella chica, aquella putilla, fuera lo bastante importante para él como para que la conducta de ella lo convirtiera en sospechoso de haber cometido ese acto. La inquietud torturadora que aquella idea causaba a Harald estaba fuera de lugar en aquel momento y situación: había dejado de prestar atención a lo que estaba sucediendo mientras los tres, él, la chica, Motsamai, estaban sentados juntos en el bufete del abogado. ¿Qué acababa de decir Motsamai? Como es obvio, el señor Lindgard y su esposa están interesados en conocer su versión de lo que sucedió aquel jueves por la noche.
Manos finas entrelazadas, dedos con las puntas respingonas, apoyadas con calma sobre sus muslos.
– Ya se lo he dicho a usted. Puede darles esa información.
Respondía al abogado, pero se había dirigido al padre de Duncan; bajo los mechones del flequillo que se movían sobre su frente, aquellos ojos lo miraban sin apartar la vista. Si tenía que haber una maldición, vendría de ella. Rechazó aquel contexto rápidamente.
– No nos interesa tu conducta aquella noche. Sólo tus observaciones. Sobre el estado de ánimo de Duncan. Hasta aquella noche, ¿cómo estaba últimamente? Tú vivías con él, ¿qué clase de relación era ésa?
Y su rostro desnudo ante su mirada decía, entre ellos dos: ¿qué eres tú, qué le hiciste?
– Fue él quien me pidió que me fuera a vivir con él. Fue él quien lo decidió.
– Eso no basta. ¿Por qué fuiste?
– No lo sé. Él parecía ser una solución. Estoy segura de que no quieren oír la historia de mi vida.
Aunque allí la acusada era ella, no el que estaba en una celda, dijo esto último con un tono encantador que sedujo a los dos hombres, sus interrogadores.
– Sólo en la medida en que pueda ayudar al señor Motsamai en la defensa de Duncan. No sé si sabes que Duncan corre un grave peligro, ¡estamos hablando aquí como si tú fueras una desconocida para él, pero estabas viviendo con él, acostándote en la misma cama! ¡Por el amor de Dios! Para ser francos, tu vida es tuya, es cierto, pero lo que hiciste esa noche no pudo suceder porque sí. Algo habría en vuestra relación, alguna cosa habría, lo que hiciste tuvo que ser consecuencia de algo. ¿Estabais peleados? ¿Fue una crisis o sólo un incidente más que ambos habíais aceptado en otras ocasiones? ¿No te das cuenta de que esto es importante?
Escuchaba atentamente, pensativa, como si se tratara de una voz confusa en otra longitud de onda.
– Duncan se apodera de los demás. Los fuerza. No puede dejarlos en paz. Le gusta manipular, no puede evitarlo. Y se pone muy desagradable cuando te resistes, y considera que resistes cuando lo que él hace, lo que te ofrece, no es lo que tú quieres. Y cuanto más fracasa, peor se pone. Creo que no sabe cómo es. -Escenificó un estremecimiento.
– Pero te quedaste con él. Te quedaste con él hasta que te subiste a tu coche, te marchaste y lo dejaste solo esa noche, y no volviste.
Ella seguía mirándolo en plena cara, con las manos todavía entrelazadas con calma.
Cerró los ojos un momento. Las negras pestañas presionaron sus mejillas.
– Yo era libre.
– Así que tenías miedo de mi hijo.
– Él me tenía miedo.
Después de que se fuera, Harald permaneció sentado en el bufete de Motsamai, mirando los estantes llenos de libros jurídicos con sus papelitos indicando las páginas importantes que podrían determinar un resultado, aunque no sería la justicia; ya no podía pensar en la justicia como antes. La ley como juego de pistas cuyas cláusulas subsidiarias podrían conducir a través del bosque. Motsamai pidió café a través del intercomunicador y, a continuación, sin dar una explicación a su cliente, anuló la orden. Salió de detrás de su escritorio y se dirigió a un armario con tiradores de latón. En él había hileras de archivos y, en un compartimiento interior, unas copas colgaban de la base por una ranura, como en un bar elegante. Levantó en una mano una botella de whisky y, en la otra, una de coñac, ¿preguntando? Harald hizo un gesto con la cabeza señalando la de coñac. Motsamai sirvió a ambos un buen trago. Era una pequeña muestra de tacto, amable, silenciosa, inesperada en aquel hombre. Harald fue capaz de decirle: