Cada uno de ellos, Harald y Claudia, observa con recelo en el otro esta búsqueda sentimental en el pasado de lo que era Duncan; no porque busquen la debilidad del consuelo en el otro, sino porque podría revelarse algo vulnerable que incriminara a uno de los dos. Debe de haber alguien a quien culpar. Si Duncan dice que es culpable. A veces, a uno de ellos se le escapa algo que indica la existencia de esa búsqueda: mientras sacan el perro a pasear (han decidido desafiar la norma que impide tener animales en el conjunto residencial, es lo mínimo que pueden hacer: por su hijo), ella hace una repentina observación sobre el modo en que se expresaba el niño, especialmente cuando estaba intrigado por lo que acababa de aprender. «El papel es árboles, la lluvia es el agua que viene de la tierra cuando el sol la calienta. Entonces todo es otra cosa. ¿Y las lágrimas, cuando lloro?, ¿qué son?»
No recuerdo que tuviera nunca muchos motivos para llorar. Un niño feliz. Nunca recibió lo que podría llamarse un castigo.
Ella recordó su rostro, cuando era pequeño, alterado por un paroxismo escarlata, el contorno de la boca completamente blanco.
Porque eso me lo dejabas a mí.
Así que tú provocabas las lágrimas.
Contestar a eso equivalía a entrar en combate. Dejó que el perro, atado con la correa, tirara de ella hacia delante. Tanto el padre como la madre estaban preocupados por la conservación de la vida. Incluso él, en cierto modo, asegurando (con beneficio para él, sí; pero también le pagaban a ella por la mayoría de sus servicios) que la gente recibiera una compensación por las desgracias que pudieran acontecerle y, últimamente, aportando dinero para que las personas sin techo tuvieran casa. El ejército: el ejército. Sin duda, ahí fue donde la ética de la vida que el hijo había absorbido de sus padres cambió por completo. Cuando hizo el servicio militar le enseñaron a matar; ya fuera bajo capa de un desfile, de unas maniobras, de unas prácticas de tiro (el calibre del arma encontrada en el macizo de helechos se ha averiguado ya), lo que le dieron fue la licencia para provocar la muerte. Le dijeron que hay circunstancias en las que está justificado por la ley, tanto la del hombre como la de Dios, aunque la supuesta sanción de Dios tal vez no hubiera llegado hasta él, hasta Duncan, porque, aunque Harald había hecho de él un lector, ¿había conseguido hacer de él un creyente?
La guerra, el derecho a arrebatar la vida: una perogrullada.
Si Harald saca el tema, es también él quien lo entierra bajo sus pies.
¿Llegó a ver alguna acción bélica? Sabemos que no, damos gracias a Dios de que así fuera.
Tú le dijiste que el ejército sería una experiencia embrutecedora.
De acuerdo. ¿Qué alternativa podíamos haber tomado? No querías que lo enviáramos fuera, ¿no? Fuera del país. Una experiencia embrutecedora, una confusión moraclass="underline" pero millones de individuos la han resuelto. El sólo disparaba al blanco.
Nos dijo que tenía forma humana.
Ha sucedido algo terrible.
Queridos mamá y papá:
Ha sucedido algo terrible. Fue el domingo, estábamos jugando al fútbol, jugaba el segundo equipo, el mío. Un niño de la escuela de los pequeños entró en el gimnasio a coger algo y de repente lo oímos gritar, oímos los gritos hasta en el campo. Vio a alguien que colgaba de la viga en la que se cuelga el saco de arena. Era Robertse, de la clase 5. Estaba colgado del cuello. El viejo McLeod y los otros maestros entraron, pero a nosotros nos echaron. Pero los vimos sacar algo en una manta. Vino una ambulancia y la policía. Pero nos dijeron que debíamos quedarnos en nuestra habitación o en la sala común.
La segunda página de la carta se ha perdido, aunque Claudia debió de guardar la carta como algo cuya importancia trascendería la época del colegio, la infancia. Estaba entre la documentación de la protección que los padres dan a un hijo, los compromisos que asumen por él. Las sucesivas dosis de la vacuna de la polio, la ficha del tratamiento de ortodoncia, el resguardo de la vacuna antitetánica y contra la hepatitis, como precauciones que tomaron cuando fue a un campamento del colegio en Zimbabue. Claudia se acordó de la carta y la buscó entre otros trozos de papel que, tal vez, no había motivo para conservar.
Cuando Harald y Claudia recibieron esa carta, se sintieron extrañamente inquietos; Claudia veía ahora que ésa era la otra vez que había olvidado, la primera vez que fueron invadidos por un acontecimiento que no tenía cabida en el tipo de vida que llevaban, el tipo de vida que creían haber garantizado a su hijo. (Una educación liberaclass="underline" de un liberalismo que no abarcaba a los negros, como Motsamai, ahora se daban cuenta.) ¿Qué pudo ser lo que llevó a un colegial, a un compañero de su propio hijo, protegido en el mismo ambiente, con la propia experiencia cuidadosamente limitada, las mismas costumbres y convenciones selectivas y civilizadas -no habrían llevado a Duncan a ningún colegio partidario de los castigos corporales-, qué pudo ser lo que llevó a un chico a ponerse una soga alrededor del cuello? Reflexionar sobre ello producía horror. La incomodidad que sintieron procedía de la súbita conciencia de que hay peligros, inherentes, en los jóvenes mismos; peligros procedentes de la misma existencia. No hay segregación posible de ellos. Y nadie puede conocer, a través de la experiencia ajena, aunque sea la del propio hijo, qué son estas desesperaciones e impulsos primarios, destructivos. Harald y Claudia: podrían haber sido los padres del chico, eran los clones de éstos, pagaban las mismas facturas escolares, aprobaban la filosofía educativa progresista del mundano equipo docente, habían escogido un colegio mixto para que un muchacho varón sin hermanas se mezclara de modo natural con el otro sexo. Lo que los asaltó fue el miedo: miedo de que amenazara a su hijo algo que desconocieran, contra lo que nada pudieran hacer. Le escribieron -¿escribió ella?- o fueron a verlo. Claudia se oyó decir: Harald, quiero que digas a Duncan que, le pase lo que le pase, haga lo que haga, no importa lo que sea, puede acudir a nosotros. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Estaremos siempre contigo. Siempre. Y así sintieron que Duncan estaba seguro. Ellos lo habían colocado en un lugar seguro.
Te acuerdas de aquella vez, cuando pasó lo del chico llamado Robertse, lo que le dijiste a Duncan.
Recuerdo que fuiste tú quien se lo dijo, nos dieron permiso para llevárnoslo a comer. Estábamos en un restaurante con jardín por ahí: no había otro sitio adonde ir. No era el lugar más adecuado. Qué más da.
No, no, lo habíamos pensado detenidamente, decidimos que teníamos que decirle algo que no olvidara nunca, y fuiste tú.
¿Por qué iba a ser yo? Fue su madre, eso sería lo más obvio.
Porque tú eres el hombre y él era el niño. Quizá por la idea de que compartíais -yo qué sé- algún tipo de experiencia masculina, algún tipo de expectativa que yo no tenía.
Qué importaba quién pronunciara el ruego; lo hicimos los dos. Ese fue el documento que sacó cuando dijo en la sala de visitas de la cárceclass="underline" si no hubierais vuelto, lo habría entendido.
Cuando a uno le toca una desgracia que parece sobrepasar toda medida, ¿no hay que recitarla en voz alta?
La dependencia de Harald de los libros se convirtió en eso exactamente, en el sentido patológico: la sustancia de las explicaciones literarias de los escritores sobre el misterio humano hacía posible que él, tras leer hasta altas horas de la noche, se levantara por la mañana y se presentara en la sala de juntas. Volvió a los viejos libros para releerlos; la mise en scéne en otra situación lo sacaba de un presente en el que su hijo estaba a la espera de juicio por asesinato. Pero, igual que su hijo, encontraba sus propios fragmentos que serían omnipresentes en él, aunque no los copiara junto con otros en el cuaderno guardado bajo llave en su despacho: «… El hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en dar la muerte y no lo paga demasiado caro si muere. Que muera, pues, porque ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.