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Pero Harald tampoco ha contestado la que ella le ha hecho, en otro momento. Eso debe de significar que él cree que ella tiene mayor responsabilidad que él en lo que le ha sucedido a Duncan, en lo que se ha convertido Duncan. Ella sigue este razonamiento en voz alta: en lo que se ha convertido Duncan, sea lo que sea, ninguno de nosotros quiere admitir lo que podría ser. Quiero decir que cómo puede nadie, cómo puede esperarse que nosotros…

Él, gran lector, corrige su imprecisión con su vocabulario superior.

Demasiado ingenuos en nuestra seguridad.

Claudia resiste el impulso de decir muchas gracias; la falta de aprecio por uno mismo es mala para la salud, que le aproveche.

Durante toda su vida, deben de haber considerado -definido- la moral como aquello que domina las pasiones. Lo que las controla. Tanto si esta creencia inconsciente viniera de las enseñanzas de la palabra de Dios o de un principio de contención que el racionalista se impone a sí mismo. Y esto puede seguir así, sin que se ponga en cuestión en absoluto, hasta que sucede algo en el límite de la transgresión, de la rebelión: la catástrofe que se encuentra en el destrozado límite de toda moralidad, la indescriptible pasión que quita la vida. Las cosas que han puesto a prueba su moral -cada uno de ellos conoce las del otro- son ridículas: si Harald debía permitir que su contable desgravara los gastos de representación, si el médico debía dar una carta certificando una ausencia del trabajo por enfermedad cuando el paciente había cedido ante la tentación de un día de vacaciones. Pero ¿dónde deja de ser trivial lo que se halla en un extremo de la escala? No han necesitado pensar en ello, durante toda su vida, ninguno de los dos, porque este dominio nunca ha tenido que ser puesto a prueba. ¡No, Dios mío (el Dios de él), claro que no! ¿Dónde empiezan de veras los tabúes? ¿A partir de qué punto su hijo atravesó los límites de sus padres para ir más allá de lo que ellos pudieran nunca prever? ¡Oh!, ahora sienten que son dueños de él, como si fuera de nuevo el niño pequeño que formaban mediante el precepto y el ejemplo, mediante lo que ellos mismos eran. Padres. Puesto que estuvieron juntos en esta conspiración adulta, ninguno de los dos puede absolverse de que su hijo haya ido más allá de sus límites, como tampoco pueden absolverse de las acusaciones que se hacen a sí mismos. Por separado, han perdido todo interés y concentración en sus actividades, y están atados por grilletes, aunque se sienten solos, en una proximidad inevitable que les produce rozaduras. Se sienten atacados por observaciones fuera de lugar en conversaciones con otras personas que afectan, naturalmente, al mundo normal en el que se mueven sin derecho. Heridos, llevan esos ataques a casa, al adosado, y desde el silencio, por encima del ruido de la cubertería, sobre los platos o la voz del locutor declamando en la pantalla del televisor, lanzan afirmaciones fuera de contexto.

Tienes un importante paquete de acciones de empresas tabacaleras ¿verdad? Y conoces gente que ha muerto de cáncer de pulmón. Y en vuestras oficinas no hay señales de que nadie fume. Pero los dividendos están muy bien.

Hay un contexto; están en él. Él nunca habría creído que ella pudiera llegar a ser una mujer rencorosa. Se prepara, aunque no está seguro del tema exacto, debe de pertenecer al único tema que tienen.

Harald se ríe. Cansado y desanimado. Estamos comiendo un pollo que has comprado tú. Supongo que será uno de esos criados en granjas en crueles condiciones. Enjaulados.

La última palabra pone el dedo en la llaga. Qué importan los pollos cuando tienes que hablar con tu hijo dentro de las cuatro paredes de una cárcel.

Me gustaría saber, resulta que me interesa, si matar es el único pecado que admitimos.

Es el máximo, ¿no? Eso es lo que quieres decir.

No, no es eso.

Mentira, robo, falso testimonio, traición…

Sigue: adulterio, blasfemia, tú crees que existe el pecado. Me parece que yo no. Sólo creo en el daño; no hagas daño a los demás. Eso fue lo que se le enseñó, eso es lo que sabe, lo que sabía. Así pues, ¿quitar la vida es el único pecado que admite la gente como yo? Los no creyentes. No como tú.

Claro que no. He dicho: es el máximo. No hay nada más terrible.

Ante Dios. Ella lo empuja.

Ante Dios y ante el hombre.

Creía que para los creyentes existía la salida de la confesión, el arrepentimiento, el perdón de allá arriba.

Para mí, no.

¡Ah! ¿Y por qué? Claudia no quiere dejarlo escapar.

Porque no hay recompensa para la persona a la que le han arrebatado la vida. No tiene nada. El único que recibe la gracia es el que mató.

En este mundo. ¿Y qué pasa con el otro? Harald, no aceptas tu fe.

No, en este tema, no.

De manera que pecas con tus dudas. ¿Sólo en este caso? La mirada de Claudia es explícita.

No, siempre. Tú no lo sabes porque nunca ha sido posible hablar contigo de estas cosas.

Lo siento mucho, lo único que he podido hacer ha sido respetar tu necesidad de este tipo de creencias. No podía seguir una argumentación sobre algo que estoy convencida de que no existe. De todos modos, tú te has permitido la misma libertad que yo tengo para decidir lo que importa y lo que no. Incluso con tu Dios detrás.

¡Oh, déjame en paz! Soy un asesino porque ves gente que muere de cáncer de pulmón.

¿En qué punto esta permisividad se convierte en algo serio, Harald?

Si Dios te permite perdonarte tantas cosas, ¿cómo convences, a quien no quiere seguir el ejemplo, de que tú no tienes que seguir las normas porque la gente que te ha enseñado a seguirlas tampoco lo hacía? Claro está, saben cuándo detenerse. Porque nada en su vida va más lejos. Están seguros. Hacen dinero con cigarrillos, eso no es pecado para un buen cristiano.

Claudia no lo mira mientras habla. Tiene la cabeza vuelta hacia otro lado. Si fuera para controlar las lágrimas, rompería la tensión que es, al mismo tiempo, hostil y excitante; el corazón de Harald brota como un geiser en su pecho, contra ella. Ella no ofrece lágrimas; no quiere mirarlo. Lo sucedido ha traído al orden del adosado algo que no estaba previsto que contuviera; ella tiene razón en esto: la vida que llevaban juntos no estaba preparada para llegar tan lejos, hasta este límite. La gente ambiciona que sus hijos lleguen más lejos de lo que ellos han llegado; el suyo ha hecho de este propósito un horror.

Claudia ha dicho en una ocasión, ¿qué le he hecho yo que tú no hicieras? Ahora, Harald quería decir, con la mesurada voz que podía utilizar con la fuerza de un grito: ¿Y qué es lo que yo no he hecho por él que tú tampoco has hecho? ¿Por qué me lo preguntas a mí? Porque yo soy el hombre. Ese repentino recurso a una táctica femenina. Te pones la piel de cordero de la debilidad cuando te conviene. Yo soy el hombre y por lo tanto soy responsable, compro acciones cuyos beneficios tú gastas, dinero que mata, hice de él un asesino, un pollo muerto y un hombre con la cabeza atravesada por una bala, ¡al infierno!

La hostilidad ha succionado toda comunicación hacia su vacío. Si él hubiera abierto la boca, Dios sabe lo que habría salido de ahí.

De manera que Harald es capaz de creer que su hijo lo hizo y que debe ser castigado. No es posible cambiar la confesión (ya hecha), el arrepentimiento, por perdón. Menuda compasión la del Dios de Harald y su Único Hijo, concebido, no mediante la penetración y el esperma (porque eso es humano y sucio), sino por quien asumió todo pecado humano para limpiar a todos los demás que pecan. Menuda fe religiosa que había seguido el padre, en su superioridad moral, yendo a rezar y a confesarse (¿de qué?) cada semana, llevándose al niño con él a fin de darle una guía para su vida, el amor fraterno y la compasión decretadas desde arriba mientras la madre daba una vuelta en la cama y seguía durmiendo. Ella llevó dentro de sí la maldita apostasía del padre como había llevado el feto que él le había implantado cuando ella tenía diecinueve años.