Выбрать главу

El gran ojo del sol estaba empañado tras una catarata de nubes: el resplandor difuso confundía los planos del rostro, de manera que, durante unos instantes, Harald y Claudia no estuvieron seguros de cuál era aquella cara negra. Estaban en el aparcamiento, entre camionetas de la policía; Harald había cerrado el coche con el mando electrónico, por rutina, y miraban hacia la fortaleza. La expresión de reconocimiento les dio la bienvenida; ellos y el hombre se acercaron a través del espacio, que siempre parecía tan largo, comprendido entre el punto de llegada y las puertas de entrada. Khulu. Dladla. De la finca en donde estaba la casita. De la casa, el sofá. Se marchaba después de hacer una visita a Duncan. Duncan volvía a estar en una celda, después de ir al manicomio. Ellos iban a ver a Duncan. Un arrebol cálido y extraño acompañó a su coincidencia. Harald no lo había visto desde que esperó en la casa, contemplado por aquel otro ojo, el ordenador; Claudia probablemente no lo había vuelto a ver desde que alguna vez lo invitara su hijo a la casa, en un tiempo anterior a lo que había sucedido. Ella no había encontrado ningún motivo, nada que aprender del enfrentamiento con el lugar, sería como si la obligaran a mirar la tumba donde, tras una autopsia debidamente hecha, se hubiera metido a un hombre para relegarlo al olvido. La víctima desaparece, el perpetrador permanece. Tras lo que había presenciado, aquel lugar sólo podía suscitar su revulsión y no podía arriesgarse a sentir tal revulsión contra quien afirmaba haber cometido aquel acto.

Nkululeko Dladla, Khulu. Él también había llevado a la cárcel lo que faltaba, al propio Duncan, que existía en algún lugar del exterior. Cualquier evocación de la casa que llevara consigo se había evaporado en el resplandor de la gravilla de la cárcel; sentían hacia él cierta gratitud. No tenían a nadie más; sólo a Hamilton.

En la abertura de una camisa desabrochada, sobre el amplio pecho, el diente curvo de algún felino, engarzado en oro, se enmarañaba con una adornada cruz etíope. Junto con la sofisticación del brillo de los gemelos y un anillo con una piedra roja, aparecía el convencionalismo antimaterialista de los tejanos raídos y las zapatillas de deporte: era la normalidad, una forma de cotidianidad contemporánea, de libertad, que aparecía en la esterilidad de ese espacio ante los muros ciegos, como una margarita abriéndose paso entre las piedras.

– Qué va, está bien. Claro que sí. De verdad. Habría venido antes, pero no sabía si le gustaría. Verme y tal. Está bien.

Él era uno de los dos amigos que habían encontrado a su otro amigo con la sandalia colgando del pie por la correa, muerto por una bala procedente de un arma que, sin que eso tuviera mayor importancia, pertenecía a todos los que utilizaban la casa, compartida fraternalmente, como los paquetes de cigarrillos que había por ahí y las bebidas de la cocina. Él era uno de los dos amigos que corrió a la casita para decir a su otro amigo que había sucedido algo terrible.

Y, de repente, mientras estaban de pie tan juntos, protegidos, delante de la cárcel de la que él acababa de salir y en la que ellos estaban a punto de entrar, su rostro, muy cerca de ellos, luchó para evitar un cambio de tensión en los músculos, y sus ojos, horrorizados por lo que le sucedía, se abrieron, llenos hasta el borde. Sorbió las lágrimas por la nariz sin vergüenza alguna, como un niño.

Claudia le puso una mano en el brazo.

Pero un hombre no puede ser tratado con condescendencia ni humillado por el silencio de otro hombre: también Harald había quedado cegado de esa manera un día, cuando volvía conduciendo de la cárcel, cuando empezó la espera del juicio.

– Estoy seguro de que se ha alegrado de verte. Has sido muy amable al venir. Gracias.

La actitud de Duncan impidió que sus labios expresaran su preocupación sobre cómo había transcurrido la dura prueba del escrutinio entre esquizofrénicos y locos. Y no les dijo que había pasado un visitante antes que ellos. Tenía una lista preparada de cosas que quería que hicieran, y el tiempo se le echaba encima; ya sabían tan bien como él lo pronto que los vigilantes cambiaban el peso de un pie al otro: de vuelta a la celda. Su forma de expresión tenía un carácter práctico que resultaba distante. Como si las pruebas de los médicos lo hubieran sacado de un estado de estupor, allí, en ese lugar donde se expone la mente humana en todas las alarmantes distorsiones de su complejidad. Tenían que ponerse en contacto con Julian Verster (¿sabrían cómo hacerlo? Si no estaba en casa, en el trabajo, el estudio de arquitectos) y pedirle que cogiera lo que todavía estaba en su mesa de dibujo, en la de Duncan. Planos. El trabajo que estaba haciendo.

– Puedo hacerlo aquí. No pueden impedírmelo. Motsamai lo ha arreglado. Y decidle a Julian que me traiga todo lo que necesito, todo, hasta el último lápiz. Motsamai ha arreglado lo de la mesa.

Harald anotó los pagos que había que hacer: el plazo había vencido. El tiempo debía de haberse destruido con todo lo demás en la vida de Duncan y ahora debían tener en cuenta otra vez el sentido de todo lo que había pasado, lo que se había detenido en seco en el momento de cometer el acto. El seguro del coche. Y habría que ponerlo sobre unos bloques. Para proteger los neumáticos. Desconectar la batería. A menos que ella quiera usarlo: durante un momento, el hijo se dio cuenta de su presencia, recordó, como si hubiera que tomar en serio el entusiasmo de su madre cuando intentó en una ocasión conducir el deportivo italiano de segunda mano; un vehículo para transportar la vida anterior de un hombre joven.

– La póliza debería de estar en un cajón. En el dormitorio. Un archivador con otras cosas.

Harald no necesita apuntarlo, ya ha estado allí, mirando lo que no estaba destinado a sus ojos.

Había cartas que echar al correo. Las autoridades de la cárcel permitían que se las entregara, cuando se está allí a la espera de juicio todavía quedan algunos derechos personales, y Harald puso los sobres bajo la solapa del bolsillo de su chaqueta sin mirarlos. Su hijo miró las cartas guardadas, como si fuera un barco que desapareciera de su horizonte; no hay horizonte dentro de las paredes de una cárcel. Y sabe que los dos mirarán a quien ha escrito las cartas, una vez que estén fuera de ese lugar. Y querrán saber, querrán saber desesperadamente qué hay dentro, qué tiene que decir alguien como él a esos nombres que reconocen o no. (Todo el mundo quiere saber qué hay dentro de él, todo el mundo.) Querrán saber porque lo que piensa es lo que escribirá y lo que piensa en la celda es lo que él es, el misterio que es él para ellos, mi pobre madre y mi pobre padre.

Prometieron a un niño de doce años que, hiciera lo que hiciera, cualquier cosa, fuera lo que fuere, siempre estarían con él. Y allí están, sentados delante de él en la sala de visitas de la cárcel.

Plano.

El plano que su hijo va a dibujar en la celda de una cárcel -un edificio de oficinas, un hotel, un hospital-, lo que sea, habla de algo que sucederá. Más adelante. Confianza. Acero, cemento y cristal, bajo esta forma; sin embargo, también es la asunción de un futuro.

Mensajeros.

La secretaria del asesor jurídico envió el mensaje por fax, y la secretaria de Harald Lindgard le llevó la misiva al despacho. Entró sin hacer ruido, como muestra de respeto, y lo dejó delante de él como habría hecho con una carta para que la firmara pero, naturalmente, sabía a qué hacían referencia esos mensajes. El señor Motsamai había dedicado a Harald y Claudia «las horas de la tarde», de las tres y media en adelante. Como de costumbre, el vigilante del garaje subterráneo del bufete les reservaba sitio para su coche si la secretaria del señor Lindgard llamaba para dar el número de la matrícula. Cualquiera que sea el augurio que lleven los mensajeros, no tienen ninguna responsabilidad, no pueden ayudar; todo lo que podía hacer ella era llamar al guarda con la información necesaria que, naturalmente, memorizaba como parte de su trabajo.