Motsamai estaba sentado con los muslos muy separados, inclinado hacia ellos, movido por el énfasis de su cuerpo, tal como lo hacía desde detrás de la mesa en su bufete; el brillo de los esfuerzos del día relucía en la obsidiana de su rostro, su negrura tenía el sello de la autoridad en la habitación.
– El dice que es culpable. Eso es todo. Voy a demostrar por qué. Voy a demostrar quién es también culpable. Cómo es posible.
– Así que, ahora, la odia. Esté dispuesto o no a echarle la culpa por lo que hizo. La odia por lo que él vio. -Claudia miró a Harald.
Motsamai contestó dirigiéndose a ambos, pero reflexionó primero.
– No habla sobre ella. No quiere pensar en ella, ésa es la impresión que tengo. En esta dirección no he tenido éxito con él. Así que deduzco que lo deja en mis manos. Sabe que yo también la interrogaré.
– La odia. O la quiere.
La lacónica disyuntiva que plantea Claudia carece de importancia para Motsamai.
– Naturalmente, sabe también que citaré a Khulu Dladla. Ejeee…
– Para lo de la aventura con Jespersen.
– Oh, claro. Claro que lo haré, Harald. Jespersen tiene… tuvo también influencia en el estado mental, naturalmente. Mu-chí-si-ma influencia. El, y también la chica. Una combinación fatal. ¿No hay motivos para pensar que, no contento con dejar plantado a su amante, buscó un placer suplementario al acostarse con la mujer de su ex amante? Quizá fue por desprecio o algún tipo de venganza: el amante ha abandonado al grupo de la casa y, por así decir, ha cambiado de bando sexual. ¡Preferir a las mujeres! Quién puede seguir estas variaciones bisexuales. Los dos eran amantes de Duncan. Quizá los dos tenían algún resentimiento contra él, ya sabéis cómo son estas cosas, incluso en las cuestiones amorosas corrientes. Dios mío, si conocierais algunos de los motivos con los que tropiezo en mis casos. ¡Pero bueno! Esa pareja de sinvergüenzas pudo haber actuado por resentimiento, para divertirse con ello. Desde luego, no podía habérseles ocurrido mejor manera de herir, humillar y empujar a un hombre como él a la autodestrucción. Una confesión de culpabilidad puede ser una especie de suicidio. Eso es lo que veo en este caso y mi trabajo es salvar a mi cliente de ello. Por eso voy a interrogar yo también a la señorita Natalie James y voy a llamar como testigo al señor Nkululeko Dladla.
Suicidio. Pero no volvió el arma contra sí mismo en la casita, la tiró.
Claudia y Harald se encuentran de nuevo ante esa escena.
Suicidio. El Estado puede hacerlo por ti si eres declarado culpable de asesinato. Harald habla en nombre de los dos.
– No hemos hablado nunca de la sentencia. Qué pasa si los atenuantes son tenidos en cuenta. O si no lo son.
El rostro de Hamilton Motsamai y el ronco, tierno y grave, ejeee… mejee…, los envolvieron en un abrazo.
– Sé en qué estáis pensando. Pero la pena máxima hace tiempo que no se aplica, hay una moratoria, como sabréis, desde 1990, cuando se hizo inevitable descartar la vieja Constitución. Ahora depende del Tribunal Constitucional. En realidad, el primer caso que se verá allí es la cuestión de su ilegalidad bajo la Constitución provisional. La pena de muerte. Confío en que el Tribunal determine que es inconstitucional. Será abolida. Estará liquidada y despachada antes de que se dicte nuestra sentencia. Ejeee… Sigue en la legislación del país sólo temporalmente.
Cómo sabéis, ha dicho el asesor legal. Pero en qué medida se habían preocupado por ello, más allá de lo que lo hacía la gente civilizada -dudando en su interior que el crimen pudiera ser desterrado sin la disuasión del castigo máximo- apoyando concienzudamente los derechos humanos y las políticas sociales progresistas que habían sido violados en el pasado del país-. Hubo tanta crueldad en nombre del Estado en el que habían vivido, tantas palizas letales, interrogatorios mortales, un moribundo llevado mil kilómetros, desnudo, en una camioneta de la policía, presos comunes que habían pasado la noche cantando antes de que llegara la mañana de la ejecución, ahorcamientos en Pretoria mientras la segunda rebanada de pan saltaba del tostador… Pero la pena que cumplían los individuos desconocidos no era comparable con el crimen estatal. Nada de aquello tenía que ver con ellos. Asesinos, violadores y maltratadores de niños; si la doctora Lindgard había tenido, en una o dos ocasiones, contacto profesional con las víctimas y había contado a su esposo el daño hecho, ni él ni ella habían tenido en su órbita, ni siquiera remotamente, ninguna posibilidad de conocer a los autores de esos crímenes. (Y, tal vez, después de todo, ¿no sería mejor eliminarlos por el bien general?)
La pena de muerte. Incluso ahora, seguía pareciendo que no tenía nada que ver con ellos, con su hijo. Habían estado preocupados obsesivamente por el motivo por el cual hizo lo que hizo; cómo él, uno de ellos, su hijo, podía haber llevado a cabo un acto de horror: habían sido incapaces de reflexionar sobre nada más, sólo de manera abstracta, confusa, habían pensado rápidamente en qué tipo de castigo podría recibir. El castigo había parecido ser la celda de la cárcel que no habían visto, no podían ver, y la sala de visitas que era el único lugar donde, para ellos, Duncan tenía existencia material. Incluso Harald, que, en su fe religiosa, se preguntaba por el acto en relación con el perdón de Dios y cometía la herejía de negar que su gracia existiera para el que actúa de esta manera: «No va conmigo.» La pena de muerte: destilada en el fondo de la botella relegada al fondo del armario.
Hamilton Motsamai se ha ido. La puerta se ha cerrado tras él, los pasos se han hecho inaudibles, el coche debe de haberse alejado a través de las puertas de seguridad del conjunto residencial de adosados. El era lo que los separaba de la pena de muerte. No sólo había llegado él del Otro Lado; todo les había llegado del Otro Lado, la desnudez ante el desastre finaclass="underline" la impotencia, la indefensión ante la ley. La rara sensación que Harald había tenido mientras esperaba a Claudia en la catedral secular del vestíbulo de los juzgados, la de ser uno más entre los padres de ladrones y asesinos, se confirmaba ahora. La reacción de ir a la catedral para rendir culto entre la gente de la calle, que le había parecido una manera de evitar la amabilidad de sus acomodados congéneres, en realidad había sido el sistema para ocupar su lugar entre los resignados a la desgracia. Lo cierto de todo aquello era que él y su esposa pertenecían ahora a la otra cara del privilegio. Ni su blancura, ni la observancia de las enseñanzas del Padre y el Hijo, ni la piadosa respetabilidad del liberalismo, ni el dinero, que los habían mantenido en un lugar seguro -esa otra forma de segregación-, podrían cambiar su posición social. A su manera, la nueva situación era tan definitiva como los cambios forzosos del antiguo régimen; no era posible quedarse donde habían estado, sobrevivir tal como eran. Ni siquiera el dinero; que sólo podía pagarles el mejor abogado disponible. Podía pagar a Motsamai. Las circunstancias atenuantes de Motsamai se interponían entre ellos -Duncan, Harald, Claudia- y la decisión de otro tribunal, un tribunal que tomaría una decisión que no se basaría en las circunstancias atenuantes del acto de un individuo, sino en la moralidad colectiva de una nación, que es la sustancia de una Constitución: el derecho de un individuo a la vida, aunque ese individuo haya quitado la vida a otro, y aunque el Estado tenga derecho a convertirse en asesino, quitándole la vida a su víctima, colgándola del cuello a primeras horas de la mañana en Pretoria.
Pena de muerte.
Motsamai confía en que sea abolida. «Liquidada y despachada» (dado que es polígloto, probablemente lo que él tenía en la punta de la lengua era el expresivo giro utilizado en el slang inglés-afrikaans, «finished and klaar»). Sin embargo, mientras el hombre asesinado en ese sofá está bajo tierra, bajo los cimientos del adosado y de la cárcel, y Duncan está en una celda, aparece en la legislación del país, es el derecho de la ley, el derecho del Estado: el derecho a matar.