El tribunal se ha levantado para el descanso de mediodía. En cuanto el juez presidente se ha deslizado entre las cortinas, el ambiente se vuelve informal. Los grupos se reúnen y bloquean el paso entre las hileras de los asientos del público. Uno de los jueces vuelve del lugar en donde estén descansando para coger algún documento que le trae un mensajero, sonríe y levanta la mano en dirección a unos amigos, pero cuando éstos avanzan hacia él, mueve la cabeza y desaparece: no es adecuado que los jueces discutan el caso con nadie. El perfume a lirios se desplaza por la hilera con una apresurada disculpa, declarando ya por encima de Harald, en dirección a alguien que espera: ¡Pero qué gente sedienta de sangre…! La gente pregunta si hay algún lugar en el edificio donde se pueda tomar una taza de café, una mujer guapa de cabeza imperiosa, con mechones blancos, abre una bolsa y saca un tentempié de agua mineral y fruta para sus compañeros, y se muestra divertidamente grosera con el funcionario que le dice que está prohibido comer o beber en la sala. Todo esto se arremolina alrededor de Harald y se esfuma.
Han ido en busca del lugar donde satisfacer sus necesidades -aseos, comida, bebida-, como en cualquier otra interrupción. Sentado, solo entre las hileras vacías, ya no pasa inadvertido; es el centro de atención del brillante escenario, el vacío semicírculo de butacas oficiales se identifica ahora con las características de los hombres y mujeres a los que han sido asignadas. Se levanta, baja por las escaleras en lugar de coger el ascensor, sale a la irrealidad de la luz del sol y al contrapunto de voces de los hombres negros que trabajan en un agujero donde alguna instalación, de agua o electricidad, queda expuesta para ser reparada. Sol y mano de obra, eso es, han sido el clima de la ciudad, lo humano y temporal considerado eterno junto con lo eterno. Estarán siempre allí cavando y cantando. Durante unos pocos minutos, desconcertado por el sol, es fácil tener la ilusión de que no ha cambiado nada. Esos nombres, Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, dos criminales negros, están en las celdas; el joven arquitecto está en las oficinas de su empresa en algún lugar de la ciudad viva, dibujando planos.
La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tribunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.
Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.
Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.
Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos -asesinatos- que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente: