Выбрать главу

La dirección que aparecía en la tarjeta que les dio la secretaria de Motsamai se encontraba en una zona residencial de las afueras construida en los años treinta y cuarenta por hombres de negocios blancos pertenecientes a la segunda generación con dinero. Sus padres habían inmigrado en los años en que la minería del oro estaba pasando de los cedazos de los aventureros a convertirse en una industria que producía beneficios a sus accionistas y creaba una ciudad de consumidores; había vendedores ambulantes y tenderos -que se convirtieron en procesadores de maíz, sin el cual no podían subsistir los millones de negros que habían perdido las tierras donde cultivaban su alimento-, fabricantes de materiales de construcción, ropa, muebles, importadores de tabaco, radios, joyas, alfombras. Sus educados hijos contaron con los medios que les facilitaba el éxito de sus padres para permitirse la construcción de casas que consideraron capaces de expresar la distinción de la riqueza rancia: moradas como las que sus padres tal vez vieron desde sus cottages e isbas en otros países: las mansiones de los condes, las casas solariegas de los caballeros. Los arquitectos que contrataron interpretaron estas ideas de acuerdo con su propio concepto del prestigio y la fortuna, con las columnas de las casas de las plantaciones del Sur de Estados Unidos y los sólidos balcones adornados desde los que los fascistas italianos de la época lanzaban sus discursos. En los jardines, lo habitual eran las piscinas y pistas de tenis.

Algunas de las fortunas habían declinado, de modo que parte de las tierras se habían vendido, algunos de los hijos habían emigrado, a su vez, a Canadá o a Australia. Algunos nietos habían reaccionado contra el materialismo, tal como pueden permitirse los miembros de la tercera generación, y habían abandonado las zonas residenciales para vivir y trabajar de acuerdo con una conciencia social. Se produjo un intervalo durante el cual las casas resultaron inadecuadas para el gusto de los tiempos; se consideraban reliquias del nuevo rico, mientras que el dinero fresco se mostraba partidario de las fincas en el campo con establos, fuera de la ciudad; las casas se demolerían y la zona se convertiría en el emplazamiento de los complejos de las compañías multinacionales.

Sin embargo, parecía como si fuera a salvarla la inesperada solución ofrecida por el fin de la segregación racial. Llegó una nueva generación de dinero todavía más fresco, y ésos no eran inmigrantes de otro país. Eran los que siempre habían estado allí, pero se limitaban a mirar las columnas y balcones desde las casuchas y los distritos segregados en los que estaban confinados. Motsamai había comprado una de esas casas. Admirara o no esa arquitectura (los padres no tenían el criterio de sus hijos para juzgar el gusto de la gente), proporcionaba un espacio confortable para un hombre de éxito y su familia, y contaba ahora con el equipamiento habituaclass="underline" portones controlados eléctricamente para defender su seguridad contra los que seguían viviendo en barrios segregados y campamentos ocupados.

La charla entusiasta del televisor formaba parte de la compañía, sus niveles de brillo cambiantes eran otro rostro entre los suyos. Estaban reunidos en una zona, como reacción natural a las enormes dimensiones del salón donde se agrupaban islas de sillones y frágiles mesillas. Hamilton Motsamai se había quitado la americana, de la misma manera que se había despojado del personaje desempeñado durante todo el día, yendo y viniendo de defender a alguien en el Tribunal de Apelación en Bloemfontein.

– ¡Estás en tu casa, Harald!

Un mueble bar, que debía de formar parte del equipo original de la casa, estaba lleno de las mejores marcas; un hombre joven, que parecía menudo en comparación con la firme vivacidad de su padre, fue animado a ofrecer bebidas, entre una presentación y otra a los distintos invitados: un cuñado, la hermana de alguien, el amigo de otro; no estaba claro si todos ellos eran invitados o más o menos vivían en la casa. Motsamai pasó a su lengua materna para regañar, con tono de enfado, a varios jóvenes que estaban tendidos boca abajo sobre la alfombra, agitando las piernas con regocijo ante el grupo de pop que actuaba en la televisión, y no se habían levantado para saludar a los invitados.

La esposa y una hija -tantas presentaciones simultáneas- habían entrado con cuencos llenos de patatas fritas y cacahuetes. La esposa de Motsamai era una mujer de una belleza pasada de moda, de pecho amplio y cabello estirado y vuelto a rizar siguiendo la costumbre de las matronas europeas, pero la hija era alta y esbelta y, en ella, el antiguo y obligado énfasis que la naturaleza ponía en la fuente de alimentación, los pechos, se había atenuado conviniéndolos en algo insignificante bajo ropas anchas; llevaba los largos cabellos a lo rasta, recogidos como un perfil de Nefertiti, los sabios ojos de su padre emergían en una afirmación almendrada bajo unos párpados maquillados, y la delicada prominencia de la mandíbula señalaba rechazo a todo lo que habría determinado su vida en otros tiempos.

La mujer de Motsamai -Lenali, eso es- estaba molesta por la conducta de los niños.

– No importa, están divirtiéndose, no los interrumpamos.

¿No tenía ella, Claudia -oh, hacía tanto tiempo-, la misma reacción parental cuando su propio hijo hacía caso omiso de las aburridas convenciones del mundo adulto?

– Estos niños son tremendos, te lo aseguro. No sé qué aprenden en el colegio. No respetan nada. Si has tenido un chico, seguro que ya sabes lo que es: la madre no puede hacer nada con ellos y el padre… bueno, tiene cosas importantes en que pensar, ¿verdad? ¡Siempre es así! ¡Hamilton se limita a quejarse! ¡No sé si también a ti te trastornaba!

Esta mujer no sabe lo que le ha pasado al chico que «trastornaba a Claudia»; o, tal vez, si sabe algo (seguro que Hamilton le ha contado algo sobre la historia de los clientes que ha traído a casa), no llama la atención sobre sus dificultades al fingir que su hijo no existe, que lo que dice que ha hecho ha anulado todo lo que fue, tal como los viejos amigos se sienten obligados a hacer. Esa noche, allí, Duncan no es un tema tabú.

– Yo pensaba que era así porque el nuestro es hijo único y estaba demasiado con gente mayor: lo demostraba de la única manera que podía, haciendo caso omiso de ellos. No quería besar a las tías que le daban palmaditas en la cabeza y le preguntaban qué quería ser cuando fuera mayor… desaparecía en su habitación.

– ¡Oh!, yo encuentro que la adolescencia es la fase peor. En nuestra cultura, por ejemplo, no hay que dar besos a las tías, pero debes saludarlas de la manera adecuada, como se ha hecho siempre.

Harald hablaba con otros y lo oyó: Claudia reía mientras hablaba de Duncan.

– ¿También te dedicas a esto del derecho, con Hamilton? -Dicho por el cuñado, o quizá por otro pariente.

– No, no, a los seguros.

– También es buena cosa. Uno paga, paga durante toda su vida y, si vives mucho tiempo antes de morirte, los del seguro reciben más dinero tuyo del que te van a dar, a que sí.

Gran carcajada, cabeza echada hacia atrás.

– Ésa es la ley del rendimiento decreciente.

En la vida social que Harald había conocido hasta la fecha no era posible que esa diversidad de niveles de educación y sofisticación convivieran cómodamente en una reunión; en ella, si uno tenía un cuñado embalador de carne en un carnicero mayorista (fue el primero en anunciar su profesión), no lo invitaba cuando esperaba conseguir un buen ambiente con un cliente que era directivo de una empresa y un catedrático de universidad, presentado como el profesor Seakhoa, que había corregido con ironía y sequedad una broma ingenua. Hamilton colocó una mano en cada hombro, el de Harald y el del embalador de carne.