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Se levantaron más temprano de lo que lo habrían hecho rutinariamente en un día laborable. Les sobró tiempo antes de que se iniciara el horario de visitas. Pasaron las páginas del periódico hacia delante y hacia atrás, leyendo la continuación de las crisis cuyos primeros episodios estaban mirando cuando llegó el mensajero. Para él, la fotografía de un niño agarrándose al cuerpo de su madre muerta y el reportaje sobre una noche de fuego de mortero que enviaba a personas anónimas, al azar, al refugio de paredes destrozadas y los sótanos que se hundían, pasó a ser de repente parte de su propia vida, ya no como algo externo, sino dentro de los parámetros del desastre. La noticia era su noticia. Para ella, aquellos acontecimientos quedaban más lejos, incluso más alejados de lo que lo habían estado por la distancia, más distantes de lo que lo habían estado en relación con su vida, debido al mensaje que los había interrumpido: el desastre personal aleja del resto del mundo.

Él salió y dio vueltas por el pequeño jardín que les correspondía, vallado y mantenido, dentro de la ajardinada urbanización; el sendero de intrincado pavimento situado bajo las aves del paraíso se recorría en unos pocos pasos, adelante y atrás. No había adonde ir. Allí donde se detuvo, el rayo tangencial del sol encendía las flores, colgadas como pájaros, en llamaradas naranjas y azules. Ella estaba en la cocina, entreteniéndose con algo. Cuando llegó el momento, apareció con un cuenco de plástico tapado con papel de aluminio que depositó a los pies del asiento delantero. Mientras él conducía, ella sostenía el cuenco entre sus pies calzados con sandalias.

Supongo que nos dejarán pasar esto.

Él meneó la cabeza con gesto de duda. Estaban a la espera de juicio, a lo mejor sí.

Es sólo una ensalada y un poco de queso.

Claro. Las mujeres, y sólo las mujeres, tienen este tipo de recursos. Piensan en cómo mejorar las cosas. De manera subliminal, advirtió cierta ternura mezclada con burla; no hacia ella, sino hacia todas ellas, pobrecillas; dignas de envidia.

En aquel lugar, la cárcel, al que se dirigieron de manera inevitable, fueron recibidos con esa clase de cortesía que se aprende en los cursillos de relaciones públicas para las nuevas fuerzas policiales, destinados a borrar la tradición de autoritarismo racista y brutal de otros tiempos pasados. De todos modos, el funcionario encargado es un afrikáner, hombre de mediana edad con todo lo que eso implica de hijos adultos, cargas parentales, sentimientos familiares, etc., que tendrá en común con una pareja blanca. Adelante, señala el cuenco con comida.

– Pero no se preocupen, tiene una buena dieta, de todo. Y pueden llevarse su ropa sucia y todo eso, neee.

La cárcel es un lugar normal. Eso es lo que ellos no saben; el funcionario tiene un ordenador y varios tipos de teléfonos, normales y móviles, sobre su escritorio, y hay un cesto lleno de plantas de flor de interior con su puñado de cintas de plástico que, sin duda, jalonó un aniversario u otra celebración. Los pasillos llenos de ecos de la oscuridad de la noche están ahí, pero no pasarán por ese camino; son conducidos por las fuertes nalgas de un joven policía negro hasta una sala cercana. Es cierto que no hay nada que distinga a esa habitación; si lo hay, no lo ven. Es el espacio, alejado de todo lo que resulta reconocible en la vida, donde se sientan en dos sillas situadas ante una mesa, al otro lado de la cual está su hijo. Duncan. Es Duncan, procedente de los pasillos llenos de ecos, procedente de la celda, procedente de lo que contempla en sí mismo, allí. Sus manos abiertas golpean la mesa cuando ellos entran, como si tocara acordes en un piano, y sonríe con un gesto de advertencia, nada de sentimentalismos. Las señales vuelan como murciélagos por la habitación. No me preguntéis. Sólo queremos saber qué hacer. Necesito veros. Si no nos cuentas. No quiero veros. En cualquier caso: hay que saber. No podéis saber. Por lo menos cómo fue. No tenéis que mezclaros. No puedes mantenernos al margen. No preguntéis lo que no podréis aceptar. Venid. Quiero veros. No vengáis.

Incluso allí -ese lugar que no puede existir para los tres- debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.

Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.

El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.

Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.

Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo -cómo pueden saberlo- en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.

Por lo menos, como médico, ella tiene algo que decir.

– ¿Cuánto ejercicio haces? ¿Consigues dormir bien?

Sea para dejarlos satisfechos o para desafiarlos, se toma el asunto a la ligera.

– Bueno, no es precisamente el hotel de cinco estrellas que yo recomendaría -dice, echándose a reír.

Esta sala no está acostumbrada a la risa; las paredes la devuelven como un grito.

– Hay una especie de patio por el que ando dos veces al día. Ah, el perro. Supongo que Khulu o alguien le estará dando de comer, pero…

– Porque podría hablar con el funcionario médico y recetarte una pastilla suave para dormir. Y más facilidades para hacer ejercicio.

– No lo hagas. No hace falta. ¿Te ocuparás del perro?

Esto va dirigido a su padre; estos padres piden cosas que hacer.

– Encontraré una solución; me lo llevaré. ¿Y libros?

– Philip me ha traído unos cuantos y puedo comprar los periódicos. Pero podríais traerme alguno de los míos. De la casita. Y ropa.

– ¿Y la llave?

– Khulu.