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Lizzy es una joven moderna y extrovertida a la que le encanta salir con sus peculiares amigos. Aunque no es el trabajo de sus sueños, se gana la vida como camarera en el restaurante del hotel Villa Aguamarina de Madrid.

Un día, a la salida de una fiesta en la que ella ha servido el catering a los invitados, ve que un coche se acerca peligrosamente a un hombre que está en la acera hablando por el móvil. Lizzy no lo piensa dos veces y va en su ayuda.

Sin saberlo, acaba de evitar el atropello de William, el hijo del dueño del hotel. Serio, clásico, reservado y algo mayor que ella, en un principio se enfada al verse rodando por los suelos, pero minutos después se queda prendado con la muchacha que le ha salvado del accidente.

A partir de ese instante, el destino, y más concretamente William, harán todo lo posible para que algo mágico suceda entre ellos. ¿Estará Lizzy preparada para lo que le depara el futuro?

Si crees en los flechazos y no quieres dejar de sonreír, no te puedes perder Un café con sal, un relato que te enamorará.

Megan Maxwell

Un café con sal

Capítulo 1

En Madrid, en el hotel Villa Aguamarina, se celebraba el quincuagésimo aniversario de su apertura.

La cocina del establecimiento funcionaba a un ritmo infernal. Los cocineros terminaban sus minimalistas creaciones dispuestos a deleitar a todas las personas que lo pasaban bien en el evento, mientras los camareros sacaban sin parar una bandeja tras otra.

—Hummm, qué rico… ¿Esto qué es? —preguntó Lizzy a Triana.

—Ternera blanca con chocolate. ¿A que está bueno? —La joven asintió a la vez que se metía un trozo en la boca; su amiga la reprendió—: Vamos, deja de probarlo todo, que te van a pillar.

—Dios…, está riquíiiiiiiiiiiisimo.

En ese momento uno de los encargados abrió una puerta y se quedó mirando a las dos chicas. Con celeridad, ellas pasaron junto a él y, cuando éste se alejó lo suficiente, Triana murmuró:

—Te lo dije… Te advertí de que te iban a pescar.

Al escuchar aquello, Lizzy sonrió. Tragó con rapidez y salió al salón dispuesta a repartir aquel estupendo manjar.

Lizzy era relativamente nueva en aquel hotel, aunque no en ese trabajo, y atendía a todos los comensales con una bonita sonrisa en el rostro. Por norma ni se fijaban en ella. Sólo se centraban en la bandeja que llevaba en las manos y en comer, comer y comer, como si el mundo se acabara o en su casa no hubiera nada en la nevera.

Cuando la fuente ya estaba medio vacía, al volverse vio a un hombre con un traje gris oscuro que escuchaba muy concentrado lo que otro comentaba.

Era alto, de pelo oscuro, elegante en su manera de vestir y con unos sensuales rasgos masculinos, aunque para su gusto, demasiado serios.

Durante un buen rato lo observó mientras se preguntaba si sabría sonreír.

Poco después, y sin querer evitarlo, Lizzy pasó innumerables veces por su lado, con la esperanza de que lo hiciera, pero él no lo hizo ni en una sola ocasión, y ella regresó a las cocinas. Parecía incómodo entre la gente.

Tras salir de nuevo a la sala, cargada con otra bandeja, esta vez de minirrollitos de primavera, se acercó con decisión a él. Sorprendentemente, el amigo del hombre elegante le guiñó un ojo con complicidad para llamarla y la muchacha se acercó con la fuente para ofrecerles su contenido.

Con una sonrisa se sirvió un rollito, mientras que el caballero que a Lizzy le atraía ni siquiera la miró, ni tampoco cogió nada de la bandeja. Eso la desmoralizó y, cuando se alejaba, oyó que el amigo, risueño, comentaba:

—Es mona la camarera, ¿no crees?

Eso la hizo sonreír. ¡Se habían fijado en ella!

Su nuevo y moderno corte de pelo, rapado por un lado de la cabeza y largo por el otro, estaba causando furor entre sus colegas, pero su sonrisa se congeló cuando escuchó una voz ronca que decía en español con cierto acento inglés:

—Es una niña; además, no es lo suficientemente bonita ni interesante como para estar intrigado por ella, y menos con ese corte de pelo.

Lizzy se detuvo.

¡Sería idiota el tío!

Quiso darse la vuelta y estamparle la bandeja de rollitos en la cara a aquel estúpido prepotente por haberla hecho sentir fea y poca cosa. Pero no debía. Si lo hacía, lo más probable era que perdiera el trabajo y lo necesitaba. Sólo llevaba contratada allí dos meses y le gustaba el ambiente laboral.

—Lizzy… Lizzy… —la llamó Triana sacándola de su enfado—. Vamos…, vamos, que tenemos que sacar el champiñón o esta gente se nos comerá por los pies.

Olvidándose del desafortunado comentario de aquel tipo, la joven apretó el paso, terminó de servir los rollitos y, ya con la bandeja vacía, se alejó. A partir de ese instante, continuó con su trabajo, pero no volvió a acercarse a aquel cretino. Si lo hacía, estaba segura de que nada bueno podría ocurrir.

Lo que había escuchado la había molestado. Sabía perfectamente que no era una chica despampanante, sino más bien bajita y poca cosa, pero oír aquello le había sentado mal, y mucho.

¿Cómo podía ser tan desagradable?

A las once de la noche, el cóctel se dio por finalizado y, a las doce, Lizzy, feliz por haber terminado, se cambió de ropa. Se quitó la camisa blanca, la falda y el chaleco negro y se puso sus vaqueros caídos, una camiseta anaranjada y sus zapatillas de deporte a juego.

Cuando salió, coincidió con varios compañeros en la puerta trasera del hotel. Durante un rato, hablaron, fumaron y rieron comentando las incidencias de la noche. Algunos de los invitados eran verdaderamente dignos de ser criticados. No por idiotas, sino por horteras y creídos.

Veinte minutos después, se despidió y se encaminó hacia su coche: un Seat Ibiza que se había comprado a plazos con el sudor de su frente y al que llamaba «Paco», y al que adoraba como si fuera uno más de la familia. Paco la llevaba y la traía a todos lados, y su buena disposición siempre era de agradecer.

Cuando ya estaba llegando a su coche, observó cómo un vehículo que se acercaba a gran velocidad ponía en peligro la vida de un hombre que hablaba por su móvil a pocos metros de ella.

Miró de nuevo al coche. Iba demasiado rápido. Miró al hombre. ¡Estaba en medio! Sin pensarlo, se lanzó en su rescate y se tiró contra él, haciéndole un buen placaje. Segundos después, los dos rodaron por el suelo. Se golpearon contra la acera y, cuando el automóvil pasó junto a ellos sin pararse, el hombre le preguntó:

—Pero ¿qué hace, señorita?

Lizzy, aún dolorida por el batacazo, murmuró atropelladamente con un hilo de voz:

—Uf… Menudo placaje te he hecho.

Sin entender qué había ocurrido, el hombre insistió:

—¿Por qué me tira usted al suelo? ¿Se ha vuelto loca?

Ofendida, molesta y enfadada al ver que se había arriesgado por el idiota encorsetado que la había llamado fea, se lo quitó de encima sin mirarlo. Se levantó y, tocándose el codo despellejado, gritó:

—Encima de que te he salvado de morir atropellado, ¿me gritas?

—¿Atropellado?