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Lizzy no pudo responder. Al sentir que algo corría por su codo, sintió que comenzaba a temblar y murmuró mirando al cielo:

—Bueno… bueno… bueno… No te desmayes, Lizzy… No te desmayes, que nos conocemos. No mires la sangre… no… no lo hagas…

Era una aprensiva tremenda, y la visión de aquel líquido rojo la mareaba y le hacía perder el sentido.

El hombre, al ver que ella se ponía blanca, la observó y, preocupado, preguntó:

—¿Qué le ocurre, señorita?

La joven se dio aire con la mano.

Procuró no mirarse el codo, pero la curiosidad le pudo y, una vez que la vio, perdió todas sus fuerzas, puso los ojos en blanco y, ante la cara de sorpresa de aquel desconocido, se desplomó.

William, al ver que la chica caía como una pluma, la cogió entre sus brazos con rapidez antes de que chocara contra el suelo y la llevó hacia su limusina, que estaba al lado. ¿Qué le había pasado? Rápidamente pidió al chófer el botiquín de urgencia y comenzó a curarla.

Cuando la joven se despertó, no sabía cuánto tiempo había pasado.

Una suave música y un varonil perfume inundaron sus oídos y sus fosas nasales y, al abrir los ojos, se encontró con la cara de un hombre que la miraba con gesto de preocupación.

Lizzy parpadeó. ¿De qué le sonaba?

Durante varios segundos se miraron a los ojos hasta que ella lo recordó todo. Era el hombre que le había gritado tras salvarle la vida y que había dicho en la fiesta aquello de «No es lo suficientemente bonita ni interesante como para estar intrigado por ella».

¡El imbécil!

Sobresaltada y tomando de pronto conciencia de todo, observó que estaba en el interior de un enorme coche de asientos de cuero beis. Tenía pinta de limusina.

—¿Se encuentra bien, señorita?

La mirada de él y su tranquilo tono de voz la sacaron de su ensimismamiento y, tras sentarse de golpe, murmuró:

—¿Qué hago aquí?

William, que la miraba más tranquilo ahora que ella había recuperado la conciencia, se echó hacia atrás en su asiento e indicó:

—Me ha salvado de morir bajo las ruedas de un coche. Los dos caímos; luego usted se vio la sangre en el brazo y se desmayó. ¿Lo recuerda?

Lizzy asintió y, cuando fue a inspeccionar su codo, él le dijo, sujetándola:

—Mejor no tentemos a la suerte.

Tenía razón. Era mejor no mirarlo. Medio atontada, mientras se reponía, oyó la música y preguntó:

—¿Qué suena?

El hombre, por primera vez, dibujó una tímida sonrisa y detalló:

—La Sonata para piano no. 14 en do sostenido menor, de Ludwig van Beethoven, conocida popularmente como Claro de luna. Compuesta en 1801 y dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, de quien se decía que el compositor estaba enamorado.

—Pareces la Wikipedia, colega —se mofó al escucharlo y, al tocarse el codo y notar un vendaje, él comentó:

—Se lo he curado con el botiquín de la limusina y…

—Y gracias… —cortó rápidamente—. Ya me encuentro mejor. Déjeme bajar del coche.

—Tranquilícese, señorita…

Ella clavó sus impresionantes ojos castaños en él y repitió lentamente:

—He dicho que estoy bien y quiero bajarme del coche.

Sin necesidad de que lo volviera a reiterar, el hombre abrió la puerta y la joven salió.

Una vez en el exterior de la limusina, ella observó que seguían en la calle donde estaba su vehículo. Respiró aliviada. Miró al hombre que estaba a su lado y anunció:

—He de marcharme. Buenas noches.

Pero antes de poder dar un paso, éste la sujetó del codo que no estaba magullado y dijo:

—Mi nombre es William Scoth…

Al oírlo, lo miró boquiabierta y murmuró:

—Vale, Willy, encantada y adiós.

—William —corrigió mirándola—. Es William.

—De acuerdo, William Scott.

—No es Scott, es Scoth. Mi padre es inglés.

Divertida al ver su ceño fruncido, lo escudriñó y cuchicheó:

—¿Te han dicho alguna vez que tus padres te pusieron el nombre de una marca de whisky? —Y volviéndose para que no la oyera, susurró—: ¡Menudos horteras, los colegas!

Por desgracia, él la oyó y protestó.

—Señorita, un respeto por mis padres, y le acabo de aclarar que es Scoth, no Scott.

Al darse cuenta de que él la había oído y ser consciente de que en cierto modo se había pasado, lo miró y musitó:

—Tienes razón… lo siento. Lo siento… Soy una bocazas y me meto en cada jardín que lo flipas, tío. Con razón mi madre se desespera conmigo. Si ella estuviera aquí, te diría que quería tener una princesa y lo que tuvo fue un X-Men. —Él la miró sorprendido y ella añadió—: ¿Sabes? Tenemos algo en común, mi padre también es inglés. El pobre hombre vino de vacaciones a Torremolinos hace veintiséis años y conoció a mi madre. Desde entonces vive en España, concretamente en el barrio de Aluche, aunque sigue siendo del Chelsea y disfruta mucho viendo jugar a su equipo por el canal que le pirateo en el ordenata.

Sorprendido por el chorreo incontenible de palabras y el desparpajo de aquella chica, William la miró, a cada segundo más interesado, y preguntó:

—Una vez que ya sé que es medio inglesa, ¿su nombre es?

Lizzy, al oírlo, preguntó:

—¿Tenemos que tratarnos de usted?

—No nos conocemos de nada, señorita.

—Te he salvado la vida, ¡te parece poco! —Ella rio divertida ante lo ridículo de la situación.

—Insisto, me encantaría saber cómo se llama.

Negó con la cabeza mientras suspiraba, pensando en lo mucho que ese hombre le recordaba a uno de sus primos ingleses, y respondió:

—Da igual. Adiós, me tengo que marchar.

William, acostumbrado a conseguir lo que se proponía, no se rindió.

—Seguro que es un nombre tan bonito como usted.

Incrédula al oír aquello tras saber lo que pensaba de ella, siseó:

—¡Serás falso, inglesito engreído!

—Y esa lindeza, ¿a qué viene ahora, señorita? —preguntó desconcertado ante aquella reacción.

Lizzy lo miró de arriba abajo. Era para darle con toda la mano abierta y, tras clavar su mirada en su perfecta americana, cuchicheó para que lo oyera:

—A ti te lo voy a decir.

Durante unos segundos, aquellos dos desconocidos se miraron. Hasta que él, sin perder su compostura ni su saber estar, sonrió y, desarmándola por completo con su sonrisa, respondió:

—Señorita, intento ser amable con usted y agradecerle que me haya salvado la vida. ¿Acaso no se da cuenta?

Con el corazón aleteándole desbocado por esa increíble sonrisa y la mirada tan penetrante que emitía, finalmente mintió, recordando a su compañera:

—Me llamo… Me llamo… Triana Fernández.

Incomprensiblemente, el hombre levantó la barbilla, soltó una risotada de lo más sensual y, volviendo a clavar sus impactantes ojos en ella, murmuró bajito:

—Me está engañando, ¿verdad? —Ella no respondió y él afirmó—: Si su padre es inglés, dudo que Fernández sea su apellido. ¡Confiéselo!

«Mierda, ¿por qué tendré la lengua tan larga?», pensó al escucharlo.

—Además —prosiguió él sin moverse—, si mal no recuerdo, es una de las jóvenes que nos ha servido en la fiesta y, aunque el nombre de Triana es precioso, creo haber oído que la llamaban por el nombre de Lizzy, ¿me equivoco?

«Vaya… pues sí que se fija en los detalles el amigo», consideró sorprendida y, al haber sido descubierta, finalmente respondió dándose por vencida.

—Vale, Willy, tú ganas.

—William.

Sin importarle aquella corrección, prosiguió.

—Sólo te diré mi nombre si dejas de tratarme de usted. Me incomoda una barbaridad y parece que estemos en el siglo pasado.

William lo pensó. Conocía a pocas personas como aquella joven, y por fin murmuró:

—De acuerdo. Trato hecho.

Con una candorosa sonrisa, la chica lo miró y dijo:

—Mi nombre es Elizabeth. Elizabeth Aurora, para ser más exactos. —Resopló—. Y sí, es una horterada de mucho cuidado. Mi padre quiso llamarme Elizabeth como su madre, y la mía, Aurora, como la princesa del cuento de La bella durmiente y, ¡zas!, Elizabeth Aurora. Me tocó el nombrecito. —Al ver cómo él la observaba boquiabierto, acabó diciendo—: Aunque, bueno, entre colegas y tal prefiero que me llamen Lizzy.