—Me voy a trabajar. Hasta luego, guapetón.
Él, encantado con la jovialidad y el cariño que la chica le demostraba todos los días, respondió a la vez que le guiñaba un ojo:
—Hasta luego, Elizabeth. Que tengas un buen día.
Cuando llegó al hotel, eran las siete menos diez. Rápidamente, se cambió de ropa en el vestuario frente a las taquillas, se puso su uniforme y corrió al restaurante, donde comenzó a servir desayunos mientras tarareaba la suave música que sonaba por los altavoces.
Su trabajo le gustaba, aunque a veces, cuando hacía algún extra como el de la noche anterior, al día siguiente estaba agotada.
—Buenos días…
Aquella voz la sacó de su ensimismamiento y, al mirar, se encontró con el guapo y apuesto hombre de la noche pasada. Pero ¿no le había dicho que no estaba alojado en el hotel?
Sin muchas ganas de confraternizar con nadie, Lizzy asintió con la cabeza y, aún molesta porque, en cierto modo, el día anterior él la había llamado fea en su cara, cogió una bandeja vacía y, sin mirar atrás, entró en las cocinas.
Allí se sentía a salvo. Pero cinco minutos después tuvo que salir. Aquél era su trabajo y él continuaba sentado a la misma mesa que minutos antes.
Lo miró de reojo. Estaba muy elegante, vestido con aquel traje oscuro, la camisa celeste y corbata. Demasiado elegante para su gusto. Él, al verla, se levantó y caminó hacia ella con decisión.
Sin querer darse por enterada de que iba a su encuentro, suspiró cuando oyó a su lado:
—Buenos días, Elizabeth.
Incómoda por la familiaridad con que la trataba en el trabajo, murmuró:
—Buenos días, señor.
Sin más, se separó rápidamente de él. Tenía que seguir preparando mesas para los comensales, pero él la siguió y le preguntó:
—¿Has descansado?
—Sí, señor.
Al ver la distancia que la muchacha marcaba entre ellos, a pesar de que el comedor estaba prácticamente desierto, murmuró:
—Te he llamado por tu nombre. ¿Qué tal si me llamas por el mío?
—Señor, estoy trabajando y le rogaría que me dejara hacerlo.
Ahora era ella la que marcaba las distancias y con rapidez se separó de él, pero a los dos segundos ya volvía a tenerlo detrás. Tras comprobar que nadie los observaba, le siseó:
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere ahora?
—¿No te permiten hablar con los huéspedes del hotel? —le preguntó divertido.
Con ganas de degollarlo, clavó sus ojos en él y murmuró:
—Mire, señor, dejemos algo claro: yo trabajo aquí y usted, al parecer, se aloja aquí. Creo que, con ese simple matiz, ya se lo he dicho todo. —William sonrió y ella añadió—: Por lo tanto, una vez aclarado ese detalle, haga el favor de regresar a su mesa para que yo pueda seguir con lo que tengo que hacer o mi jefe de sala me llamará la atención y yo pagaré algo que usted ha iniciado.
—¿Cómo está tu herida del codo? —se interesó él haciendo caso omiso a su comentario.
—Bien.
—Pero, bien, ¿cómo?
—Y daleeeeeeeeeee… ¿Es que no me ha oído? —Y al ver que esperaba una contestación, agregó—: Está perfecta. Es usted perfecto curando… ¿Contento con la respuesta?
—Sí.
—Pues me alegro.
De nuevo se alejó de él. Se dirigía hacia las bandejas calientes para revisarlas cuando oyó:
—¿Por qué estás de tan mal humor?
«Dios mío, dame pacienciaaaaaaaaaaaaaa», pensó cerrando los ojos. Y, cuando los abrió, sin mirarlo, insistió en que la dejara en paz al ver entrar a su jefe de sala en el restaurante.
—Haga el favor de regresar a su mesa, señor. Mi jefe acaba de entrar y no quiero líos. Si necesita cualquier cosa, pídamela y yo se la llevaré a la mesa encantada.
De nuevo se alejó, esta vez en dirección a las cocinas.
«¡Vaya un pesadito!».
William, al ver que se marchaba, caminó hacia su mesa y se sentó. Había ansiado el momento de volver a verla, cosa que parecía que en el caso de ella no había sido así. Sonó su móvil y rápidamente contestó. Mientras hablaba, vio a la joven salir otra vez de las cocinas y la siguió con la mirada.
Aquella manera de andar y su descaro al contestar le atraían. Aquélla era la mujer más real que se había acercado a él en su vida. Cuando colgó el teléfono, vio entrar a unos chicos en el comedor que no dejaban de mirarla, por lo que en un tono alto y claro, para que todo el mundo lo oyera, le pidió:
—Señorita, por favor, sería tan amable de traerme un café con leche.
Molesta al ver que su jefe de sala la miraba e indicaba con la cabeza que hiciera lo que aquel cliente pedía, Lizzy dejó lo que estaba haciendo, se encaminó hacia la mesa donde estaban las tazas y el café y, tras servirle uno y añadirle leche, se lo dejó sobre la mesa.
—Su café con leche, señor.
—Gracias —dijo y, mirándola con sorna, preguntó—: ¿Le ha echado usted azúcar?
—No.
Sin dejar de sonreír ante el gesto de la chica, añadió:
—Entonces, por favor, ¿sería tan amable de acercarme un sobrecito? O mejor —se corrigió entregándole la taza—, échemelo usted.
Lizzy deseó cogerlo de la cabeza y arrancársela.
¿Por qué no se ponía él el puñetero azúcar?
Observó a su jefe y vio que atendía a otros clientes y después salía del comedor. Eso la tranquilizó. Luego miró a ese hombre que parecía disfrutar incomodándola; con servilismo, cogió la taza que le tendía y murmuró:
—Por supuesto, señor, ahora mismo.
Entre refunfuños internos, caminó hacia la mesa en la que estaban la mermelada, la mantequilla y el azúcar, mientras la música que sonaba suavemente por los altavoces del restaurante le hizo canturrear.
Al escuchar aquella canción, Puedes contar conmigo[2], sonrió. Le encantaba el grupo musical La Oreja de Van Gogh, y pensar que en unos días iría a uno de sus conciertos privados en Madrid, le alegró el momento.
Al llegar a la mesa cogió el sobre de azúcar, pero de pronto el demonio interno de Lizzy la Loca, ese que le hacía cometer disparates de vez en cuando, le hizo soltarlo y canturrear:
—Un café con sal…
Con disimulo, observó al tipo estirado y, sin dudarlo, cogió un sobrecito de sal, lo abrió y, sin pensar en las consecuencias, lo echó en el café y lo removió.
A continuación, caminó hacia la mesa donde él la esperaba tranquilamente ojeando el periódico y, cuando dejó la taza ante él, murmuró:
—Su café con leche, señor, ¡que le aproveche!
William la miró y vio cómo el gesto pícaro de ella se esfumaba al ver entrar de nuevo a su jefe en el restaurante y dirigirse directamente hacia ellos.
«Joder… joder… ¡me ha pillado!», supuso desconcertada.
Instantáneamente se arrepintió de su acción. Pero ¿qué bicho le había picado para echarle sal en el café?
¿Se había vuelto loca?
Pensó en cómo arrebatárselo antes de que el estropicio llegara a más, pero el jefe de sala se acercaba hasta ellos y ya nada se podía hacer para remediar el inminente desastre.
—¿Todo bien por aquí, señor Scoth? —preguntó parándose cordialmente junto a la mesa.
William, que en ese instante acababa de dar un sorbo, notó el sabor de aquel brebaje y quiso escupir. Aquello parecía matarratas… Sin embargo, al ver que la joven estaba descompuesta mirándolo, intentó controlar su gesto y, deglutiendo la bazofia que le había servido, respondió con seguridad.
—Todo perfecto.
Lizzy se quiso morir. El trago que acababa de darle al café con sal tenía que haberle sabido a rayos y centellas y, cuando su jefe se alejó, se mordió el labio inferior y, arrepentida por lo que había hecho, susurró llenándole un vaso con agua fresca:
—Aiss, Dios míooooooo… Lo siento… lo siento…
—¡Cállese! —siseó él.
—Se me nubló la mente y salió Lizzy la Loca. Perdí la razón por un instante y yo… le eché sal en vez de azúcar y… Oh, cielossssss…, lo sientooooooooooo de todo corazón y le pido millones de disculpas.