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—¡Señorita!

Al oír aquella voz, se encogió. Él.

Se dio media vuelta y lo miró.

—Sería tan amable de traerme una botella de vino tinto de Altos de Lanzaga de 2006 —pidió amablemente.

—Por supuesto, señor.

Con paso presuroso, se dirigió hacia donde tenían aquel maravilloso rioja español y regresó con él. William extendió la mano para cogerlo y ella le entregó la botella. Durante unos segundos, él miró la etiqueta y finalmente preguntó:

—¿Lo has probado?

Lizzy negó con la cabeza. Los vinos no la volvían loca; él continuó.

—Esta maravilla es fruto de unos viñedos de más de setenta años; en su proceso de elaboración, este vino ha sido altamente mimado para que se disfrute al beberlo.

Acalorada por aquellas simples palabras dirigidas al caldo, que ella se tomó como propias, asintió. Cuando él le devolvió la botella y ella estaba a punto de cogerla, le preguntó:

—He oído que esta noche quizá vayas al cine con unos amigos.

Sorprendida por su curiosidad, murmuró abriendo la botella para decantarla:

—Puede…

De pronto, el jefe de sala se acercó hasta ellos y, quitándole a la joven la valiosa botella de vino de las manos, le ordenó:

—Yo me ocuparé, Lizzy. Regresa a tu trabajo.

La chica asintió y, sin mirar a un ofuscado William, se marchó. Debía continuar con sus tareas.

Aquella tarde, al salir del trabajo, la muchacha esperaba en la puerta del hotel fumándose un cigarrillo cuando oyó a sus espaldas:

—Fumar perjudica la salud.

Al volverse, sorprendentemente se encontró de nuevo con el hombre que no podía quitarse de la cabeza; ella, sin hablar, asintió. Cuanto menos hablara con él, mejor.

Durante unos segundos ambos permanecieron callados, hasta que él añadió:

—¿Has acabado tu turno?

—Sí.

—¿Sabes qué película vas a ver?

Ella negó.

—No. Llegaremos a un consenso entre todos los colegas.

William, algo jorobado por saber que ella se marchaba con sus amigos, fue a hablar cuando un coche con la música a toda leche paró ante ellos.

Uoooolaaaa, Lizzy —saludó alegremente el Garbanzo desde el interior.

Ella sonrió y apagó el cigarrillo, y William, sin dejar de escudriñar al chico que iba dentro del vehículo, preguntó con curiosidad:

—¿Qué le pasa en las orejas?

«Otro antiguo como mi madre», pensó resoplando y, sin contestar a su pregunta, se despidió.

—Hasta mañana, señor.

William farfulló también una despedida y, ante sus ojos, aquel joven arrancó el vehículo y ella se marchó.

Para William, perderla de vista era decepcionante, por lo que se dio la vuelta y decidió volver al trabajo. Para eso estaba en Madrid.

Esa tarde Lizzy lo pasó de muerte con sus amigos e intentó olvidarse de su encorsetado propietario de hotel, aunque no lo consiguió. Aquel hombre tenía un magnetismo especial y fue incapaz de quitárselo de la cabeza. Se fueron a tapear por la plaza Mayor y, al final de la tarde, decidieron aparcar el cine e irse a tomar unas cervecitas a un local de unos colegas.

A la mañana siguiente, cuando Lizzy llegó al hotel, coincidió con él en el ascensor. ¿Por qué se lo encontraba siempre? ¿Acaso la seguía? Sólo se saludaron con una rápida mirada que a ella la acaloró.

Aquel hombre tan serio, tan alto y tan interesante le hacía sentir algo que nunca había experimentado e, inevitablemente, al final se tuvo que dar aire con la mano. Pero el ascensor se llenó de gente y William, en actitud protectora, se colocó a su lado. Necesitaba aquella cercanía.

A Lizzy, el olor de su colonia y de su piel le inundó las fosas nasales y, cuando segundos después los nudillos de sus manos se rozaron con más intensidad de la necesaria, no pudo evitar temblar.

¿Qué le estaba ocurriendo? Y, sobre todo, ¿qué estaba haciendo?

William, al llegar a la planta donde tenía la oficina, se bajó del ascensor con aplomo y sin mirarla y, tras él, las puertas se cerraron; entonces tuvo que pararse unos instantes para tranquilizarse. Elizabeth, sin saberlo, lo estaba volviendo loco.

Aquella tarde, tras pasar el día intentando mantenerse alejado de ella, vio, a través de la cristalera del ventanal de su despacho, cómo un joven con pintas modernas la recogía en una moto.

¿Sería el mismo chico de la tarde anterior?

¿Tendría novio?

Ver cómo ella le sonreía y cómo posteriormente se agarraba a su cintura para alejarse lo llenó de frustración.

Los días iban pasando y, en silencio y a distancia, la veía bromear con sus compañeros. Aquellos muchachos con los que ella reía y confraternizaba, que llevaban pantalones caídos y camisetas con obscenas imágenes plasmadas en ellas, eran chicos de su edad. Jóvenes a los que les encantaba divertirse y parecían no tener su sentido del ridículo.

Pero, no dispuesto a cesar en su empeño de conocerla, ese día decidió dar un paso adelante y comer en su despacho. Avisó a su secretaria, Loli, para que le subieran el almuerzo allí y se aseguró de que quien lo hiciera fuera la chica. El jefe de sala de Lizzy, al recibir la nota y sin darle mayor importancia, así se lo pidió a la joven y ésta, suspirando, decidió cumplir su cometido.

Una vez tuvo en la bandeja lo que él había solicitado, se encaminó hacia el despacho. Loli, al verla, se levantó y, guiñándole un ojo, le indicó:

—Entra. El jefe espera su comida. Yo me voy a almorzar.

Lizzy asintió y, tras llamar con los nudillos a la puerta y oír su ronca voz invitándola a entrar, pasó.

Sin mirarlo a los ojos, se acercó hasta la mesa donde él la esperaba y preguntó:

—¿Dónde quiere que coloque la bandeja, señor?

Atontado como siempre que la veía, rápidamente miró a su alrededor y señaló una mesita baja que había junto a dos sillones mientras indicaba:

—Allí estará bien.

Lizzy se encaminó hacia donde le había dicho. Una vez hubo dejado la bandeja, se volvió para marcharse y se tropezó con él. Lo tenía detrás. William, al percibir el gesto molesto de ella se retiró hacia un lado, pero añadió:

—Serías tan amable de sentarte un segundo, Elizabeth. Tengo que hablar contigo.

Al escuchar aquello, se le vino el mundo encima. Sin duda ya había tomado la decisión y la iba a despedir. Con las piernas temblorosas, se sentó en uno de los sillones que había libre y él planteó:

—¿Lo pasaste bien el otro día con tus amigos?

Sin entender a qué venía aquella pregunta, respondió:

—Sí, señor.

—William —la corrigió.

Ella no dijo nada y lo miró con cierto reproche.

Él se sentó frente a ella. La miró, la miró y la miró hasta que ésta, con un hilo de voz, susurró:

—Escúcheme, señor, si me va a despedir…

—Elizabeth, tutéame, por favor, estamos solos —insistió él.

Con la cabeza embotada por todo lo que por ella pasaba, la joven prosiguió.

—Si me vas a despedir, créeme que lo entiendo. Te he demostrado que soy una mala empleada tras aquel maldito café con sal que te serví. Pero… por favor… por favor, piénsalo de nuevo. Necesito este trabajo y te prometo que…

—Elizabeth…

—¡Qué mala suerte la mía! Con lo bien que estaba aquí y con lo que me costó que aceptaran mi currículum. Con todo el paro que hay en España me será difícil encontrar un nuevo empleo. Y eso por no hablar del disgusto que les voy a dar a mis padres. Estaban tan felices de que hubiera encontrado este curro y…

—No te voy a despedir —la cortó—. ¿Por qué crees eso?

Oír aquello fue bálsamo para sus oídos.

—¿De verdad que no me vas a echar? —insistió, incrédula, con un hilo de voz.

—No, Elizabeth. Claro que no.

La joven, nerviosa, se tocó la frente. Contó hasta diez para tranquilizarse mientras se retiraba el pelo del rostro. Se restregó los ojos, se dio aire con la mano y, levantándose, murmuró: