—Uf… Pensé que querías hablar conmigo para eso.
Consciente del mal rato que le había hecho pasar, se levantó de su sitio y, plantándose ante ella, dijo cogiéndole una mano:
—Tranquila, Elizabeth, y discúlpame por la confusión.
Ella sonrió y, tras soltar una bocanada de aire, afirmó:
—Ya me veía en la cola del paro arreglando papeles con mi madre detrás.
William, hechizado por el magnetismo que ella le provocaba, acercó una mano a su rostro y, mientras se lo acariciaba, susurró:
—Eres una buena trabajadora, a pesar de lo que ocurrió entre nosotros. Te observo y veo cómo cuidas al detalle tu zona de trabajo, cómo sonríes a los huéspedes y cómo te desvives para que ellos se encuentren como en su casa.
Sorprendida por aquello y consciente de que la cálida mano de él estaba en su mejilla, fue a decir algo cuando intuyó lo que iba a pasar, pero no se movió. Lo sabía. Aquél era un momento lleno de tensión sexual. Ambos se miraban a los ojos a escasos centímetros el uno del otro y, como imaginó, él agachó la cabeza para estar más a su altura y, rozándole en la boca con sus labios, murmuró:
—Sólo proseguiré si tú lo deseas tanto como yo.
Sus bocas se tocaron, sus alientos se unieron, sus cuerpos se tentaron. William controlaba a duras penas su loca apetencia por ella. No quería asustarla. No deseaba que huyera. Desde hacía tiempo, William, en referencia a las mujeres, tomaba lo que se le antojaba, sobre todo desde que su esposa le pidió el divorcio. Por suerte podía hacerlo. Podía elegir y ellas nunca lo rechazaban, pero aquella muchacha tan joven era diferente y sólo anhelaba que lo deseara y no se asustara de él.
Sin apartarse de ella, sus respiraciones se aceleraron y él insistió:
—Elizabeth… ¿qué deseas?
Atontada por el morbo de la situación y la sensualidad de su voz, ella cerró los ojos. Tomar lo que él le ofrecía era lo más fácil. Lo deseado. Durante unos segundos dudó sobre qué debía hacer mientras su bajo vientre se deshacía por aceptar aquella dulce y seductora oferta. La tentación era muy muy fuerte, y William, muy apetecible.
El deseo que sentía por besarlo le nublaba la razón, pero, consciente de que él era su jefe y no uno de sus colegas con derecho a roce, dio un paso atrás y en un hilo de voz musitó, marcando las distancias:
—Señor, prefiero no continuar.
William asintió. Aceptó aquella negativa. No iba a presionarla.
—Puedes marcharte, Elizabeth —dijo sin dejar de mirarla.
Acalorada, caminó hacia la puerta del despacho y, una vez hubo salido de él, se apoyó en la pared para darse aire con la mano y respirar. Había estado a punto de besar al jefazo. Había estado a punto de cometer una gran locura y, consciente de que había hecho lo más sensato, se encaminó hacia el ascensor a toda prisa.
Exaltada, le dio al botón del ascensor varias veces. Debía huir de allí cuanto antes. La tentación, el morbo y el deseo gritaban en su interior que no los dejara así y, cuando las puertas de la cabina se abrieron, no se pudo mover. Su cuerpo le exigía, le rogaba, le pedía que regresara al despacho y acabara lo que no había sido capaz de terminar.
Se resistió durante unos segundos. Era una locura. Era su jefe máximo. No debía hacerlo. Pero al final, en lugar de meterse en el cubículo, se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos.
Esta vez entró sin llamar. Encontró a William en la misma posición que lo había dejado y, cuando éste la miró, ella, sin hablar, caminó hacia él y se tiró a sus brazos.
Sin dudarlo, él la cogió. Aspiró el perfume de su pelo y enloqueció cuando la oyó decir cerca de su boca:
—Quiero ese beso. Dámelo.
Encantado por aquella efusividad y exigencia, acercó su boca y, con decisión, la devoró. Introdujo su lengua en ella y saboreó hasta su último aliento mientras la tenía en sus brazos y la sentía temblar de excitación.
Durante varios minutos, ambos se olvidaron del mundo, de quiénes eran y de cualquier cosa que no fueran ellos dos, sus bocas y el sonido de sus respiraciones.
Lizzy enredó sus dedos en el abundante pelo engominado de él y, enardecida, se lo revolvió, mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del uniforme para tocarle con posesión las nalgas.
«Dios… Dios… Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.
Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:
—Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre la mesa y seguramente en mil sitios más. ¿Lo permitirías, Elizabeth?
Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se olvidó de todo decoro y asintió. Sí… sí… sí… quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.
Sin demora, la mano de William agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para clavárselas en la piel. Ella jadeó.
—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Elizabeth.
Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca. Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.
No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían… hasta que sonó el teléfono de la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.
Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas, mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.
De repente Lizzy pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa, susurró:
—Creo… creo que es mejor que paremos.
William la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:
—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.
Lizzy asintió rápidamente y afirmó:
—No, no lo es.
Con pesar, William la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo; cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería esperar el ascensor.
Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.
¿Qué había hecho?
Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!
Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó a su jefe de sala decirle:
—Vamos, Lizzy, regresa al restaurante. Te necesitan.
Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de pensar, sólo de currar.
Esa tarde, cuando salió del hotel, decidió irse a tomar algo para meditar sobre lo ocurrido. Sin duda, se había vuelto loca. Ella no era una mojigata, pero… ¡liarse con el jefazo en su despacho clamaba al cielo! No era que la faltara un tornillo, ¡sino veinte mil!
Pensó en llamar a su amigo Pedro. Siempre la entendía y con él tenía una confianza extrema. Pero no. Tampoco podía hacerlo. Algo en ella se avergonzaba. Liarse con el superjefe era una de las cosas peor vistas por la gente y hasta ella misma se horrorizó. Si sus padres se enteraran, se querría morir de la vergüenza.