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Juliet era la última persona que hubiera esperado que Natalie admirara, pero se había unido mucho a ella desde el principio.

– Ella me habla con educación y sonríe con los ojos igual que con la boca.

Cal podía imaginarse exactamente el gesto.

– Y huele bien.

Eso también lo sabía Cal.

– Es divertida -Natalie lo miró y se lanzó a un ataque de confidencia-. Y una vez me dejó probar una de sus barras de labios.

– ¿De verdad?

¿Quién hubiera pensado que Natalie tuviera el menor interés en barras de labios?

– Y le da a Kit y a Andrew unos abrazos muy bonitos.

Cal escuchó el deseo en la voz de su hija y se le partió el corazón. Él había hecho todo lo que había podido por ella, pero necesitaba a su madre. La niña había perdido mucho más que él con la muerte de Sara.

– Mamá también te daba maravillosos abrazos.

Ella se animó un poco.

– Y tú también -reconoció con lealtad.

– Sí yo también.

Hubo una breve pausa.

– ¿Papá?

– ¿Sí?

– ¿Crees que te volverás a casar?

Cal se puso rígido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Sólo me preguntaba que si te casarías con alguien como Juliet.

Cal no respondió al instante. Tenía la extraña sensación como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago.

– No creo que Juliet quiera casarse con nadie.

Natalie pareció un poco decepcionada.

– Pues yo creo que a veces está triste.

– Ya lo sé -vaciló sintiendo que la lealtad de Natalie estaba dividida-. Le contaré a Juliet que antes vivíamos aquí, Natalie, pero podría hacerle daño si se lo soltara sin más, así que esperaré el momento oportuno, te lo prometo.

Natalie se quedó en silencio, pero Cal pensó que parecía aliviada.

– ¿Todavía quieres que Wilparilla sea nuestro? -preguntó su hija.

– Sí. ¿Y tú?

– Pero si Wilparilla fuera nuestro, Juliet y los gemelos no vivirían aquí, ¿verdad?

Cal se sintió como si le hubieran puesto un muro delante de repente. Hasta el momento no había querido pensar en cómo sería vivir allí sin ella, sin su sonrisa, su aroma o la profundidad azul de sus ojos.

– No -contestó despacio-. Supongo que no.

Natalie quedaría devastada si Juliet se llevaba a los gemelos a Londres, comprendió Cal. ¿Pero qué alternativa le quedaba? No podía quedarse allí como empleado de Juliet porque todo su sentido del orgullo y la independencia se rebelaban.

Si Juliet no se iba, abandonaría la idea de recuperar el rancho, decidió mientras cabalgaban despacio en dirección a la vivienda. Cuando acabara el período de prueba le diría que no quería quedarse, compraría otra propiedad y empezaría una nueva vida con su hija antes de que se apegara más a Juliet y a los niños.

Incluso aunque estuviera enamorado de Juliet, que no lo estaba, a juzgar por lo que le había contado de su matrimonio, no creía que quisiera repetir la experiencia y él no arriesgaría la felicidad de Natalie por alguien que no estuviera preparada a comprometerse por completo con él y con su hija.

No, le daría una oportunidad más a Juliet de ver lo dura que era la vida allí. La llevaría a una reunión de reses. No habría duchas ni inquietante seda. Pasaría calor, tendría agujetas de la silla y se llenaría de polvo y seguramente después de dos noches de dormir sobre una manta, estaría dispuesta a aceptar lo inevitable.

– ¿Puedes dejar a los gemelos por un par de noches? -le preguntó a Juliet aquella noche.

Ella estaba en su sitio habitual en la terraza con un vestido rojo sin mangas hasta el suelo abotonado por delante.

No había absolutamente nada provocativo en el vestido, pero Cal se encontró pensando lo fácil que sería desabotonarlo y deslizárselo por los hombros. Se apoyó contra la barandilla lo más lejos posible de ella.

– Tengo que preguntárselo a Maggie. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Vamos a reunir al ganado de los pastos mañana. Sería de utilidad que pudieras venir.

Bueno, ¿qué había esperado? ¿Que iba a sugerirle una noche romántica bajo la luz de las estrellas?

– Pensé que no era útil para nada -dijo recordando los comentarios de Cal después de haber intentado reparar una alambrada.

– Cualquiera que pueda montar un caballo durante dos días será de utilidad. ¿Crees que podrás conseguirlo?

Él sólo le había visto montando aquel viejo penco y Juliet estaba deseando ver su cara cuando la viera cabalgar de verdad. Alzó la barbilla en un gesto que él ya estaba empezando a reconocer.

– Eso espero.

– Bien. He hablado con Maggie antes y estará encantada de quedarse hasta que volvamos.

– En ese caso, me encantará ir.

Se fueron al día siguiente con un par de caballos de carga y otros de refresco. Cal iba a ensillar a la yegua lenta para Juliet, pero ella sacudió la cabeza.

– No, montaré ése -dijo señalando un nervioso bayo que se apartaba de las sillas de la barandilla.

– No creo que sea buena idea.

Pero Juliet ya había agarrado las riendas del caballo y ante sus asombrados ojos, lo ensilló y lo montó. Dirigiéndolo con un movimiento maestro de riendas, lo espoleó y salió galopando hacia donde esperaban los hombres.

– ¿Por qué no me dijiste que sabías montar? – preguntó él en cuanto la alcanzó.

Juliet puso el caballo al trote y le dirigió una mirada de picardía con los ojos azules brillantes bajo el sombrero.

– No me lo preguntaste.

– No me lo dijiste -protestó Cal, pero fue incapaz de resistir la burla de diversión de sus ojos y a pesar de todo, esbozó una sonrisa-. Por supuesto, yo supuse que no sabías.

– Has supuesto muchas cosas acerca de mí.

La sonrisa de Cal se desvaneció.

– Tienes razón. Lo he hecho.

Hubo un extraño tono en su voz y Juliet lo miró con curiosidad. Sus ojos grises eran transparentes bajo el ala del sombrero y algo en su expresión la mantuvo cautiva. Como entre brumas sintió al caballo moverse bajo ella, pero las riendas estaban flojas entre sus dedos y el espacio abierto alrededor de ellos pareció encogerse hasta quedar sólo ellos sobre los caballos, tan cerca, que el pantalón de Cal rozaba el de ella.

Juliet sabía que debía desviar la mirada, pero no podía moverse. Simplemente se quedó allí mirándolo a los ojos. Era como si el tiempo se hubiera detenido, dejándola suspendida en el silencio donde el único sonido eran los latidos de su corazón y la única realidad era Cal, con su cara muda, sus fríos ojos y aquella boca que acosaba sus sueños.

El sol caía a plomo y el aire y la tierra olían a hierba seca. El caballo de Juliet relinchó rompiendo el embrujo. Tragando saliva, apartó la vista con decisión.

– Ya sabía montar a la edad de los gemelos -le contó como si aquella mirada no hubiera ocurrido nunca y su cuerpo no estuviera temblando-. Mi padre era entrenador de caballos de saltos y me sentó en mi primer ponie antes de saber andar. Cuando me fui a trabajar a Londres, solía volver a casa todos los fines de semana para montar, pero entonces conocí a Hugo y… Bueno, ya sabes el resto de la historia.

– Podrías haber montado aquí.

– Sólo que me quedé embarazada al poco de venir. Y después tuve a los gemelos. No podía montar con uno en cada brazo.

– ¿Y no podía Hugo cuidar a los gemelos de vez en cuando para que pudieras dar un paseo? -preguntó Cal enfadado.

– Apenas estaba nunca aquí. Y no había nadie más.

Por primera vez, Cal comprendió lo sola que había estado Juliet.

– Lo siento.

– Ahora ya no importa -dijo ella muy animada-. Estoy montando por fin -miró a su alrededor al vasto silencio, cada árbol profundamente recortado contra el brillante cielo azul-. ¡Había soñado tanto con esto!