Tras mirar con cautela a uno y otro lado de la calle, la muchacha se recoge un poco la falda con una mano y camina apresurada y temerosa. Desde el portal, García Vélez la ve alejarse. En ese momento, hacia los Consejos, oye cascos de caballos; se vuelve y ve a cinco coraceros franceses que trotan calle arriba. Al descubrir a la chica, espolean sus monturas y cruzan frente al portal, gritando de júbilo. Viéndolos pasar, el zapatero blasfema para sus adentros. La pobrecita no tiene ninguna posibilidad de escapar.
«Y aquí se acaba tu suerte, compañero.»
Es lo que se dice a sí mismo, resuelto a encarar lo inevitable. Después, con el chasquido de siete muescas cachicuernas, Pablo García Vélez abre la navaja.
En la ventana del segundo piso de una casa de la calle Mayor, desde donde observa tras una persiana, el oficial de la Biblioteca Real Lucas Espejo, de cincuenta años, que vive con su madre inválida y una hermana soltera, ve a cinco coraceros franceses perseguir a una joven, que corre delante de los caballos hasta que éstos la atropellan y derriban. Tres de los jinetes siguen adelante, pero los otros hacen caracolear a sus monturas en torno a la muchacha, que se incorpora aturdida. De improviso, intenta escapar. Un coracero se inclina desde la silla y la agarra brutal por el pelo. Ella se debate furiosa, le muerde la mano, y el francés la derriba de un sablazo.
– Dios mío -murmura Lucas Espejo, apartando a su hermana, que pretende acercarse a mirar.
Horrorizado, el oficial de la Biblioteca Real está a punto de retirarse de la ventana cuando, de un portal próximo, ve salir a un hombre joven con alpargatas, faja, chaleco y en mangas de camisa, que se arroja navaja en mano contra el coracero, apuñala al caballo en el cuello hasta hacerle doblar las patas delanteras, y aferrándose al jinete, encaramado sobre la montura, le clava al francés una y otra vez la navaja de dos palmos de hoja por la escotadura de la coraza, antes de que el segundo coracero, acercándose por detrás, lo mate de un tiro de pistola a bocajarro.
Una granizada de balas francesas obliga a meterse dentro a los tres hombres que combaten parapetados tras los colchones, en el balcón que da a la calle de San José, frente a la tapia del parque de Monteleón.
– Esto se pone feo -dice el dueño de la casa, don Curro García, apurando el chicote de un cigarro habanero.
La botella de anís, que rueda vacía a sus pies, no le afloja el pulso. Ha estado disparando su escopeta de postas, con eficacia de cazador, sobre los franceses que asoman por la esquina de San Bernardo. Pero el fuego enemigo, cada vez más intenso, apenas permite ya asomar la cabeza. Junto a don Curro, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo tiene la boca amarga y áspera, llena de un desagradable sabor a pólvora. Sus labios y lengua están grises, pues ha mordido y metido en el caño del fusil, con sus respectivas balas, diecisiete de los veinte cartuchos de papel encerado -cada uno contiene una bala y la carga necesaria para el disparo- que le dieron antes de empezar el combate. Nadie ha traído más munición desde el parque de artillería, difuminado entre la humareda de los cañonazos y el fogonear de los disparos. Lo ha intentado el cajista de imprenta Vicente Gómez Pastrana, que hace rato quemó su último cartucho y ahora se apoya en la pared del revuelto salón de la casa -hay impactos de bala en el techo y astillazos en los muebles-, con las manos en los bolsillos y mirando disparar a sus compañeros. Hace un rato quiso ir en busca de munición, pero los enemigos están muy cerca, su fuego es graneado y no hay quien salga a la calle. Abajo no queda nadie, y en las otras viviendas, tampoco. De un momento a otro, ha dicho preocupado el cajista, los gabachos pueden aparecer en la escalera.
– Habría que irse -sugiere.
– ¿Por dónde?
– Por detrás. Al convento de las Maravillas.
Francisco Huertas muerde otro cartucho, mete pólvora y bala en el cañón, y usando el papel encerado como taco lo presiona todo con la baqueta. Luego mueve la cabeza, poco convencido. Aquello no se parece a lo que imaginaba cuando, al oír el tumulto, salió de casa de su tío dispuesto a batirse por la patria. En realidad está empezando a batirse por sí mismo. Para seguir vivo.
– Yo creo que deberíamos juntarnos con los del parque. Allí podemos seguir luchando.
– Por la calle, imposible -opone Gómez Pastrana-. Los mosiús están a veinte pasos y no se puede cruzar… A lo mejor yendo por los patios llegamos hasta nuestros cañones. Seguir aquí es quedarnos en la ratonera.
Indeciso, Francisco Huertas consulta con el dueño de la casa. Don Curro se rasca las patillas grises y mira alrededor, impotente. Aquél es su hogar, y no le apetece dejárselo al enemigo.
– Váyanse ustedes -dice al fin, hosco-, que yo me quedo.
– Los gabachos están al llegar.
– Por eso mismo… ¡Qué dirían mis vecinos, si desamparo esto!
– Pues bien que lo han desamparado ellos.
– Cada uno es cada cual.
Resulta imposible determinar si el valor de don Curro proviene de que defiende su casa o de la botella vacía que hay en el suelo. Prudente, agachado tras los colchones, el joven Huertas se asoma al balcón para echar un último vistazo. Los uniformes azules son cada vez más numerosos en la esquina con San Bernardo, hostigados por los Voluntarios del Estado que tiran desde las ventanas altas del parque. Calle de San José abajo, frente a la puerta principal de Monteleón, los tres cañones siguen disparando a intervalos, y algunos paisanos todavía hacen fuego desde las casas contiguas. Junto a las piezas de artillería permanece un grupo numeroso de hombres y algunas mujeres, indiferentes al hecho de hallarse al descubierto en mitad de la calle enfilada por la mosquetería enemiga.
– Yo me voy -concluye, metiéndose dentro.
El cajista Gómez Pastrana aparta la espalda de la pared.
– ¿Adónde?
– Con los que luchan abajo.
El otro coge el fusil, le pone la bayoneta y se pasa la lengua por los labios, tan ennegrecidos de pólvora como los de Francisco Huertas.
– Pues andando -dice, tras pensarlo un instante-. No se nos pegue el arroz.
– ¿Viene usted, don Curro?
El dueño de la casa, que se inclina para encender con un mixto otro habanero, mueve la cabeza.
– Ya he dicho que no -dice echando humo, el aire heroico-. Aquí caerá Sansón con todos los filisteos.
– ¿Y su mujer?
– Por ella lo hago… Y por mis hijos, si los tuviera -nueva bocanada de humo-. Lo que no es el caso.
Francisco Huertas se cuelga el fusil del hombro:
– Que Dios lo proteja, entonces.
– Y a ustedes, criaturas.
Los dos jóvenes bajan por la escalera, y dando la espalda al zaguán principal cruzan un patio con macetas de geranios y un aljibe y salen a la parte de atrás. Algunas balas pasan alto, zurreando en el aire, y les hacen agachar la cabeza. A Gómez Pastrana se le rompe un cristal de los espejuelos.
– Maldita sea mi estampa. El ojo de apuntar.
Ayudándose mutuamente, saltan una tapia y se encuentran al otro lado, junto al huerto de las Maravillas. Hay humo a lo lejos, sobre los tejados. En la calle y los alrededores sigue el tiroteo.
– Detrás viene alguien -susurra el cajista.
– ¿Gabachos?
– Puede.
Aún no ha terminado de decirlo cuando ante su bayoneta, que apunta hacia lo alto de la tapia, aparecen las patillas grises y el rostro enrojecido de don Curro. El cazador viene sudoroso, terciada la escopeta a la espalda, sofocado por el esfuerzo.
– Me lo he pensado mejor -dice.
El cerrajero Blas Molina Soriano, que ha ayudado a retirar al teniente Ruiz, regresa a la puerta del parque con los bolsillos llenos de cartuchos. Allí, apoyado en una jamba destrozada de la puerta, dispara contra los franceses que se adelantan desde la fuente Nueva y la calle Fuencarral. Le parece que han pasado días enteros desde que, a primera hora de la mañana, encabezó el estallido del motín junto a Palacio. Y empieza a sentirse decepcionado. La gente que combate es poca, habida cuenta de la población que tiene Madrid. Y los militares, salvo los de Monteleón, donde casi todos los uniformados baten el cobre como buenos, no muestran prisa por unirse a la lucha. De cualquier modo, Molina aún confía en que los soldados españoles salgan de sus cuarteles. Es imposible, se dice, que hombres con sangre en las venas permitan a los franceses ametrallar impunemente al pueblo, como hasta ahora, sin mover un dedo para evitarlo. Pero tanta demora y falta de noticias da mala espina. A medida que el tiempo pasa, los enemigos estrechan el cerco y cae más gente, el cerrajero siente menguar sus esperanzas. No llegan los anhelados refuerzos, cada vez hay más paisanos y militares que chaquetean, hartos o asustados, retirándose del fuego para resguardarse en la parte de atrás del parque o las casas vecinas, y los franceses menudean como abejas en una colmena. Así que, en un claro del tiroteo, Molina se acerca al oficial de artillería que, sable en mano, dirige el fuego de los cañones.