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– Iremos en columna cerrada -ha dicho a sus oficiales-. Desde la fuente Nueva, calle de San José adelante, hasta el parque mismo. Bayonetas caladas, y sin detenerse… Yo iré a la cabeza.

Los oficiales terminan de disponer a los hombres y se sitúan en sus puestos. Montholon comprueba que la columna imperial es una masa compacta, erizada de ochocientas bayonetas, que ocupa toda la calle; y que los soldados jóvenes, al verse amparados entre sus camaradas, muestran más confianza. Para abrir la marcha ha escogido a los mejores granaderos del regimiento. El ataque en columna cerrada es, además, temible especialidad del ejército imperial. Los campos de batalla de toda Europa atestiguan que resulta difícil soportar la presión de un ataque francés en columnas, formación que expone a los hombres a sufrir mayor castigo durante el avance, pero que, dirigida por buenos oficiales y con tropas entrenadas, permite llevar hasta las filas enemigas, a modo de ariete, una cuña compacta y disciplinada, de gran cohesión y potencia de fuego. Decenas de combates se han ganado así.

– ¡Viva el Emperador!

La corneta de órdenes emite la nota oportuna, y en el acto empiezan a redoblar los tambores.

– ¡Adelante!… ¡Adelante!

Azul, sólida, impresionante por su tamaño y el brillo de las bayonetas, con rítmico ruido de pasos, la columna se pone en marcha embocando San José. Montholon camina en cabeza, expuesto como el que más, con la extraña sensación de irrealidad que siempre le produce entrar en combate: los movimientos mecánicos, el adiestramiento y la disciplina, reemplazan la voluntad y los sentimientos. Procura, por otra parte, que la aprensión a recibir un balazo se mantenga relegada al rincón más remoto de su pensamiento.

– ¡Adelante!… ¡Paso ligero!

El ritmo de las pisadas se acelera y resuena ahora en toda la calle. Montholon escucha a su espalda la respiración entrecortada de los hombres que lo siguen, y al frente la fusilada de los que cubren el ataque. Mientras avanza, los ojos del joven comandante no pierden detalle: los soldados muertos, la sangre, los impactos de metralla y balas en las fachadas de las casas, los cristales rotos, la tapia de Monteleón, el convento de las Maravillas más allá del cruce con San Andrés, la puerta del parque algo más lejos, con los cañones y el grupo de gente que se arremolina en torno. Uno de los cañones hace fuego, y la bala, que llega alta, golpea el alero de un tejado, arrojando sobre la columna francesa una lluvia de ladrillo desmenuzado, yeso y tejas rotas. Después, un espeso tiroteo estalla desde la tapia y la puerta.

– ¡Apretad el paso!

Los españoles no disponen de metralla, confirma con júbilo el comandante francés. Volviéndose a medias, echa un vistazo a su espalda y comprueba que, pese a los disparos que derriban a algunos hombres, la columna sigue su marcha, imperturbable.

– ¡Paso de carga! -grita de nuevo, enardeciendo a la gente para el asalto-… ¡Viva el Emperador!

– ¡¡¡Viva!!!

Ahora sí tienen al fin, concluye Montholon, la victoria al alcance de la mano.

Reuniendo a cuantos hombres puede en el patio, Pedro Velarde, el sable desnudo, se echa con ellos a la calle.

– ¡Calad bayonetas!… ¡Ahí vienen!

Aunque muchos se quedan parapetados en la puerta o disparando desde las tapias, lo siguen afuera cinco Voluntarios del Estado y media docena de paisanos, entre los que se cuentan el cerrajero Molina y los restos de la partida del hostelero Fernández Villamil, con el platero Antonio Claudio Dadina y los hermanos Muñiz Cueto.

– ¡No van a pasar! -aúlla Velarde, ronco de furia y de pólvora-… ¡Esos gabachos no van a pasar! ¿Me oís?… ¡Viva España!

Entre confuso tiroteo, el grupo se ve reforzado por gente de la partida de Cosme de Mora, que retrocede en desorden desamparando la casa de la esquina de San Andrés que hace rato tomaron al asalto con Velarde, y por paisanos sueltos: el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, el cajista de imprenta Gómez Pastrana, don Curro García y el joven Francisco Huertas de Vallejo, que han logrado llegar hasta allí por el convento de las Maravillas. Se congregan así en torno a los cañones, incluyendo a los que manejan las piezas, medio centenar de combatientes, incluidas Ramona García Sánchez, que permanece cerca del capitán Daoiz, y Clara del Rey, que con su marido e hijos sigue atendiendo el cañón que manda el teniente Arango.

– ¡Aguantad!… ¡Bayonetas y navajas!… ¡Aguantad!

El agrupamiento se paga con sangre, pues facilita la puntería de los tiradores desplegados por los edificios y tejados cercanos. Recibe así un balazo en un pie la joven de diecisiete años Benita Pastrana, que morirá de la infección a los pocos días. También caen heridos el jornalero de diecisiete años Manuel Illana, el soldado asturiano de Voluntarios del Estado Antonio López Suárez, de veintidós, y recibe un disparo en la cabeza el aserrador Antonio Matarranz y Sacristán, de treinta y cuatro.

– ¡Ahí vienen!… ¡Ahí llegan!

Con la manga de la casaca, Luis Daoiz se enjuga el sudor de la frente y levanta el sable. Dos de los tres cañones están cargados, y sus sirvientes los empujan a toda prisa para enfilar la calle de San José, por donde se acerca, a paso de carga y bayonetas por delante, la inmensa columna francesa, imperturbable en su avance aunque la gente del capitán Goicoechea, desde las ventanas del parque, la fusila con cuanto tiene. De los demás oficiales que acudieron a presentarse por la mañana, apenas hay rastro. Deben de estar, piensa agriamente Daoiz, vigilando con mucho denuedo la pacífica retaguardia. En cuanto a la fuerza enemiga que se encuentra a punto de caerle encima, el veterano capitán de artillería sabe que no hay modo de detener su ataque, y que cuando las disciplinadas bayonetas francesas lleguen al cuerpo a cuerpo, los defensores acabarán arrollados sin remedio. Sólo queda, por tanto, rendirse o morir matando. Y antes que verse ante un pelotón de ejecución -de eso no lo libra nadie, si lo cogen vivo-, Daoiz es partidario de acabar allí, de pie y sable en mano. Cual debe hacer, a tales alturas, un hombre que, como él, no está dispuesto a levantarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. Antes prefiere levantársela a cuantos franceses pueda. Por eso, desentendiéndose del mundo y de todo, el capitán afirma los pies y se dispone a bajar el sable, gritar «fuego» para la descarga de los cañones -si al menos tuvieran metralla, se lamenta por enésima vez- y luego usar ese sable para vender su vida al mayor precio en que su coraje y desesperación puedan tasarla. Por un instante, su mirada encuentra los ojos enfebrecidos de Pedro Velarde, que amartilla una pistola y la dispara contra los franceses, sin dejar de dar voces y empujones para contener a los que, ante la cercanía de aquéllos, chaquetean y pretenden echarse atrás. Maldito y querido loco de atar, piensa. Hasta aquí nos han traído tu patriotismo y el mío, dignos de una España mejor que esta otra, triste, infeliz, capaz de hacernos envidiar a los mismos franceses que nos esclavizan y nos matan.

– ¿Cuándo llegan los refuerzos, señor capitán? -pregunta Ramona García Sánchez, que se ha situado junto a Daoiz, cuchillo en una mano y bayoneta en la otra-… Porque la verdad es que tardan, sentrañas.