– Seguro que me sobran motivos para matarte -exclamó finalmente, retirando el dedo del gatillo-. Seguro que lo tienes bien merecido…Volveré otro día.
Soltó la pistola, se colgó el macuto del hombro, recogió del suelo la bota y se fue de allí sin mirar atrás.
Dejó transcurrir el resto del día vagando por el monte, sin fuerza ni coraje para regresar al puerto y encararse con la barca que debía devolverlo a Mallorca. Cuando por fin se decidió, comenzaba a anochecer. Comprobó desde lo alto que en el muelle no había otra embarcación que la del Lluent. Su transporte debía de haber soltado amarres hacía ya vanas horas.
Bajó con desgana los desmontes donde nacía el pueblo. Tenía hambre, pero antes de visitarla cantina fue ala Comandancia Militar a guardar la pistola. El soldado de guardia le dijo al verle que el capitán le esperaba en su despacho. Benito Buroy abrió la puerta.
– ¡Hombre! -dijo el militar echándose hacia delante en su butaca, que soltó un largo crujido-. ¡Benditos los ojos! El comisario ha llamado varias veces. Está que trina con usted. Parece ser que le esperaba hoy en Palma.
– No he podido cumplir con el encargo -se excusó difusamente Benito Buroy.
El capitán se puso en pie y se encaminó hacia el archivador para sacar su botella de fino.
– Así que estará una semana más con nosotros. Pues muy bien. Será testigo del lío que se está montan do. Vamos a entrar en guerra, amigo mío. Ahora ya se lo puedo asegurar.
Llenó los vasos. Antes de que Benito Buroy pudiera llevárselo siquiera a los labios, vació el suyo de un solo trago.
– El general Kindelán lleva tiempo acorazando las Baleares por miedo a una invasión -continuó el militar-.Y ahora nos toca a nosotros. Esta semana me han de llegar más hombres y piezas de artillería. ¡Hasta un camión, vaya por Dios! He puesto a la tropa a ensanchar la pista que lleva al campamento. ¿Qué se apuesta a que un día de estos tomamos Marruecos?
Benito Buroy se había sentado en una de las sillas y se rascaba reflexivamente la coronilla. Otra guerra. Era de dominio público que Franco iba a alinearse con el Eje para devolver a España el rango de primera potencia que siempre le habían negado los franco británicos. Pero ¿cómo iba a rearmarse un país desgarrado y empobrecido por tres años de guerra civil?
En aquel momento sonó el teléfono en la pared del despacho. EÍ capitán Constantino Martínez se apresuró a descolgarlo.
– Dígame… Si, soy yo, pásemelo… Un saludo, señor comisario… Aquí lo tiene, ya ha llegado… Naturalmente…
Benito Buroy ya estaba a su lado. El militar le entregó el auricular y fue a llenarse de nuevo el vaso. Buroy cerró los ojos antes de acercarse el aparato al oído.
– ¿Se puede saber qué coño haces, gilipollas? -tronó la voz airada del policía.
– Ha habido problemas. Necesito unos días más.
– ¡El miércoles que viene te quiero aquí! ¡Aquí! ¡Sin falta! ¡Y con el tipo ese bajo tierra! ¿Me has entendido? ¿Me has entendido, degenerado? ¡Si no estás aquí el miércoles te arrancaré los huevos y te los meteré en la boca!
– Confie en mí… -comenzó Benito Buroy.
Pero el auricular dejó escapar un estridente chirrido.
– ¿Ha acabado la conversación? -preguntó, casi al instante, una voz femenina.
Los paseos en barca habían dado comienzo a mediados de agosto, unas semanas antes de que Benito Buroy llegara a la isla, y antes también de que una tormenta desenterrara a los muertos y con ellos el testamento de la Xuxa, de que Leonor Dot sorprendiera a Andrés espiando a Camila y de que un pelotón de voluntarios fusilara al antiguo carbonero junto a la tapia del cementerio. La idea había surgido en la sobremesa de la paella que preparara Felisa García a su regreso de Mallorca. Markus Vogel ya se había perdido por el monte con su ración de tabaco, y Paco, borracho por completo, roncaba sonoramente con la cabeza desmayada en la silla. Camila, que se aburría, pidió al Lluent que la llevara a dar un paseo en su barca. Y el pescador, que también había abusado del tinto, se puso en pie. Tambaleándose un poco, anunció que iba a llevarla a una cueva marina donde las aguas eran tan claras y tan azules que parecían una infusión de zafiros.
– ¡De Cabrera no sale nadie sin mi permiso! -había exclamado el capitán Constantino Martínez despertando de un prolongado ensimismamiento etílico.
– Nadie se va a ir, tranquilo -le contestó de buen humor Felisa García-. ¡Si estáis todos tan bebidos que da pena veros! Pero mañana, cuando el Lluent se haya recuperado, se llevará a estas señoras a dar una vuelta por el mar, faltaría más. Ya va siendo hora de que se refresquen un poco.
A la mañana siguiente, después de que el capitán autorizara la excursión con un gruñido agónico, pues los ardores de la resaca le avivaban los causados por la metralla que se le iba oxidando en las entrañas, el Lluent y sus invitadas salieron por primera vez a navegar. En aquella ocasión el pescador, en cumplimiento de su promesa, las había llevado a una cueva de aguas asombrosamente azules y ecos amortiguados en la que se adivinaban docenas de murciélagos suspendidos de la bóveda de estalactitas. En las semanas siguientes salieron varias veces más, hasta convertir aquellos paseos en una costumbre que mantenía al capitán Constantino Martínez en un inquieto y permanente otear del horizonte. A veces superaban el saliente donde se alzaba el faro y hendían las aguas hacia el sur para ver los acantilados donde batían las olas. Por allí alcanzaban, impulsados por el viento, el segundo faro de la isla, que orientaba sus haces de luz hacia las aguas profundas que llevaban hasta Argel. Otras veces navegaban en dirección contraria, bordeando el castillo y costeando hacia el norte, donde las aguas eran más calmas y se encontraban lugares tranquilos donde echar el ancla. Allí el Lluent enseñaba a Camila a preparar los sedales o a hundir las nasas de mimbre que dejaban luego señaladas con una boya. El pescador hablaba muy poco, pero a veces señalaba una mancha parda en el cielo y decía:
«Un cernícalo. Es bueno, se come las ratas». O se limitaba, sin abrir los labios, a indicar con el dedo un acantilado donde una cabra solitaria hacia equilibrios sobre el vacío.
Leonor Dot tampoco hablaba mucho. Solía acurrucarse en la proa y, dejándose mecer por el vaivén de la barca, se sumía en el mundo atemporal de los recuerdos. A veces, la asaltaban con tal viveza que las voces de Cánula y del Lluent se iban apagando, como si poco a poco se fueran alejando de ella, y el calor del sol sobre la cara se transformaba en la presión suave de una mano, o en otra luz y otro calor bajo un sol distinto, o incluso en el frío gélido de una mañana de invierno en una ciudad lejana. Con los ojos cerrados, levemente mareada y adormecida por el balanceo, Leonor Dot vagaba sin cuerpo por un pasado irrecuperable que, a pesar de todo, necesitaba rememorar para continuar sintiéndose viva. A veces los recuerdos le dolían demasiado y entonces, tapándose la cara con las manos, se asombraba de que los horrores de una vida arruinada pudieran desembocar en un rato de paz sobre una barca, bajo el sol benigno de todos los días.
No por eso dejaba Leonor Dot de ser combativa. Durante uno de aquellos paseos en el que habían ido a ver los peñones que asomaban más allá de la isla deis Conills, se puso en pie al divisar a lo lejos la línea brumosa de la costa mallorquína. Parecía tan cercana que daba la falsa impresión de que podía alcanzarse a nado. El Lluent conocía bien aquella derrota surcada de peligrosas corrientes marinas, pues vendía la mayor parte de sus capturas en la colonia de Sant Jordi, que era el puerto más próximo a Cabrera. Leonor Dot se volvió hacia el pescador. Le brillaban las pupilas.