– A las mujeres hay que tratarlas con mano dura -dijo.
Señalando con el pulgar por encima del hombro la cantina donde sonaban las voces apagadas de Felisa y Andrés, se explicó mejor:
– La mía me tiene miedo,
Benito Buroy permaneció callado, pero todos en Cabrera se habían acostumbrado a su silencio y ya nadie esperaba de él ninguna respuesta.
– Miedo, eso es lo que me tiene -insistió Paco, rellenándose el vaso con las últimas gotas de vino-. Me tiene tanto miedo que podría hacer con ella lo que quisiera.
Aquello no se había visto nunca en Cabrera. A media mañana sonó por dos veces el lamento largo y ronco de una sirena, y poco después entraba en la bahía un barco enorme y destartalado que parecía capaz de quebrar la isla y seguir luego su camino por las aguas mansas del verano. Paco, que fue el primero en salir de la cantina para ver el espectáculo, no tardó en comprobar que se trataba de un antiguo pailebote revestido con planchas de hierro. Sobre la cubierta había un movimiento incesante de soldados. Volvió a bramar la sirena y de la chimenea salió una espesa nube de humo negro.
El capitán Constantino Martínez, vestido con su traje de gala y acompañado por cuatro soldados entorchados, salió de la Comandancia Militar y se encaminó con paso decidido hacia el muelle. Pese a que aquel acorazado, que se acercaba lenta y trabajosamente al muelle, dejaba entrever más arrogancia que prosperidad, el capitán lo contemplaba con el orgullo con que se asiste a los despliegues de la madre patria. Por fin, después de tantos meses en vela, de tanto tiempo de callada y disciplinada observancia de un mar infestado de buques enemigos, llegaba la armada nacional con los tan esperados refuerzos.
Benito Buroy, que se entretenía escuchando la radio en la balconada de la Comandancia, observó que Paco se dirigía también hacia el muelle con aire desinhibido y garboso. Felisa García, en cambio, se había quedado a la puerta del bar. Con las manos unidas sobre el pecho, como si rezara, contemplaba todo aquello con la misma preocupación con que, a lo largo de la historia, las buenas cocineras vieran a los jóvenes partir hacia el frente riendo y entonando canciones. Lo peor de los potajes, filosofaba Felisa García con gran aflicción, era que los hombres, después de comerlos, se sentían capaces de todo. Así había sucedido con su hijo mayor, que había partido a la guerra prometiéndole regresar cargado de regalos para ella. Hasta un mantón de Manila le había prometido… Las tragedias, en aquella isla y en cualquier otro lugar, siempre se habían visto precedidas por un gran despliegue de optimismo.
El buque hizo varias maniobras antes de lograr echar los amarres a aquel muelle diminuto. Un rato después, el capitán Constantino Martínez, cuyo estado de ánimo, tan español, se debatía entre el mundano arrojo del conquistador y la cerrazón espiritual de la defensa numantina, realizaba grandes esfuerzos por mantener la marcialidad ante el teniente que comandaba aquella expedición salvadora, pero los ojos le hacían chiribitas al ver todo lo que se estaba descargando de las tripas del mercante disfrazado de destructor. Además de una sección de cincuenta hombres que vendría a reforzar a la tropa bajo su mando, frente a él se apilaban un montón de cajas de madera rotuladas en alemán que contenían, según le fueron explicando, dos cañones de defensa costera que serían instalados en la bocana de la bahía, varias ametralladoras y gran cantidad de munición. Los marinos habían descargado también veinte o treinta barriles, y en aquel momento se disponían a bajar al muelle un camión de color polvoriento con un enorme depósito adosado tras la cabina.
– Está preparado para funcionar con gasógeno -aclaró el teniente del navio-. Si nos cortan el suministro de gasolina podrán hacerlo andar con carbón.
– Caray -exclamó el capitán Constantino Martínez-, son ustedes muy previsores. Con tantos barriles de combustible y lo pequeña que es la isla no hará falta el gasógeno durante años.
– Los barriles no son para el camión -contestó el otro imprimiendo a su voz un cierto tono de misterio-. Me gustaría hablar con usted en su despacho.
Camila, que había bajado para ver el despliegue de tropas, se cruzó en la plaza con los dos militares. En el muelle, los infantes recién desembarcados, al verse libres de la oficialidad, se habían relajado y conversaban en corrillos. Pero un cabo los hizo formar y se los llevó a paso ligero hacia los barracones. Camila se quedó sola frente al camión estacionado entre las cajas de madera y los bidones. Se acercó al vehículo y apoyó una mano en uno de los faros. Sonó entonces un silbido. La niña retiró asustada la mano y buscó con la mirada a su alrededor sin darse cuenta de que un marino, desde la cubierta del barco, la invitaba con gestos a subir a bordo. Paco, cerca de él, conversaba con otros miembros de la tripulación. El cantinero había abierto los brazos en circulo y los giraba con energía a un lado y a otro, como si les estuviera explicando la manera de preparar el bacalao al pil-pil o de bailar el minué. Probablemente, aunque Camila tampoco se diera cuenta, escenificaba la rotación de un cañón antiaéreo.
– ¡Camila!
Felisa García la llamaba desde la playa estrecha que separaba el muelle de la cantina.
– ¡Ven a desayunar! ¡Hale, corre, que me tienes harta!
La niña resopló con fastidio, acarició de nuevo el faro, que le dejó los dedos pringados de un polvo grasiento, y obedeció sin darse mucha prisa. Mientras, Leonor Dot, desde la puerta del bar, contemplaba con desagrado el barco inmenso atracado a espaldas de su hija.
El falso acorazado largó amarras poco después, en cuanto hubo concluido la reunión de los mandos militares en el despacho de la Comandancia. El capitán Constantino Martínez había regresado al muelle, tras aquella reunión, sumido en un hosco y lúgubre silencio. No parecía que le hubieran dado buenas noticias. Llamó a gritos a Paco para que bajara de una vez a tierra, y se despidió del teniente llevándose con desgana la mano a la gorra. El teniente estuvo claramente tentado de hacer algún comentario, pero le devolvió el saludo con una amplia sonrisa y, sin más, se encaminó hacia la pasarela.
– ¿Qué le pasa a usted? -dijo Paco, alzando la voz para vencer el bramido de la sirena del barco-. Parece que le haya atacado un dolor de muelas.
El capitán Constantino Martínez le dirigió una mirada turbia. Estaba completamente abatido.
– Nunca en mi vida había hecho un ridiculo tan grande -murmuró-. Me traen un camión y yo no tengo carretera. El marino ese ha tenido que tomar asiento para no caerse de la risa… Y mira que lo avisé, una y mil veces les dije que se dieran prisa, que llegaría el camión y no tendría por dónde echarlo a rodar. ¡Si esos imbéciles se hubieran apresurado un poco…!
Un grupo de soldados llegaba en aquel momento del campamento. El capitán los había mandado llamar. Al mando estaba un sargento que se cuadró con evidente zozobra. Dirigió una mirada preocupada hacia Paco, que se encogió de hombros y se volvió para observar cómo se alejaba el barco.
– Óigame bien, Ridruejo -soltó el capitán-. Tiene dos días para acabar de ensanchar el camino. Si no lo hace en dos días tiraré sus galones a las letrinas.
– A sus órdenes, mi capitán. Lo que usted diga… pero eso es imposible. No tenemos casi utensilios. Lo hacemos con las manos, como quien dice.
– ¡Pues le doy el tiempo mínimo posible, pero ni un día mas! ¡Ni un día! ¿Dónde está el conductor del camión?
Uno de los soldados dio un paso al frente. Era un hombre enjuto, con las manos embadurnadas de grasa y un pelo desgreñado más largo de lo reglamentario. Vestía un uniforme de trabajo con Cantos lamparones que parecía de camuflaje.
– Tendrá que aparcar el camión en la plaza -le dijo el capitán-. Los demás, que lleven las cajas al edificio del pescado. En cuanto sea posible montaremos las armas y las trasladaremos a sus emplazamientos… ¡Y pensar que la seguridad de Mallorca depende en buena parte de nosotros! ¡Que Dios nos ayude!