Выбрать главу

Así pues, algunas noches se despertaba en su habitación de Cabrera y, sin ver nada pero con los ojos muy abiertos, recordaba aquellas otras noches en el penal. Pese a todo, guardaba una memoria difusa del terror de los primeros días, cuando tanto temía la visita de sus verdugos. El tiempo los había ido emborronando. Mucho más nítidas se le aparecían las otras noches después de aquella en la que, ante un oficial falangista de pelo engominado y gafitas sin montura, famélico y malcarado, insomne según decía, que leía los informes de ¡a policía alzando las cejas y dejando escapar una sonrisita torva como si hojeara fotografías de mujeres desnudas, Benito Buroy cediera ante el temor a la muerte y la certeza de que ya no había salvación en la resistencia ni en el silencio. En una desfallecida remembranza había dado fe de todos los nombres y de todos los hechos que podía recordar. A solas de nuevo en su celda, le resonaban en los oídos las palabras del oficiaclass="underline" «Estás salvando la vida, estás salvando la vida», y la vaga promesa de indulgencia con que había concluido el interrogatorio, y la primera sospecha de que para redimirse no había hecho más que comenzar a alimentar a una fiera que iba a resultar insaciable. Debía pedir perdón, y podían concedérselo siempre que continuara pidiéndolo una y otra vez, una y otra vez. Eso era lo que hacía desde que saliera del penal, y lo que haría cuando le pegara un tiro al alemán para que a él le permitieran vivir un poco más, despertarse por las noches, abrir los ojos en la oscuridad y desear que Otto Burmann, el pobre y desesperado Otto Burmann, se despertara también y le reprochara algo al oído que le provocara el enojo, o la risa, o el desprecio. Que lo rescatara en cualquier caso de sí mismo.

Benito Buroy se despertó y abrió los ojos en la oscuridad, pero Otto Burmann no estaba allí. Sintió que le faltaba el aire. Se incorporó en la cama aguzando el oído con la estéril intención de escuchar algún sonido, algo que le diera un indicio de que se estaba haciendo de día. Pero no hay nada tan invariable como las horas perdidas en el interior de la noche. Buroy sintió la necesidad imperiosa de salir de sí mismo. Se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió. El soldado de guardia dormía en la silla, la cabeza caída. No se movió cuando pasó por su lado y salió a la plaza.

La higuera, contagiada por la inmensidad del firmamento, permanecía absolutamente inmóvil bajo la luz de la luna. Benito Buroy avanzó unos pasos creyéndose solo, pero entonces le llegó un tarareo jadeante desde un extremo de la explanada. Era e! Lluent, sentado a la puerta de su casa. Balanceaba el tronco suavemente y hacía girar entre sus dedos, como un rosario, una cuerda atada en círculo. Benito Buroy se le acercó.

– Me alegro de que esté despierto -dijo el pescador-. Voy a necesitar ayuda. Hoy me duele la espalda.

El otro no contestó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le venia bien que aquel viejo le ofreciera alguna ocupación que le permitiera distraerse hasta que empezara a amanecer. Ni siquiera se preguntó qué podía desear de él a aquellas horas. Se limitó a encender un cigarro y a volverse de nuevo hacia el mar.

– Varaos -dijo el Lluent poniéndose en pie con desgana-. Los soldados ya han cargado la barca.

Benito Buroy miró hacia el muelle, pero allí no había nadie. Siguió al pescador hasta el laúd. En la cubierta, amarrados con un cabo en torno al mástil, había seis de los bidones que el falso acorazado descargara dos días atrás. El Líuent, que ya había soltado el amarre y lo sostenía entre las manos, le hizo un gesto con la cabeza para que subiera a bordo. Luego saltó tras él y separó la barca del muelle con la ayuda de un remo. Comenzó a bogar con mucha parsimonia hacia la embocadura de la bahía. A la luz de la luna todo se revestía de una apariencia entrevista apenas, mortecina. El mar espejeaba y las casas del pueblo, sobre la ladera de la montaña que se mantenía en una densa oscuridad, parecían a punto de difuminar-se y desaparecer. Benito Buroy tiró al mar la colilla de su cigarro.

– A estas horas se levanta la brisa -dijo el pescador.

Guardó los remos e izó la vela. El laúd, tras unos instantes de reposo, comenzó a deslizarse con gran lentitud. Benito Buroy sintió frío cuando salieron a mar abierto. Allí las aguas ya no estaban tan calmas. Se habían levantado unas olas amplias y profundas como lomas, y un viento constante, muy húmedo, hinchaba el trapo imprimiéndoles velocidad. Dejaron a su derecha los peñones que indicaban la derrota de Mallorca y se fueron alejando de Cabrera en dirección a ninguna parte. Al poco rato la isla era una sombra en el horizonte. Benito Buroy tintaba. El Lluent, por su parte, parecía haberse adormecido al timón. Sin embargo, de vez en cuando alzaba la cabeza para estudiar las estrellas, y finalmente se puso en pie y miró a su alrededor buscando algo en la superficie del mar.

– Es aquí -dijo-. Hágame el favor de sujetar el timón, que yo desataré los bidones.

Benito Buroy se situó en la popa. Había encendido otro cigarro, pero los dedos le temblaban tanto que le costaba un gran esfuerzo llevárselo a los labios. El pescador liberó la carga y se volvió de nuevo hacia su pasajero.

– Hoy me duele la espalda -repitió-. Ayúdeme a tirarlos al mar.

Entre ambos fueron volcando los bidones, que al caer al agua se sumergían para refiotar a los pocos instantes con ansiedad de ahogados, como corchos que soportaran un peso excesivo. Cuando hubieron acabado de descargarlos, el Lluent volvió a gobernar el timón e hizo virar la barca describiendo un amplio círculo. El laúd, liberado de su flete, era mucho más veloz y más frágil. Benito Buroy intentaba localizarlos bidones, pero sobresalían tan poco del agua que no tardó en perderlos de vista. Fue entonces cuando aquellas olas mansas, en el lugar impreciso del que ya se estaban alejando, comenzaron a borbotear agitadas por dentro. Benito Buroy retrocedió instintivamente. A punto estuvo de caer de espaldas por el otro costado de la barca cuando vio emerger la torre de un submarino y poco después su lomo inacabable, satinado bajo la luz de la luna.

– Tranquilo -dijo el Lluent-. Son amigos, alemanes. No harán daño a quienes les dan de beber.

Señaló un lugar en el horizonte donde la negritud del cielo comenzaba a transformarse en un azul profundamente oscuro.

– Mire… ya amanece.

Camila se encontraba en el porche fingiendo que hojeaba una revista, pero a duras penas podía contener la risa. Felisa García había llegado un par de horas atrás hecha un saco de nervios. Aquella tarde, por fin, daban comienzo las clases de alfabetización. Leonor Dot la había hecho sentar a la mesa y había extendido ante ella papeles y un par de lápices. Luego, muy calmada y didáctica, había empezado a explicarle los rudimentos de la escritura. Pero la otra, por muy alta que tuviera su autoestima desde su viaje a Mallorca, y pese a su reciente inclinación por los aforismos de anhelo filosófico, se ponía todo el rato a la defensiva, e incluso agresiva cuando se sentía herida en lo referente al alcance de su inteligencia. Según le diera, regañaba a su maestra por la poca claridad con que explicaba las cosas, o declaraba, golpeando la mesa con la palma de la mano, que por muchas vueltas que le dieran iba a ser incapaz de entender tanto signo misterioso y tanta chorrada. Tras un largo tira y afloja volvían a empezar con las vocales y las sílabas, una y otra vez, siguiendo siempre los mismos pasos y tropezando en las mismas cuestiones impenetrables. A aquellas alturas de la clase, tras dos horas de forcejeo, Leonor Dot había escrito una palabra en un papel y se lo enseñaba a su alumna.