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– ¡Te encontraré! -gritó de nuevo, en un último esfuerzo por defenderse-. ¡No tengo prisa!

En su vida había aventurado una mentira tan poco consistente. Dos días después llegaría la barca que debía transportarlo a Palma, y el comisario le esperaba en su despacho en cuanto pisara tierra. Pero Benito Buroy no podía cumplir sus órdenes, ni podía regresar a Mallorca ni buscar ninguna otra salida. Él mismo se había negado la posibilidad de hacerlo. Sabía que el comisario no iba a perdonárselo ni a ser misericorde. Sabía también que, algunos días después, cuando él ya estuviera de regreso en el penal, o fusilado, alguien con menos escrúpulos desembarcaría en Cabrera y se encargaría de Markus Vogel. Solo en aquella playa, observado quizá por aquel ermitaño llegado de tan lejos, se vio sorprendido por una insólita identificación con él. Tuvo la sensación, que no pudo reprimir, de que se hundían juntos en el mismo pozo sin fondo, en el mismo abismo.

El hombre que le espiaba desde alguna de aquellas cuevas, que se escondía traicionando la palabra que le diera en la cantina, aquel al que sólo había visto en un par de ocasiones y con el que, en circunstancias normales, jamás se habría cruzado, se había convertido en su compañero en la desgracia. Los dos carecían de alternativas. Los dos estaban muertos.

La carretera estaría acabada la víspera del día en que sobrevolara Cabrera el avión de guerra alemán, y justo a tiempo para que la barca de las provisiones, que por ser miércoles llegaba aquella mañana desde Palma, pudiera trasladar su contenido a la plataforma del camión. El capitán Constantino Martínez estaba exultante.

– Se acabó eso de llevar las cajas sobre la espalda-dijo ante los pocos asistentes a aquel acto memorable-. A partir de ahora esta isla es un lugar civilizado. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Una vez completado el trasiego de abastecimientos, el capitán, sentado junto al conductor con los ojos brillantes y la frente perlada de sudor, dio orden de que el vehículo se pusiera en marcha. Pero Leonor Dot, que ¡legaba de la cantina con Andrés cogido de la mano, lo impidió con un gesto de apremio. El militar, bastante molesto, asomó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó.

– Quiere ir con usted…

En el rostro del oficial, que era a veces como un libro abierto, se pudo apreciar que ya estaba definitivamente harto de convivir con aquellos cuatro civiles asilvestrados. No le hacia ninguna gracia aparecer por el campamento, en un día de tanta trascendencia para la historia del parque móvil de Cabrera, con un retrasado mental sentado a su lado. Renegó en voz baja, jurándose insistir en la petición de un destino en la península en cuanto concluyera la guerra y con ella el papel crucial que le habían asignado en la defensa del archipiélago. Luego, tras mirar unos instantes a Andrés, que, dominado por una timidez amedrentada, mantenía la cabeza gacha ofreciéndole su coronilla de pelos ralos, señaló la carga que se amontonaba en la caja del camión por detrás del enorme depósito de gasógeno.

– Bueno, que suba… ¡Y que se agarre con fuerza, que esto no es el paseo de la Castellana! ¡Estamos en zona militar, señora, y no en un parque de atracciones!

Andrés, guiado por Leonor Dot, ascendió con dificultad a la plataforma y se sentó con las piernas colgando y las dos manos aferradas al lateral del vehículo. Cuando éste empezó a rodar, el muchacho puso cara de velocidad como si lo que viera fuera en exceso vertiginoso o estuviera a punto de estrellarse de espaldas. El camión cruzó la plaza levantando su nube de polvo habitual y se alejó traqueteando por las muchas piedras que cubrían la pista. Leonor Dot lo vio avanzar a lo largo de la costa haciendo eses para sortear los baches, y detenerse a los pocos minutos frente a los barracones donde lo esperaba una aglomeración de soldados.

Regresó un rato después, libre de su carga y con Andrés, que no se había movido de la plataforma ni para facilitar que bajaran las cajas, sonriendo de oreja a oreja. Tampoco quiso descender el muchacho cuando el conductor detuvo el camión frente a la Comandancia. Hicieron lo posible por hacerle entrar en razón, y optaron al fin por dejarlo sentado donde estaba, agarrado con encono a las planchas del camión, la sonrisa permanente y la quijada echada hacia delante, como si aun inmóvil anduviera enfrentándose a insensatas velocidades.

Benito Buroy estaba a la sombra de la higuera con las manos en los bolsillos. Llevaba unos días más silencioso de lo habitual, sin encontrar límites al distanciamiento con que intentaba protegerse. A pesar de ello, solía vérsele donde hubiera actividad, curioseando para pasar el rato, y a veces se animaba a jugar al dominó o a las cartas con los soldados.

– Esto no acabará aquí -le dijo el capitán al bajar del camión-. Prolongaremos la carretera por el interior hasta el faro de N'Ensiola, y luego haremos otra que bordee toda la isla. Dentro de un tiempo Cabrera entera será accesible a los vehículos rodados.

Buscó él también la sombra de la higuera, y añadió, sin darse cuenta de que se estaba arrogando las funciones de un pequeño Tiberio:

– Dentro de unos años, esta isla será tan bella como Capri.

A Bemto Buroy le extrañó aquella referencia cosmopolita en alguien que no había salido nunca de España, pero lo cierto era que el capitán Constantino Martínez, que no sentía un gran aprecio por los alemanes, era sin embargo un italianista furibundo y gran admirador tanto del imperio romano como de Mussolini. Aquel extremeño, para el que la vida tenía la extensión de un patio de armas, creía a pesar de ello que en Italia la vegetación era toda exuberante y los edificios oficiales tan grandes que entrar en ellos cortaba la respiración, y estaba seguro de que, con Franco, España entera se cubriría de pesadas y esplendorosas glicinias, y hasta el prodigioso Valle de los Caídos, cuyas obras habían ya empezado, con el tiempo parecería una aproximación, muy meritoria pero empequeñecida y primeriza, a la arquitectura monumental que cubriría todo el suelo de su patria. El capitán no sabía ni le interesaba dónde pudieran estar Osaka, Jerusalén o Petrogrado, pero hablaba de la región del Lazio como si estuviera refiriéndose a su casa.

Aquella mañana, apoyado en la higuera, dejó de soñar al pasear la mirada por el horizonte y darse cuenta de que la barca de aprovisionamiento ya había partido en dirección a Mallorca. Miró algo sorprendido a Benito Buroy, que permanecía a su lado liándose un cigarro.

– No se ha ido usted -constató-, El comisario se subirá por las paredes.

– La herida me ha impedido cumplir con mi trabajo -contestó Buroy. Y añadió, ladino-: Si usted hubiera matado las tintoreras, no habríamos tenido que rescatar el atún y me habría podido marchar en esa barca.

– ¡Cómo iba a matarlas, si disparaba a ciegas! ¿Y quién le dice que estaban ahí, si nadie las vio? A ver si todavía voy a tener problemas con la policía de Palma… No me toque las narices, Buroy, porque escribo un informe a Capitanía y me desentiendo de este asunto. Y no se ofenda por lo que le voy a decir, pero lleva dos semanas aquí y no le he visto hacer nada. ¿Qué le han encargado, que escriba en verso la vida de San Ignacio de Loyola?