– Tranquilícese -dijo, revistiendo su voz de la sensatez de quien ha pasado por trances mucho peores-. Debemos actuar con calma hasta encontrar al culpable. De momento, sólo cabe rezar para que esto no vuelva a repetirse.
– ¿Rezar? -murmuró el pescador, sin mirarle-. ¿A quién, rezar?
– No sea derrotista, hombre, y no blasfeme. Venga, dejemos que las señoras hagan su trabajo y bajemos a la cantina. Cenaremos algo, nos tomaremos una copita y ya verá, en dos días ni nos acordaremos de todo esto.
Amanecía un día frío y saturado de humedad, pero el cielo estaba despejado- Sólo unas nubes lejanas se deshilachaban en el horizonte allá por donde salía el sol, astillando su luz intensamente roja. Felisa García, que había pasado la noche en vela, preparaba achicoria para el Lluent, que tiritaba en una de las sillas de la cantina con los ojos vidriosos y la mandíbula y las manos agarrotadas. Se preguntaba la mujer, mientras atizaba las brasas para que el agua hirviera con mayor rapidez, qué habría hecho el pescador hasta aparecer por allí con las primeras luces, trémulo y desfallecido. Seguramente nada más que canturrear a la puerta de su casa, absorto en su mundo de voces olvidadas o imposibles, dejando que la lluvia le fuera apagando el fuego insoportable de sus emociones. Felisa García sabía que el Lluent sentía la vida de una forma tan intensa como imprecisa. Nada era del todo suyo ni del todo ajeno a él. Y aunque no fuera un hombre religioso, tenía un sentido del orden que en demasiadas ocasiones no se ajustaba a lo que sucedía en el mundo. Por eso, a menudo se le volvían obsesivas las ideas y le quemaban por dentro.
Había sido una noche extraña y desagradable. Al llegar, ya muy tarde, de casa de Leonor Dot, la cantinera había encontrado a su marido durmiendo empapado en su propio vómito. En cambio, la cama de Andrés permanecía sin deshacer, la almohada esponjada y el embozo abierto, tal como la había dejado ella por la mañana para hacerle más grata la hora de enfrentarse a las pesadillas. El chico no había vuelto a aparecer tras abandonar a Markus Vbgel en la cala con el cuerpo inerte de Camila entre los brazos.
Felisa García había pasado la noche sentada a la mesa de la cocina, angustiada por cómo lo estuviera pasando su hijo y maldiciendo a su marido por dejarla sola en momentos de tanto sufrimiento. Con sus manos gordezuelas una sobre ocra, la mirada vagando perezosa de las estanterías a los fogones, de éstos al retrato de Pío XII y de nuevo a las estanterías repletas de cazos renegridos, latas cubiertas de grasa y tarros con olor a podredumbre, fue cayendo la mujer en las trampas del pensamiento. El paso lento de las horas le había ido despertando una incertidumbre que a punto estaba de volverla loca. Sin poder evitarlo, daba vueltas y vueltas a la idea de que Andrés únicamente desaparecía cuando se sentía herido en su orgullo o culpable de algo. Pero el día anterior nadie le había hecho nada malo a su hijo. Muy por el contrario, Felisa recordaba haber visto al muchacho muy contento ante la perspectiva de aquel día en la playa. Entonces, si era la culpabilidad la que, muchas horas y horrores después, lo había obligado a salir corriendo ante el alemán que le pedía ayuda, aquello sólo podía significar que había sido él el que había forzado a la niña. A la cantinera, que seguía sus razonamientos sin hacer trampas ni adelantarse nunca a su propio discurrir, le dio un vuelco el estómago al alcanzar aquella conclusión: era Andrés el que había violado a Camila.
La habitación se había quedado de pronto sin aire y Felisa García, con las manos en el pecho, había comenzado a boquear horrorizada. Sintió la necesidad imperiosa de llamar a alguien, pero no supo a quién, ni si tenía derecho a suplicar que la asistieran. En aquel momento se oyó el sonido de la puerta de la cantina y, al alzar Felisa la mirada, tropezó con la de Pío XII, que la observaba desde su calendario de pared. Los ojos del papa ya no ofrecían su habitual placidez y le recriminaban que hubiera parido a un degenerado, que fuera una mujer tan débil y que, no contenta con todos los males que había llegado a desencadenar, continuara sentada sin hacer nada. Felisa García meneó la cabeza, se puso en pie y fue a ver quién entraba, murmurando por lo bajinis:
– No puedo venirme abajo, no puedo. Tengo que encontrar a Andrés y entregarlo a las autoridades.
El Lluent caminaba tambaleándose. Nunca, ni tras sus peores noches en el mar, había aparecido por la cantina en un estado tan lamentable. Tomó asiento en una silla sin fuerzas para contestar al saludo de la cantinera. Felisa García, a pesar de la hora que era, se apresuró a prepararle una achicoria bien caliente. Mientras atizaba el fuego preguntándose qué habría hecho para estar tan maltrecho, tuvo una idea que la dejó paralizada. El pescador era un hombre de impulsos brutales, ella lo sabía bien, y resultaba sorprendente verlo vencido por un abatimiento que podía deberse. por qué no, a la culpa. A la culpa que le podría causar no haber sabido resistirse a la tentación de apropiarse de la inocencia de Camila, y con ella de los perfumes de su imaginación, y de las voces inaudibles, y de un pasado que recordaría entre brumas y de un futuro que sencillamente no existía. Casi todo en la vida se hace para cubrir malamente una idea superior e inalcanzable, pensó Felisa García. ¿Por qué no podía el Lluent haber caído en aquel espejismo que acababa condenando a casi todos los hombres? ¿Y si era el pescador el que había violado a la niña, y no su hijo?
Sirvió un tazón bien lleno, salió a la cantina y lo puso delante del hombre, que continuaba con la mirada hundida entre las piernas. La cantinera se sentó frente a él y apoyó los codos en la mesa.
– ¿Qué has hecho, Lluent? -se aventuró a preguntar, vagamente consciente de que con aquella pregunta aventuraba también la posibilidad de ponerse a salvo de sus propias culpas.
La respuesta no iba a tardar ni un segundo. Sin duda el pescador había estado meditando sobre ello.
– Salgo al mar y me hago viejo -balbuceó con la voz quebrada-. Eso es lo que hago. Cada día salgo al mar y envejezco un poco más. Y a veces me pregunto para qué.
Felisa García no era lo bastante ciega como para aferrarse a una entelequia.
– Bébete eso -le dijo, poniéndose de nuevo en pie-. Te sentará bien.
Regresó a la cocina. Una vez a solas apoyó la espalda en la pared y se puso a sollozar con rabia, una rabia tan fuerte que le estremecía las tripas. Podía haber sido el Lluent quien violara a la niña, quién lo sabía, pero también podía haber sido algún soldado del campamento o hasta su propio marido, que había pasado todo el día borracho dando tumbos por la isla. Podía haber sido cualquiera, incluso Markus Vogel, que a fin de cuentas era el que la había traído hasta el pueblo. A los hombres no se los conoce nunca lo suficiente. Pero ella sabía que su hijo tenia un problema grave en la cabeza, y que en muchas ocasiones lo había encontrado masturbándose en cualquier lugar, a veces delante de la gente, y que Leonor lo había sorprendido espiando a Camila dormida y que era ella, Felisa García, quien había parido a aquel muchacho que no sabía que hay cosas que no deben hacerse por mucho que te atraiga una belleza que nunca va a ser tuya. Así eran las cosas, para qué iba a engañarse. Andrés había forzado a Camila y a ella le tocaba reparar los daños en la medida en que le fuera posible. Estaba dispuesta a empezar de inmediato. De la desgracia sólo se puede salir con voluntad y sacrificio, eso se dijo Felisa García.
Se apartó de la pared comprobando que las piernas aún la sostenían y que no perdía el equilibrio. Se frotó las manos con determinación. Tenia que preparar la comida y pensar en lo que haría después. Así debían de hacerse las cosas para que la vida siguiera su curso y para que Camila tuviera un buen caldo, que aquello era lo primero. Y los demás, por muy dolidos o atareados que estuvieran, también querrían comer. Más tarde, cuando hubiera resuelto todo aquello, se encargaría de Andrés. Ya sabía dónde encontrarlo.