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No había mucha luz. Ninguna procedente de las ventanas, que daban a la negrura absoluta del exterior tormentoso. Pero como el generador no se había activado, la camarera había encendido velas a lo largo de la barra y hacía lo que podía para calmar a los clientes.

Con la mano entre la grande y cálida del desconocido, Corrine lo siguió. Era algo extraño, ya que siendo una líder rara vez seguía a nadie. Pero ese hombre también parecía ser un líder, y dejó que le abriera paso entre la multitud. Tuvo que reconocer, de forma más bien sexista, que ir detrás tenía sus ventajas, ya que incluso en la oscuridad podía discernir el perfil de sus hombros anchos. Si la luz fuera un poco mejor, podría analizar su…

– Oh, oh -dijo Mike, volviéndose con tanta brusquedad que ella chocó contra él. Con facilidad la mantuvo erguida con una mano en la cintura-. Parece que se nos han adelantado unas cuantas personas. Tenía razón.

En el vestíbulo del hotel, las velas y las linternas proyectaban una luz casi surrealista. La recepcionista, que parecía agobiada y al borde de la histeria, tenía una larga hilera de personas delante de ella.

En menos de tres minutos, la fila comenzó a disiparse. Alrededor de ellos los gruñidos fueron en aumento, imitando la fuerza de la tormenta del exterior.

– Se han quedado sin habitaciones – gimió la mujer que tenían por delante-. ¿Y ahora qué?

Corrine prestó atención a la tormenta que azotaba el hotel y experimentó un escalofrío. Justo cuando había empezado a secarse, la idea de volver a salir a buscar otro sitio la irritaba de verdad. Se arrepentía de haberle dicho a su asistente que no se molestara en hacerle una reserva para la noche que iba a tener que pasar fuera hasta que tuvieran preparada su habitación en los barracones. Fue hasta la recepción.

– Quiero una habitación -le dijo con frialdad a la recepcionista por ese entonces al borde de las lágrimas.

La mujer simplemente hipó.

Durante un momento, pensó en ordenarle que mantuviera la serenidad, que su misión era ayudar a que la gente encontrara habitaciones en otros hoteles, o al menos dar una imagen segura y confiada para que dejaran de gritarle, pero no le vio sentido.

– Compruébelo una vez más -dijo con esa voz de autoridad que hacía que la gente obedeciera-. Aceptaré cualquier cosa.

A su lado, el desconocido se movió y apoyó con ligereza una mano en la base de su columna vertebral. A1 contacto, todos los nervios de Corrine se sensibilizaron y las rodillas se le aflojaron.

– Creo que no tiene nada -musitó a su oído, provocándole todo tipo de temblores en el vientre y en otras zonas más erógenas-. O si lo tiene, está demasiado nerviosa como para encontrarlo.

Corrine suspiró y a punto estuvo de apoyarse contra la mano que con máxima ligereza le frotaba el punto dolorido en la zona lumbar. Se contuvo cuando estaba a punto de ronronear.

– Lo sé -miró en dirección a las puertas dobles que conducían a la noche.

Se abrieron y entraron más personas en busca de refugio. La lluvia y el viento azotaron a todos los que estaban a una distancia de tres metros de las puertas.

– Entonces es vuelta al exterior -tembló-. A buscar otro sitio -primero debería encontrar un taxi, lo que no sería fácil con ese tiempo. En dos segundos volvería a estar calada hasta los huesos. La idea no resultaba atractiva, pero no tenía otra elección.

Se volvió hacia el desconocido con la intención de despedirse, pero él habló primero.

– Yo tengo una habitación -musitó-. Y estaré encantado de compartirla contigo.

2

Conmocionada, observó al desconocido. Aunque los rodeaba la oscuridad, pudo sentir su mirada penetrante en ella, como una caricia. Tembló en la profundidad de su chaqueta cálida y benditamente seca.

Pero no por el frío, sino por algo mucho más complicado.

Detrás del mostrador, otra mujer se unió a la recepcionista joven y nerviosa.

– Soy la directora -le dijo a Corrine-. Lamentamos mucho el inconveniente, pero como puede ver, sin electricidad y con el generador que no funciona bien, no estamos en posición de conseguirle una habitación ni ayudarla a encontrar otro lugar. Si lo desea, puede esperar aquí hasta que pase la tormenta.

¿Esperar en ese lugar frío, oscuro, ruidoso y lleno de gente igual de enfadada que ella?

O podía salir al exterior a tratar de loca-lizar un taxi. Vaya elección.

El hombre que tenía detrás se movió, lo suficiente para que el muslo le rozara la parte de atrás de la pierna, y todo en ella se quedó paralizado, y luego se encendió. Le había ofrecido su habitación. Y su cama.

«Por favor», le suplicó su propio cuerpo a su cerebro. «Oh, por favor, por favor».

– ¿Señora? -la directora miró a Corrine con un deje de impaciencia. En ese momento, tenía que ocuparse de más gente a la que debía sonreír y tratar de apaciguar.

¿Qué hacer? Corrine había nacido para gobernar. Y si no, que se lo preguntaran a sus padres, que desde el primer día la habían llamado Reina Abeja. Su madre, una bioquímica, y su padre, un cardiólogo, bromeaban con que mandar formaba parte de su composición genética. Tenía que reconocer que había cumplido sus predicciones.

Quizá si hubiera sido criada por personas que no la hubieran entendido, que no la hubieran animado a ser lo que quisiera ser, podría haberse convertido en alguien horrible, pero la verdad era que no era una malcriada. Poco después de que su familia se hubiera trasladado a Houston siendo ella pequeña, había soñado con convertirse en astronauta. Había trabajado con mucho tesón para lograr lo que quería, y no se había rendido hasta conseguirlo. No solo había logrado entrar en el programa espacial, sino que había tenido éxito más allá de las expectativas de todos. Excepto de las suyas, desde luego.

Gracias a su inamovible tenacidad, obstinación y trabajo duro había ido ascendiendo y pilotado lo que era un récord de cuatro misiones hasta la fecha, y en ese momento iba a ser la tercera mujer en la historia en dirigir una misión.

Quizá tenía confianza. Y sí, era probable que fuera un poco dura. Pero para conseguirlo en el espacio y en la aeronáutica, campos tradicionalmente dirigidos por hombres, debía serlo. Sabía que utilizaba esa dureza para espantar e intimidar adrede a las personas que la rodeaban, aunque en caso contrario jamás habría logrado llegar tan lejos.

Con ese espíritu, pensó en exigir una habitación, pero algo sucedió. Los dedos del hombre, todavía en su cintura, se extendieron y el pulgar se movió por su costado hasta apoyarse en su vientre y provocarle unos temblores desbocados.

– Yo tengo una habitación -repitió en voz baja.

Lo que los dedos de él le hacían- a su cuerpo debía ser declarado ilegal. Ya no era capaz de ver bien, estaba consumida por la lujuria hacia ese hombre, más atractivo que el diablo y lleno de promesas de pecado. Tenía una sonrisa lenta y sensual que iluminaba la noche. Era inteligente, con sentido del humor y quería compartir con ella la habitación que tenía.

– ¿Qué te parece? -preguntó él.

Que estaba loca. Que tenía una agenda estructurada y controlada para los próximos meses. Que era demasiado madura para eso. Que estaba demasiado… ocupada. Maldición, todo eso sonaba pretencioso. ¿Por qué no podía ser sencillo? ¿Por qué no podía tener derecho a una noche de frivolidad como cualquier otra persona? Llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de ese tipo de relaciones y merecía una noche de puro egoísmo y placer, donde nadie se inclinara ante ella, obedeciera sus órdenes o tratara de adularla. Tenía derecho a ser una mujer de vez en cuando. ¿O no?

Con toda la calma que pudo, se volvió hacia la directora para comprobar la improbable posibilidad de que todo hubiera sido un error.