Выбрать главу

Las próximas en llegar fueron la señora Upjohn y su hija Julia.

La señora Upjohn era una afable mujer, rondando los cuarenta, pelirroja y manchada de pecas. Llevaba un sombrero que no le iba en absoluto y que, indudablemente, era una concesión a la formalidad propia del caso ya que ella pertenecía al tipo de mujeres jóvenes que tienen por costumbre ir destocadas.

Julia era una niña corriente, asimismo pecosa, con una frente que denotaba bastante inteligencia y aire de buen natural.

Los preliminares se llevaron a cabo de prisa, y Julia fue enviada, vía Margaret, a la señorita Johnson. La niña dijo animadamente, mientras salía:

—Adiós, mamá. Ten mucho cuidado al encender esa estufa de gas ahora que yo no estaré en casa para hacerlo.

La señorita Bulstrode se volvió, sonriente, hacia la señora Upjohn, pero no le indicó que tomara asiento. No tendría nada de particular que, pese a la apariencia de jovial sentido común que tenía Julia, su madre creyera verse en la necesidad de explicar que la suya era una niña muy especial.

—¿Tiene algo en particular que encargarme con respecto a Julia? —preguntó.

La señora Upjohn replicó con júbilo.

—¡Oh, no! No lo creo. Julia es un tipo de niña muy corriente. Completamente sana y todo eso. Creo, además, que tiene un cerebro en bastante buenas condiciones. Aunque yo me atrevería a decir que todas las madres piensan del mismo modo con respecto a sus hijas, ¿no es así?

—Las madres difieren una de otras —sentenció la señorita Bulstrode con sombría entonación.

—Es magnífico para ella el poder venir aquí —aseveró la señora Upjohn—. En realidad, es una tía mía quien lo paga, o me ayuda en gran parte a pagarlo. Yo no podría costearlo por mí misma. Pero estoy lo que se dice encantada de ello y Julia lo mismo —se dirigió hacia la ventana, diciendo con envidia—: ¡Qué hermoso jardín! ¡Y tan esmeradamente cuidado! Deben tener ustedes una colección de auténticos jardineros para poder cuidarlo.

—Teníamos tres —le explicó la señorita Bulstrode—, pero de momento estamos faltas de ellos; vienen a echarnos una mano unos de la localidad.

—Desde luego, el inconveniente de hoy en día —observó la señora Upjohn— estriba en que a quien se llama un jardinero no es, la más de las veces, otra cosa que un simple lechero, pongo por caso, necesitado de obtener ingresos extras en sus ratos libres, o un viejo de ochenta años. A veces pienso que… ¿Cómo…? —exclamó la señora Upjohn, observando a través del ventanal—, ¡qué cosa más extraordinaria!

La señorita Bulstrode concedió a esta repentina exclamación menos importancia de la que hubiera debido, por haber lanzado ella misma una ojeada fortuita en aquel preciso instante a través de la ventana que daba al matorral de rododendros, y había percibido una visión altamente enfadosa: se trataba de nada menos que de lady Verónica Carlton-Standways, describiendo eses a lo largo de su camino, murmurando para sí misma, en un estado evidente de embriaguez avanzada.

Lady Verónica no era un peligro ignorado. Se trataba de una mujer encantadora, profundamente unida a sus dos hijas gemelas, y muy agradable, según decían, cuando era ella misma. Pero desgraciadamente, en imprevistos intervalos, no era así. Su marido, el mayor Carlton-Standways, la sobrellevaba bastante bien. Vivía con ellos una prima que, por lo general, la tenía al alcance de su vista para vigilarla y apartar sus pasos del peligro si llegaba el caso. El día de las competiciones deportivas, acompañada del marido y de su prima, que no se separaba de ella, lady Verónica aparecía completamente despejada y magníficamente vestida, siendo el patrón a imitar de la madre modelo. Pero había veces en que lady Verónica conseguía zafarse de sus bienquerientes, se ponía como una cuba, y se iba flechada en busca de sus hijas para hacerles protestas de su amor maternal. Las mellizas habían llegado por tren en la mañana de aquel día, y nadie en el colegio había contado con la aparición de lady Verónica.

La señora Upjohn continuaba charlando sin que la señorita Bulstrode la escuchara. Ésta última consideraba varias determinaciones a tomar, porque se dio cuenta de que lady Verónica se estaba aproximando vertiginosamente a la fase truculenta. Pero de repente, como llovida del cielo, apareció la señorita Chadwick, con paso acelerado y ligeramente jadeante. «La fiel Chaddy —pensó la señorita Bulstrode—. Siempre se puede contar con ella, ya se trate de un corte en una arteria o de un familiar embriagado».

—Es una ignominia —le vociferó lady Verónica—. Intentaron mantenerme alejada… No querían que viniera aquí… Sin embargo, me burlé bien de Edith. Fui a echarme un rato, dejando el coche fuera, y me zafé de la tontaina de Edith… Es una solterona metódica. A ningún hombre se le ocurriría mirarla por dos veces. Tuve una trifulca con la «poli» por el camino. Dijeron que no estaba en condiciones de conducir… ¡Pamplinas! Voy a decirle a la señorita Bulstrode que me llevo las niñas a casa… ¡Quiero tenerlas en casa…! ¡Amor de madre! ¡Qué cosa tan grande es el amor de madre…!

—Es grandioso, lady Verónica —convino la señorita Chadwick—. Nos sentimos muy halagadas de que haya venido. Tengo especial interés en que vea el nuevo pabellón de deportes. Le encantará.

Encaminó diestramente los vacilantes pasos de lady Verónica en la dirección opuesta, alejándose de la casa.

—Espero que nos encontremos aquí con las niñas —le dijo hábilmente—. Es un pabellón de deportes al que no le falta detalle. Tiene taquillas nuevas y un secadero para los trajes de baño… —sus voces se perdieron en lontananza.

La señorita Bulstrode las observaba. Lady Verónica trató una vez más de desasirse y volver a la casa, pero la señorita Chadwick era una contrincante que la aventajaba. Desaparecieron al dar la vuelta al ángulo que formaba el bancal de rododendros, con dirección a la distante soledad del nuevo pabellón de deportes.

La señorita Bulstrode exhaló un suspiro de alivio. «¡Excelente persona esta Chaddy! ¡Y tan fiel! No es moderna. Tampoco cerebral, excepto para las matemáticas. Pero siempre está dispuesta a prestar su ayuda en un momento de apuro».

Se volvió, lanzó un suspiro con cierta sensación de culpabilidad a la señora Upjohn, que había continuado perorando un buen rato a sus anchas.

—… aunque, por supuesto —estaba diciendo ahora—, nunca se trataba de auténticas aventuras de capa y espada. Nada de tirarse en paracaídas ni hacer sabotaje ni espionaje como en las películas de aventuras. Yo no habría tenido el valor suficiente. La mayoría de las veces era muy monótono. Trabajo de oficina y trazados de planos sobre un mapa. Pero, claro está, de cuando en cuando era excitante, y a menudo de lo más entretenido, como le dije antes… Todos los agentes secretos se perseguían unos a otros, dando vueltas y más vueltas por Ginebra, conociéndose mutuamente de vista, y terminando con frecuencia en el mismo bar. Yo no estaba casada entonces, claro. Todo aquello resultaba sumamente divertido.

Se detuvo abruptamente, disculpándose con una amistosa sonrisa.

—Lamento haber estado hablando tanto y haberle ocupado su precioso tiempo, cuando aún le quedan tantísimas visitas por atender.

Le extendió la mano, dijo adiós y se fue.

La señorita Bulstrode permaneció en pie durante un momento, con el ceño fruncido. Se encontraba intranquila sin saber exactamente por qué. Cierto instinto le advertía que no había prestado la atención debida a algo que tal vez pudiera ser importante.