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– ¿Puedo fumar?

– Claro, pero que no te vea el ministro.

Augello encendió un cigarrillo, dio una calada y retuvo el humo un buen rato.

– Oye, puedes soltarlo -dijo Montalbano-. Te doy permiso.

Mimì lo miró perplejo.

– Esta mañana pareces un chino -continuó el comisario-. Pides permiso para todo. ¿Qué pasa? ¿Se te hace difícil decirme lo que me quieres decir?

– -reconoció Augello.

Apagó el cigarrillo, se removió en el asiento, respiró hondo y se lanzó:

– Salvo, tú sabes que yo siempre te he considerado mi padre…

– ¿Quién te ha contado a ti eso?

– ¿Qué?

– Eso de que soy tu padre. Si te lo ha dicho tu madre, te ha contado una trola. Sólo te llevo quince años y, por más precoz que haya sido, a los quince años no…

– Pero, hombre, Salvo, no he querido decir que tú seas mi padre, sino que te considero como un padre.

– Pues ya has empezado con mal pie. Déjate de esas chorradas de padres, hijos y espíritus santos. Dime lo que tengas que decirme y quítate de mi vista, que hoy no tengo el día.

– ¿Por qué has pedido ser recibido por el jefe superior?

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Catarella.

– Después tendré unas palabritas con él.

– Él no tiene la culpa. Yo le ordené que me informara en caso de que te pusieras en contacto con Bonetti-Alderighi. Tarde o temprano, sabía que lo harías.

– ¿Y qué tiene de extraño que yo, un comisario, quiera conversar con mi jefe?

– Pues que tú no tragas a Bonetti-Alderighi. Si fuera un cura que viniera a administrarte la extremaunción, te levantarías de la cama y lo echarías a patadas. ¿Puedo hablar con claridad?

– Habla como te salga de las narices.

– Tú quieres irte.

– Bueno, creo que unas pequeñas vacaciones me sentarían muy bien.

– Salvo, me das pena. Tú quieres dimitir.

– ¿Acaso no soy libre de hacerlo? -replicó Montalbano, desplazándose hasta el borde de la silla como si fuera a levantarse de un salto.

Augello no se impresionó.

– Eres muy libre. Pero antes quiero terminar una conversación que tenemos pendiente. ¿Recuerdas cuando dijiste que tenías una sospecha?

– ¿Cuál?

– La de que los acontecimientos de Génova habían sido provocados por cierta clase política, la cual había avalado de alguna manera la actuación de la policía. ¿Lo recuerdas?

– Sí.

– Pues bien, lo que yo te quería decir es que lo de Nápoles ocurrió con un gobierno de centro-izquierda, antes del G8. Sólo que se ha sabido después. ¿Cómo interpretas eso?

– Lo interpreto peor que antes. ¿Crees que no lo he pensado, Mimì? Significa que las cosas que están ocurriendo son mucho más graves de lo que parece.

– ¿Qué quieres decir?

– Que toda esa porquería la tenemos dentro.

– ¿Y ahora te enteras, tú que lees tanto? Si quieres irte, vete, pero no ahora. Vete por cansancio, por haber alcanzado la edad, porque te duelen las hemorroides, porque el cerebro ya no te funciona, pero no te vayas ahora.

– ¿Por qué?

– Porque sería una ofensa.

– ¿A quién?

– A mí, por ejemplo, que, aunque reconozco que soy un mujeriego, soy una persona de bien. A Catarella, que es un ángel. A Fazio, que es un caballero. A todos los de la comisaría de Vigàta. Al jefe superior Bonetti-Alderighi, que es un pelmazo y un formalista, pero una buena persona. A todos los compañeros a los que aprecias y que son tus amigos. A la inmensa mayoría de la gente que pertenece a la policía y que no tiene nada que ver con algunos sinvergüenzas tanto de abajo como de arriba. Tú te vas dándonos con la puerta en las narices. Piénsalo bien. Adiós.

Se levantó, abrió la puerta y salió. A las once y media, Montalbano le pidió a Catarella que lo pusiera en contacto con la Jefatura Superior y le comunicó al dottor Lattes que no iría a ver al señor jefe superior: lo que le quería decir no tenía la menor importancia, ninguna en absoluto.

Después de colgar, sintió la necesidad de ir a respirar el aire del mar. Cuando pasó por delante de la centralita, le dijo a Catarella:

– Y ahora corre a chivarte al dottor Augello.

– ¿Por qué quiere ofenderme, dottori?

¡Ofender! Todos se sentían ofendidos por él, y él no tenía ningún derecho a sentirse ofendido por nadie.

La verdad es que ya no aguantaba permanecer acostado, reflexionando sobre la conversación que había mantenido con Mimì. ¿No le había comunicado ya su decisión a Livia? Ahora ya estaba hecho. Miró hacia la ventana, a través de la cual se filtraba la luz. El reloj marcaba casi las seis. Se levantó y abrió los postigos. Hacia levante, la claridad del sol, que estaba a punto de salir, dibujaba unos arabescos de livianas nubes que no eran de lluvia. El mar estaba ligeramente agitado a causa de la brisa matutina. Se llenó los pulmones de aire y se percató de que cada respiración se llevaba una parte de la infame noche. Fue a la cocina, preparó café y, mientras esperaba el murmullo del hervor, abrió la galería.

La playa, al menos hasta donde la grisácea atmósfera del amanecer permitía ver, parecía desierta, tanto de hombres como de animales. Se bebió dos tazas de café seguidas, se puso el bañador y bajó a la playa. La arena estaba mojada y compacta. Tal vez había llovido un poco a primera hora de la noche. Al llegar a la orilla, metió un pie. El agua no estaba tan fría como imaginaba. Avanzó cautelosamente, sintiendo de vez en cuando escalofríos en la columna. «Pero ¿por qué me da a mí por realizar estas exhibiciones a los cincuenta y tantos años? -se preguntó-. Ya verás como pillo un resfriado y luego me paso una semana estornudando y con la cabeza atontada.» Comenzó a nadar a brazadas lentas y amplias. El fuerte olor del mar le penetraba punzante por las ventanas de la nariz. Parecía champán. Y Montalbano estuvo casi a punto de emborracharse, pues siguió nadando sin descanso, con la cabeza finalmente libre de todo pensamiento y contento de verse convertido en una especie de muñeco mecánico. Lo que lo hizo transformarse de nuevo en hombre fue el repentino calambre que le dio en la pantorrilla de la pierna izquierda. Soltando maldiciones, se tendió boca arriba e hizo el muerto sobre el agua. El dolor era tan intenso que tenía que apretar los dientes…, pero tarde o temprano se le pasaría. Aquellos malditos calambres se habían hecho más frecuentes en los últimos dos o tres años. ¿Síntomas de la vejez que acechaba a la vuelta de la esquina? El oleaje lo arrastraba perezosamente. El dolor empezó a disminuir, hasta el punto de que pudo dar dos brazadas hacia atrás. A la segunda, la mano derecha golpeó contra algo.

En una fracción de segundo, Montalbano comprendió que aquel algo era un pie humano. Alguien estaba haciendo el muerto justo detrás de él, y ni se había enterado.

– Perdón -se apresuró a decir, girándose para mirar.