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Habló de cada pieza con el conocimiento más profundo, con lo que acerté a comprender que mi anfitrión no era sólo un taimado diplomático, sino también una persona de cierto poder y predicamento en el reino oriental, además de un eminente erudito. Le agradecí haberme tendido la mano tan generosamente en aquellos primeros días de mi solitario destierro; el destierro de un noble romano desplazado e infeliz, despojado de todo lo que le era familiar, un forastero en una tierra extraña. Pero yo también sabía que su propósito era atraparme en los vínculos de la amistad y la obligación, de modo que yo no pudiera sino hablar bien del legado griego en La Meca en caso de que regresara con mi señor el emperador Juliano III.

Pero ¿regresaría alguna vez? Ésa era la pregunta.

Ésa es la pregunta, sí. ¿Volveré a ver alguna vez la Roma de las verdes colinas y palacios de mármol brillante, Horacio, o estoy condenado a cocerme en el calor de este horno de desierto para siempre?

Al no tener aquí ocupación alguna y no disponer de otros amigos aparte de Nicomedes, de cuya compañía no puedo abusar solicitándola con demasiada frecuencia, durante los siguientes días, para matar el tiempo, me dediqué a explorar la ciudad.

El impacto de verme viviendo en este pequeño y sórdido lugar había empezado a disiparse. Hasta cierto punto empezaba a adaptarme al cambio que se había producido en mi existencia. Si los placeres de Roma ya no existen para mí, debo averiguar qué otras diversiones pueden hallarse aquí, pensé, pues no hay lugar en el mundo, por humilde que sea, que no ofrezca diversión de algún tipo a aquel que tenga ojos para buscarla.

Así pues, en consecuencia, estos días desde mi última carta los he pasado deambulando de uno a otro lado por La Meca, arriba y abajo por las avenidas anchas, aunque sin pavimentar, y por muchos de los callejones y estrechos vericuetos que las atraviesan. Mi presencia no parece molestar mucho a nadie aunque de vez en cuando soy consciente de ser el blanco de la mirada fría y fija de alguien.

Como sabes, soy el único romano occidental en La Meca, pero ni mucho menos el único forastero. En los diversos mercados que hay, he visto persas, sirios, etíopes y, por supuesto, muchos griegos. Hay también numerosos indios, gente oscura y delgada con ojos luminosos y llamativos; también algunos hebreos, que son un pueblo que vive principalmente en AEgyptus, justo al otro lado de Arabia, el del mar Rojo. Han vivido en ese país durante miles de años, aunque, según se dice, eran originalmente de una tribu del desierto de algún lugar muy similar a éste, y no se parecen en nada a los egipcios, ni por la lengua, la cultura o la religión. En épocas recientes, estos hebreos han comenzado a expandirse desde su hogar a orillas del Nilo, hacia los territorios interiores adyacentes, y no son pocos los que hay aquí. Nicomedes me ha hablado de ellos.

Estos hebreos son un pueblo poco corriente. Lo más interesante es que creen en la existencia de un solo dios, una deidad rigurosa y severa que no puede verse y que no debe representarse mediante ningún tipo de imagen. Sienten desprecio hacia los dioses de otras razas, a los que consideran totalmente imaginarios, simples criaturas de las fábulas y la fantasía que no poseen verdadera existencia. Lo cierto es que es muy probable que éste sea el caso: ¿quién entre nosotros ha visto alguna vez a Apolo, Mercurio o Minerva de carne y hueso? Sin embargo, la mayoría de la gente tiene el buen juicio de no mofarse de las prácticas religiosas de los demás, mientras que, por lo que parece, los hebreos no pueden evitar pregonar a los cuatro vientos las virtudes de sus propias y extrañas creencias a la vez que denuncian las de los demás como estúpidas e idólatras, con más fervor si cabe.

Como fácilmente puedes imaginarte, esto no los hace muy populares entre sus vecinos. Pero son un pueblo trabajador, con aptitudes especiales para la agricultura y la irrigación, y una habilidad singular también para las finanzas y el comercio, razón por la cual merecen tanta atención por parte de Nicomedes. Me ha contado que ellos poseen los mejores territorios de la parte norte del país, que son los principales banqueros aquí en La Meca y que controlan además los mercados de armas, armaduras y herramientas agrícolas por todas las partes. Creo que puede resultarme provechoso conocer a uno o dos importantes hebreos de La Meca y, en el transcurso de mis excursiones por los mercados, he hecho tentativas aunque hasta el momento sin éxito.

Los mercados están aquí muy especializados; cada uno ofrece su propia clase de mercancía, y yo ya los he visitado todos.

Hay un mercado de especias, por supuesto: grandes sacos de pimienta, tanto blanca como negra, y ajo, comino, azafrán, sándalo, casia, áloe, nardos y una hoja seca aromática que llaman malabathron y muchas otras cosas que no podría ni empezar a nombrar. Sólo algunos días de la semana hay un mercado de camellos, en el que estas extrañas bestias se compran y se venden en medio de un regateo acalorado que casi llega a las manos. Me acerqué a una de estas criaturas para verla mejor y me bostezó en la cara como si yo fuera el más aburrido de los patanes. Hay un mercado de tejidos, donde se comercia con muselinas, sedas y algodón tanto de India como de AEgyptus; hay otro mercado donde se venden burdos ídolos de muchas clases a los crédulos (yo vi a un hombre hebreo pasar por allí, escupir, lanzar una mirada fulminante y hacer un signo sagrado de su pueblo); hay también un mercado de vinos, otro de perfumes, otro de carne, otro de cereales, y uno donde los mercaderes hebreos venden sus productos de hierro; eso por no hablar de un mercado de frutas de todas las clases, granadas, membrillos, cítricos, limones y naranjas, uvas, melocotones, ¡todo ello en medio del desierto más impresionante que puedas imaginarte!

Y hay también un mercado de esclavos; allí conocí a un notable individuo que se hace llamar Mahmut.

El mercado de esclavos de La Meca es tan bullicioso como cualquier otro mercado de esclavos en cualquier otro lugar del mundo, lo que indica el grado de prosperidad que se esconde detrás de la fea y engañosa fachada que esta ciudad muestra a los extranjeros. Es el gran mercado de carne de estos lares y, a veces, los compradores llegan de lugares tan lejanos como Siria y el golfo Pérsico para inspeccionar el último botín de los traficantes de apetecible y exótica mercancía humana.

Aunque la madera es un lujo en este país desértico, no falta la habitual plataforma de maderos y tablones, el consabido toldo suspendido de un par de postes, y la lamentable mercancía desnuda y apiñada a la espera de ser vendida. Como siempre, son una mezcla de todas las razas, aunque con algunos tipos asiáticos y africanos diferentes: los etíopes, oscuros como la noche, y los musculosos nubios, más oscuros incluso; los circasianos y avaros, de rostro plano y pálido; otros pueblos fornidos del norte; algunos que parecen persas o indios e incluso un individuo hosco y de cabello rubio que podría ser bretón o teutón. Naturalmente, las subastas se llevan a cabo en lengua sarracena, de modo que no entiendo nada de lo que dicen, aunque supongo que se trataba del fraudulento galimatías de costumbre que no engaña a nadie, acerca de cómo tal sensual muchacha turca de generosos senos era hija de un rey en su país de origen, aquel libanes, de espesa barba y mala cara, había sido uno de los más destacados aurigas antes de que la ruina de su señor le obligara a venderlo, y etcétera, etcétera.

Sucedió que paseaba yo por el lugar de la subasta a mediodía hace tres días, cuando tres ágiles libertinas de piel tostada (que, a juzgar por sus sonrisas y movimientos desvergonzados debían de ser, la verdad, prostitutas muy habilidosas), salieron a la venta en un lote único, destinadas quizá a ser concubinas de algún gran emir. No llevaban puesta otra cosa que brazaletes tintineantes con monedas de plata en las muñecas y los tobillos, se reían, agitaban sus pechos de un lado a otro y guiñaban el ojo a la multitud para invitarles a pujar por medio de su vendedor, quien puede que hasta fuera su tío o su hermano.