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Era un espectáculo tan animado que me detuve un momento para observarlo. Pero apenas acababa de ocupar mi lugar entre la multitud cuando el hombre que estaba a mi derecha me sorprendió dirigiéndose a mí y mascullando en un tono vibrante de intensa furia contenida: «¡Ah, los muy canallas! ¡Deberían azotarlos y abandonarlos en el desierto a merced de los chacales!». Lo dijo en un griego bastante aceptable, pronunciando en un bajo susurro que, sin embargo, era sorprendentemente modulado y cautivador, una de las voces más musicales que jamás he oído. Era como si las palabras le desbordaran el alma y no tuviera más remedio que pronunciarlas dirigiéndose a quien tuviera más cerca.

El poder de aquella voz extraordinaria y la violencia de su sentimiento ejercieron sobre mí el efecto más singular. Fue como si hubiera sido agarrado por la muñeca en una presa irresistible. Le miré. Estaba tan tenso como la cuerda del arco cuando un arquero está a punto de disparar y parecía temblar de ira.

Alguna clase de respuesta parecía que se esperase de mí. Lo único que se me ocurrió fue decirle:

—¿Se refiere a las muchachas?

—A los traficantes de esclavos —contestó—. Las mujeres sólo son mercancía. Ellas no son responsables. Pero no está bien hacer de proxeneta, como hacen esos criminales.

Y a continuación, relajando un poco su postura y, de alguna manera, avergonzado por su atrevimiento, dijo en un tono de voz mucho menos autoritario:

—Pero debe usted perdonarme por verter tales reflexiones en los oídos poco dispuestos de un extranjero, quien, seguramente, no tiene interés alguno en escuchar tales cosas.

—Al contrario. Lo que está diciendo me interesa enormemente. Siga hablando, por favor.

Lo estudié con no poca curiosidad. De inmediato se me había ocurrido que podía tratarse de un hebreo. Su horror y su ira ante la visión de aquella trivial muestra de mercadeo humano, parecían delatarlo como correligionario de aquel severo individuo que había hecho aquella exhibición de airada piedad en el mercado de los ídolos. Recordarás que yo había decidido intentar establecer contacto con los miembros de esta raza de mercaderes de mente ágil de estas tierras. Sin embargo, un examen más atento de su rasgos y atuendo hizo que me diera cuenta de que debía de ser sarraceno de pura cepa.

Había en él una fuerza y un carisma tremendos. Era alto y esbelto, un hombre atractivo, de cabello oscuro, de unos treinta y cinco años o algo más, con una espesa barba larga y suelta, ojos penetrantes y una sonrisa cálida y gentil que desmentía bastante la desconcertante ferocidad de su mirada. Sus barbas principescas, su manera elocuente de hablar y la calidad de sus prendas, indicaban que era un individuo de riqueza y linaje, bien relacionado en la ciudad. En seguida intuí que podría serme más útil que cualquier hebreo. Por eso le sonsaqué, preguntándole un poco sobre las razones de su espontáneo arrebato contra el comercio de mujeres de vida libertina. Y, sin la menor vacilación, lanzó una poderosa y extensa diatriba de feroz contenido, aunque expuesta en el mismo seductor tono musical, contra todos los pecados de sus compatriotas. ¡Y vaya raudal de pecados! La prostitución era el menor de ellos. No esperaba encontrarme aquí con semejante Catón.

—¡Mire a su alrededor! —me exhortó—. La Meca es un abismo total de maldad. ¿Ve los ídolos que se venden por todas partes y que hipócritamente se instalan en lugares de veneración en las tiendas y en los hogares? Estas imágenes son falsos dioses, ya que el Dios verdadero es sólo Uno y no puede representarse con imagen alguna. ¿Observa las flagrantes trampas en los mercados? ¿No ve a los hombres mentir desvergonzadamente a sus esposas, así como las esposas a sus maridos? ¿No ve el juego, la bebida, el puterío, y las peleas entre hermanos?

Y así más y más. Advertí que llevaba todo este corolario de ultrajes reprimido en su pecho a todas horas, listo para liberarlo en el mismo momento en que encontrara a un oyente dispuesto. Sin embargo, dijo todo eso sin ninguna actitud ni de altivez ni de suficiencia, sino casi desde la perplejidad. Se sentía más bien entristecido que enfurecido por los vicios de sus hermanos; al menos así me lo pareció.

Entonces se detuvo, cambiando el tono una vez más, como si hubiera reparado en que era descortés persistir en esa actitud de denuncia durante mucho tiempo.

—He de pedirle que disculpe mi exceso de celo. Me afectan tremendamente estos temas. Es el peor de mis defectos, eso espero. Si no me equivoco, ¿es usted el romano que ha venido a vivir entre nosotros?

—Así es. Leoncio Córbulo para servirle. Romano entre los romanos, como me gusta decir. —Le hice un floreo—. Mi familia es muy antigua, con vínculos históricos en Siria y otras partes de Asia.

—Caramba, interesante.Yo soy Mahmut, hijo de Abdallah, que era hijo de…

Bueno, hijo de quien he olvidado, que era hijo de fulano, hijo de algún otro, etc. La costumbre de estos sarracenos es hacerte saber las últimas cinco o seis generaciones de su árbol genealógico en un solo suspiro, pero para mí fue imposible retener mucho tiempo en la memoria la mayoría de aquellos bárbaros y estrafalarios nombres. Lo que sí recuerdo es que me dijo que pertenecía a uno de los grandes clanes mercantiles de La Meca, y que se llaman algo así como los Koreish.

Tuve la impresión de que entre nosotros había surgido un fuerte vínculo en aquellos pocos instantes y —tal era el magnetismo de su personalidad—, me sentía reticente a dejarlo. Ya que era la hora del almuerzo, le propuse comer juntos y le invité a venir conmigo a mi villa. Sin embargo, él respondió que yo era un huésped en La Meca y que no le parecía apropiado disfrutar de mi hospitalidad hasta que él no me hubiera brindado la suya. No intenté refutar su argumento. Yo ya había empezado a entender que los sarracenos son de lo más puntillosos con este tipo de cosas. «Venga», me dijo él haciéndome un gesto.Y así fue cómo, por primera vez, entré en casa de un rico mercader de La Meca.

La villa de Mahmut, hijo de Abdallah, no era diferente a la de Nicomedes, aunque sí de mayores dimensiones: patio amurallado, fuente central, salas claras y aireadas, incrustaciones de baldosas de vividos colores en las paredes. Pero a diferencia de Nicomedes, Mahmut no era coleccionista de antigüedades. No parecía tener apenas posesiones. La austeridad reinante de la decoración era la regla de aquella casa. Y por supuesto, no había en ninguna parte ninguno de los ídolos que otros ciudadanos de allí tanto parecían apreciar.

La mujer de Mahmut hizo una fugaz aparición. Su nombre era algo así como Kadija y parecía considerablemente mayor que su marido, un hecho que pronto confirmaron los propios labios de Mahmut. Un par de hijas pasaron de un lado a otro de la misma forma huidiza. Pero él y yo comimos solos, sentados sobre esterillas de paja en el centro de una sala apenas amueblada. Mahmut se sentó con las piernas cruzadas, a la manera de un sastre, y parecía estar en esa postura perfectamente cómodo. Yo traté de imitarlo pero fracasé y al cabo de un rato me puse en la posición normal reclinada, deseando con todas mis fuerzas disponer de un cojín para mi hombro, pero sin querer incurrir en la ofensa de pedir uno. La comida en sí fue sencilla: carne asada y un guiso de cebada y melón, sin otra cosa que agua para hacerlo pasar. Mahmut no parecía tener interés en el vino.

Habló de sí mismo con total transparencia, como si fuéramos parientes de procedencias muy distantes que se encontraran por primera vez. Supe que el padre de Mahmut había muerto antes de nacer éste y que su madre tan sólo vivió un breve período después, de manera que había crecido en pobres condiciones bajo la tutela de un tío. De su relato, saqué la impresión de una infancia solitaria, deambulando por las colinas tristes y pedregosas más allá de la ciudad, cavilando desde una edad temprana sobre las grandes cuestiones de la eternidad y el espíritu, que claramente habían continuado obsesionándole hasta el presente.