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A sus veinticinco años, dijo Mahmud, entró al servicio de su mujer, Kadija, una viuda adinerada, quince años mayor que él.

Pronto se enamoró de él y le pidió que fuera su marido. Esto me lo contaba sin atisbo alguno de azoro, y supongo que no tenía ninguna razón para sentirlo. Una expresión de felicidad asomaba a su mirada. Le había dado dos hijos y dos hijas, aunque sólo habían sobrevivido las niñas. La prosperidad de la que hoy disfruta es, de duzco yo, el resultado de su diestra administración de las propieda des que su esposa aportó al matrimonio.

Sobre Roma, Constantinopla o cualquier otro lugar más allá de las fronteras de Arabia Desierta, no me preguntó nada en absoluto. Aunque su inteligencia es profunda e inquisitiva, no parecía preocupado por los imperios de este mundo. Me dio la impresión de que prácticamente no ha salido de La Meca, aunque mencionó haber hecho un viaje hasta Damasco en una ocasión. Creería que es un hombre sencillo si no supiera, Horacio, cuan complejo es en realidad.

La gran preocupación de su vida es su concepto de un Dios Único.

Ésta es la idea, por supuesto, conocidamente defendida por los hebreos desde la antigüedad. No tengo ninguna duda de que Mahmut ha mantenido conversaciones con los miembros de esa raza que viven en La Meca y de que sus ideas han influido en su filosofía. Seguramente debe de haberlos oído expresar su reverencia por su dios distante e incognoscible y su desprecio por las supersticiones de los que mantienen una verdadera multitud de ídolos y talismanes y veneran crédulamente al sol, las estrellas, los planetas y una miríada de demonios. No hace de ello un secreto. Le he oído referirse a un antiguo profeta hebreo llamado Abraham, quien, según parece, es un personaje el que admira enormemente, y también a un tal Moisés, un líder posterior de esta tribu.

Pero lo que él reivindica es una revelación propia aparte. Asegura que su clarividencia particular fue el resultado de una oración y contemplación intensas y privadas. Él subía con frecuencia a las montañas que hay detrás de la ciudad y meditaba en soledad en una cueva apartada; un día, la conciencia de la Unicidad de Dios le fue revelada en forma de pensamiento por un mensajero divino.

Mahmut llama a este Dios «Alá», y una transformación prodigiosa se produce en Mahmut cuando empieza a hablar de él. Su rostro se enciende, sus ojos parecen dos faros y su misma voz se convierte en una suerte de música y poesía tales, que creerías hallarte en presencia de Apolo.

Es imposible, dice él, llegar a comprender la naturaleza de Alá. Está demasiado por encima de nosotros. Otras personas pueden imaginarse a sus dioses como personajes de algunas historias y, de este modo, contar fábulas vividas e imaginativas sobre sus viajes a través del mundo así como sobre sus riñas con sus esposas y sus aventuras en el campo de batalla, y hacer estatuas de ellos en forma de hombres y mujeres. Pero Alá no es así. No puede pensarse en él como pensamos en Júpiter, como un hombre alto, de rostro autoritario, una gran barba y una gran cantidad de pasiones (alguien bastante parecido a un emperador pero en una escala mayor), y es una estupidez a la vez que una blasfemia hacer representaciones de él de la manera en que los antiguos griegos las hicieron de sus propios dioses, como Zeus, Afrodita y Poseidón, o nosotros las hacemos de Júpiter, Venus o Marte. Alá es la fuerza misma de la creación, el hacedor del universo, demasiado poderoso y vasto como para ser aprehendido en algún tipo de representación.

Pregunté a Mahmut cómo era posible que, siendo blasfemo imaginar un rostro para su dios, resulte aceptable otorgarle un nombre. Pues, indudablemente, las palabras son también un tipo de representación. Mahmut pareció complacido por la agudeza de mi pregunta y me explicó que, de hecho, «Alá» no es un nombre como lo son «Mahmut» o «Leoncio Córbulo» o «Júpiter», sino que es una mera palabra, un mero término que, en lengua sarracena, quiere decir el dios.

Para Mahmut, el hecho de que sólo exista un dios, cuya naturaleza es abstracta e incomprensible para los mortales, es la gran ley sublime de la que se derivan todas las demás leyes. Probablemente, esto no tenga más sentido para ti que para mí, Horacio, pero nosotros no somos filósofos. Lo interesante de todo esto es la fe apasionada que tiene este hombre en las cosas que dice. Tan apasionada es que, cuando le escuchas, te acabas sintiendo tan totalmente envuelto en la simplicidad y belleza de sus ideas que hasta tú mismo estás casi dispuesto a proclamar tu fe en Alá.

Es, de hecho, un credo muy sencillo, pero enormemente exigente, a la manera que las cosas tienden a ser en esta dura e inflexible tierra desértica. Mahmut rechaza estrictamente todo culto idólatra, todas las fábulas, todas las nociones acerca de cómo los astros y los planetas gobiernan nuestras vidas. No confía lo más mínimo en oráculos o hechicerías. Tampoco los decretos de reyes y príncipes significan gran cosa para él. Tan sólo acepta la autoridad de su remoto, todopoderoso e inflexible dios, cuya orden grave y severa es que vivamos vidas virtuosas de duro trabajo, piedad y respeto por nuestros semejantes. Aquellos que vivan bajo la ley de Alá, dice Mahmut, serán congregados en el paraíso al fin de sus días; los que no lo hagan, descenderán al más terrible de los infiernos. Y Mahmut no tiene intención de descansar hasta sacar a Arabia entera de la indolencia, la degeneración y el pecado, y hacer que acepten la supremacía del Dios Único, y hasta que sus tribus diseminadas y en disputa forjen, por fin, una sola y gran nación bajo el gobierno de un rey invencible que haga respetar las leyes de ese dios.

Su convicción resultaba formidable. Te aseguro que, cuando acabó, yo mismo estaba a punto de sentir la presencia y el poder de Alá. Era sorprendente y un tanto alarmante que Mahmut pudiera despertar tales sentimientos en alguien como yo. Estaba asombrado. Pero después de unos instantes, tras acabar su alocución, la sensación se disipó y volví a ser el mismo de siempre.

—¿Qué me dice? —me preguntó—. ¿Qué otra cosa puede ser esto sino la verdad?

—No estoy en posición de juzgar eso —dije con cautela, sin querer ofender a aquel nuevo e interesante amigo, especialmente en su propio comedor—. Nosotros, los romanos, estamos acostumbrados a observar todos los credos con tolerancia, y si alguna vez visita nuestra capital encontrará templos de un centenar de confesiones, uno al lado del otro. Sin embargo, advierto la belleza de sus enseñanzas.

—¿Belleza? Yo he preguntado acerca de la verdad. Cuando dice que aceptan todas las confesiones como igualmente ciertas, lo que realmente hacen es considerar que no hay verdad en ninguna de ellas, ¿no es así?

Yo se lo discutí, remontándome a mis días de escuela en busca de máximas de Platón y Marco Aurelio para argumentar que todos los dioses son reflejos de la verdadera divinidad. Pero no sirvió de nada. Al instante advirtió mi indiferencia romana a la religión. Como él había dicho, si lo que se pretende es creer, como hacemos nosotros, que ese dios es tan dios como todos los demás, lo que en realidad estamos demostrando es que los dioses no nos importan mucho, ni siquiera la misma religión, excepto cuando resulta necesaria como distracción, para evitar que aumente el resentimiento de las capas bajas de la sociedad por las miserias de su existencia cotidiana. Nuestra política de «vive y deja vivir» hacia el culto de Mitra, Dagon y Baal y todas las demás deidades cuyos templos prosperan en Roma, es una aceptación implícita de esa actitud. Y para Mahmut, ésa es una actitud despreciable.