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Pues no, de ninguna manera. Lo dudo profundamente. Llévate a Mahmut a Roma y se convertirá en un moderno Catón; barrerá bien la zona, purgando la capital de todos los pecados de estos licenciosos años imperiales. Y cuando haya acabado con nosotros, Horacio, nos habremos convertido todos en fervientes creyentes de Alá.

Pasé cinco días más de soledad. Al final, creo que faltó poco para que me abriera las venas. Toda la semana había estado soplando un viento que te cuece el cerebro, que te lleva hasta el borde de la locura. El aire parecía ser mitad aire y mitad arena. La gente iba y venía por las calles como fantasmas, envueltos de blanco y tapados hasta los ojos. Yo temía salir al exterior.

Sin embargo, durante estos dos días pasados, el viento ha vuelto a amainar. Ayer Mahmut regresó de sus negocios en la costa. Le vi en la calle principal, hablando con otros tres o cuatro hombres. Aunque estaba a cierta distancia, resultaba obvio que Mahmut acaparaba casi toda la conversación y que los demás, seducidos por su discurso, limitaban sus intervenciones a meros asentimientos o gestos con la mano. Las arengas de este hombre tienen magia, son un poderoso hechizo. Te atrapan. No puedes hacer más que escuchar. De pronto, te encuentras creyendo en todo lo que él dice.

No me pareció apropiado acercarme en aquel momento, pero más tarde envié a uno de mis criados a su casa con una invitación para que cenara conmigo en mi villa, y aquel mismo día pasamos varias horas juntos. Fue una reunión de la que surgieron muchísimas y sorprendentes revelaciones.

Ninguno de los dos quiso zambullirse otra vez en el debate teológico de nuestra anterior conversación, así que, durante un rato, mantuvimos las distancias con un ocioso diálogo; a la manera un tanto incómoda en que lo harían dos caballeros de dos naciones muy diferentes que se encuentran cenando en circunstancias íntimas y cuyo propósito es terminar la comida sin infligirse mutuamente ofensa alguna. La actitud de Mahmut fue cordial de una forma que no había visto yo con anterioridad. Pero cuando retiraron los platos de los entrantes, regresó la vieja intensidad a su mirada, y de forma un tanto abrupta, dijo:

—Y dime, amigo mío, exactamente ¿por qué viniste a nuestro país?

No habría resultado muy beneficioso para mi creciente amistad con este hombre admitir que había sido mandado aquí debido a mi pederastía con el juguetito preferido del cesar. Pero —y debes creerme —, alguna cosa tenía que decirle. No es fácil zafarse cuando la abrasadora mirada de Mahmut, hijo de Abdallah, está escrutándote. Antes sería capaz de mentirle a César. O incluso al mismo Júpiter.

Y así, siguiendo el principio que afirma que decir la verdad parcialmente resulta más convincente que decir una mentira rotunda, admití ante él que mi emperador me había enviado a Arabia para espiar a los griegos.

—Tu emperador, que no es el emperador de ellos, pese a que se trate del mismo Imperio.

—Exactamente.

Mahmut, aislado como ha estado toda su vida del resto del mundo que se extiende más allá de las fronteras de Arabia, parecía entender el concepto del principado dual. Y también comprendía el escaso equilibrio que existe verdaderamente entre las dos mitades del reino dividido.

—¿Y cuál es el daño que los bizantinos pueden causar a tu pueblo? —preguntó él.

Había tirantez en su tono de voz; advertí que, para él, se trataba de algo más que de una pregunta trivial.

—Daño económico —contesté—. Son demasiados los productos que importamos de las naciones orientales que pasan por sus manos. Ahora parece que se están desviando hasta aquí, hacia el centro de Arabia, donde convergen todas las rutas comerciales neurálgicas. Si consiguen establecer un monopolio sobre estas rutas, quedaremos a su merced.

Mahmut permaneció en silencio durante un tiempo, rumiando aquello. Pero sus ojos irradiaban un extraño fulgor. La idea debía de haber estado dando vueltas y vueltas en su cerebro.

Entonces se inclinó hacia adelante, hasta casi rozarse nuestros rostros, y dijo, con esa voz serena suya que se apodera de tu atención más rotundamente que el grito más fuerte:

—Así, entonces, compartimos una preocupación. Los griegos son también nuestros enemigos. Conozco su alma. Lo que ellos quieren es conquistarnos.

—Pero ¡eso es imposible! El mismo Nicomedes me ha confesado que ningún ejército ha conseguido jamás apoderarse de Arabia. Y afirma que ninguno lo conseguirá nunca.

—De hecho, nadie podrá conquistarnos jamás por la fuerza. Pero no es eso lo que quería decir. Los griegos nos conquistarán mediante la astucia y la malicia, si se lo permitimos: jugando con su oro como baza frente a nuestra avaricia, comprándonos centímetro a centímetro hasta que hayamos vendido por entero nuestra integridad. Somos un pueblo sagaz, pero ellos lo son mucho más y nos atarán con nudos de seda, y un día descubriramos que todos nosotros somos propiedad de los mercaderes griegos, de los usureros griegos y de los armadores griegos. Es lo que los hebreos nos habrían hecho si hubieran sido más numerosos y más poderosos; pero a los griegos les respalda un Imperio. O al menos, la mitad de uno.

Súbitamente, el rostro se le encendió con esa vivacidad y nerviosismo extraordinarios, al borde del frenesí, que le afloran tan fácilmente. Puso su mano sobre la mía.

—Pero eso no sucederá. ¡Yo no lo permitiré, buen Córbulo! Los destruiré antes de que puedan arruinarnos. Díselo a tu emperador si quieres: Mahmut, hijo de Abdallah, ocupará aquí el lugar que le corresponde antes de que los griegos intenten robar esta tierra, y él marchará sobre ellos, y los hará retroceder hasta Bizancio.

Fue un momento espectacular. Él me había dicho el primer día que su intención era poner Arabia bajo el gobierno de un único dios y de un rey único e invencible; ahora yo ya sabía en quién estaba pensando para ocupar el trono.

Me vinieron a la mente las palabras socarronas de Nicomedes de la semana anterior: «así que confraternizando con los chiflados locales, ¿eh, Córbulo?».

Esta súbita explosión de Mahmut mientras estábamos sentados plácidamente a mi mesa tenía, de hecho, el aura de la locura. Que un oscuro mercader de esta tierra desértica pudiera ser un místico y un soñador ya era bastante inusual; pero ahora, como si un velo hubiera sido descorrido, me había, asimismo, descubierto la tumultuosa presencia del rey-guerrero que anidaba en su pecho. Era demasiado. Ni Alejandro el macedonio, ni Julio César, ni el emperador Constantino el Grande podrían aspirar a albergar tantas conciencias en una sola alma. ¿Cómo era capaz de ello Mahmut, hijo de Abdallah?

Un momento más tarde se había apaciguado de nuevo y todo quedó en calma, como lo había estado tan sólo unos minutos antes.

Había una redoma de vino en la mesa, cerca de mi codo, un vino fuerte de Túnez que había comprado en el mercado el día anterior. Me serví un poco para mitigar los truenos que el desaforado discurso de Mahmut había descargado en mi cabeza. El sonrió, dio un golpecito en el frasco y dijo:

—Nunca he entendido el sentido de esto, ¿sabes? Me parece que, convertirlas en vino, es desperdiciar unas buenas uvas.

—Bien, hay opiniones distintas respecto a eso —dije yo—. Pero quién es quién para afirmar que está en lo cierto. Dejemos a aquellos que les gusta el vino que lo beban y que el resto lo ignore. —Alcé mi copa hacia él—. De todas maneras, éste es excelente. ¿Estás seguro de que no quieres probar siquiera un sorbo?

Me miró como si le hubiera ofrecido una taza de veneno. Nunca será un bebedor, supongo; allá él. Así, Horacio, habrá mucho más para los que son como tú y como yo.