Nina lloró primero, y no había rastros de impostura en esa sal demorada en sus mejillas. Yo no la seguí por un prejuicio relacionado con la hombría y porque cuando lloro me gusta conocer el motivo. Y en aquella ocasión había varios entre los que elegir, pero ninguno pesaba lo suficiente.
Armó dos porros y me alcanzó el mío encendido.
– Lo malo de mí es que no siempre soy la misma, ¿sabes? A veces creo que podría comerme el mundo de un bocado y me río de las convenciones y de la formalidad. Pero hay tardes en que envidio a mis amigas que pueden engordar, sospechar cuernos de sus maridos y sufrir el crecimiento de los niños. Soy inmadura, egoísta y banal, y temo que acabaré siendo una vieja arrugada y puta, que se niega a aceptar un espejo de tetas caídas y cama tranquila y compasión pagada en billetes o favores. -Se secó una lágrima con la sábana-. Otras veces, casi siempre, soy como tú me conoces, paso de todo y vivo provocando, porque la adrenalina me recuerda que soy joven y guapa y sensual todavía. Me niego a comprometerme con nada o con nadie y a la vez me enamoro de perdedores que me dejarán tirada en cualquier esquina.
– Gracias por lo que me toca. -Con el pulgar recogí una lágrima de su mejilla y la llevé a mis labios-. Conozco a un gato callejero que tendría respuesta para todo eso…
– ¿Y tú, no la tienes?
– ¿Yo? Yo apenas si tengo espacio en la mochila para mis preguntas. Pero te comprendo, porque me pasa algo parecido. Es como si fuera dos tipos dentro de un cuerpo y ninguno termina de caerme simpático. Uno es este irresponsable que deja lugares y más lugares en el tablero de juego, sin resistir o esperar a que lo echen; que no tiene otro domicilio fijo que la incertidumbre y el alquiler es muy caro, Nina: no saber cómo será mañana. Y lo que es peor, tampoco me importa. El otro es lo opuesto y me repele con sus consejos tardíos y sus recriminaciones tradicionales: no hagás esto, no te metás en aquello, no digás nada, no comprés, no regalés, no entregués: vendé. Y no hay mucho que vender, solo inconstancia. Me siento como si fuera un superhéroe fallado, un Superman trucho, con dos personalidades como manda la tradición, pero en las dos soy un debilucho periodista al borde de la calva y la mansedumbre. No hay vuelo, ni vista de rayos X, ni mucho menos un pito de acero. ¿Nunca pensaste que Superman tiene que tener un pito de acero? ¿Cómo se lo bajará, con friegas de kriptonita?
Rio, con dos lágrimas mojándole la risa.
– Tú no lo tienes de acero, pero te defiendes…
– Mercí, madame -me puse de pie-. Pero no me has dicho si averiguaste algo y no te lo voy a preguntar. Mañana me voy de esta casa.
– ¿Cómo? -saltó como un resorte.
– El departamento es muy chico para que juguemos a la escondida con la realidad, Nina. Y la mía es que pueden matarme. Lo de ayer no era joda y si tengo que arriesgarme, prefiero hacerlo solo. Además, vos sabés cosas que callás y no puedo pedirte que traicionés a tu amiga.
– ¿Estarías dispuesto a entregar a Noelia a esos tipos?
– No lo sé. Y es lo que me rompe las pelotas. Estoy hasta acá de no saber nada de nada y por una vez voy a cambiar las reglas del juego. Esta vez las preguntas las hago yo, pero donde haya gente dispuesta a contestar.
La besé en los labios, como hacen en las películas con protagonistas duros que al final salen ganando. Yo no confiaba en mi suerte, pero había que probar.
– Te quiero -murmuró-, y te dije lo que sé: Noelia y yo no hemos estado muy unidas últimamente.
– Nunca mientas a un mentiroso -dije con ternura. Y esa frase también era de una película, aunque no me acuerdo de cuál.
Cuando llegaba a la puerta me llamó, me insultó en español y en algo que podría haber sido euskera, y me pidió que volviera esa noche. Prometió conseguir información, comparar datos, y cuando ninguna de las promesas surtió efecto, me recordó que ella era mi única posibilidad de hallar a Noelia.
El clac de la puerta al cerrarse detrás de mí, se repitió en el clash de un objeto al chocar contra la madera. Rogué para que Nina me hubiera tirado su última máscara y no otra actuación estupenda.
16
El edificio donde Mar López dejaba escapar los años y las oportunidades era una vieja construcción gris de hollín y de cansancio. A unas cuadras, la Puerta del Sol marcaba el kilómetro Cero de España, pero aquí estaba la evidencia de que no se podía ir mucho más lejos. Portales repetidos, con un collage de chapas variopintas anunciando dudosos negocios que iban desde la filatelia hasta la quiromancia, sin olvidar el rosario de academias de informática que ofrecía un billete hacia el éxito desde la misma capital del fracaso.
Volví a comprobar que nadie me había seguido. El Muerto se habría dado por satisfecho con la paliza en el taxi, al menos por un par de días. Y Serrano tampoco estaba a la vista.
La chapa de Mar López era copia fiel de la tarjeta, pero hecha de un metal que alguna vez había sido dorado. En el extremo superior izquierdo, cubriendo el ojo vigilante, un escupitajo reseco y espeso. El ascensor era una jaula enrejada de negros hierros retorcidos rematados en flores negras de metal tapizado en polvo. Iba a abrir la puerta de esa máquina del tiempo cuando alguien la llamó desde arriba. Opté por la escalera porque pensé que cinco pisos escalados sin apuro compensarían los minutos de adelanto con que llegaba a la cita.
Al coronar la segunda planta me paré a encender un cigarrillo y vi el ascensor que bajaba con un chirrido como el de un violín descuidado. Dentro iba un tipo delgado envuelto en el agravio al verano de una gruesa gabardina.
El Muerto.
No me vio porque estaba ocupado revisando una carpeta con papeles. Me senté en el descanso de la escalera. Tenía que ser una trampa. Coincidía la hora y bien podía esperarme en el despacho mi buen Jamón Calibre 45, dispuesto a mandarme al otro barrio por pasarme de vivo. No tenía sentido: el plazo era hasta el viernes y no me habían prohibido hablar con nadie.
A menos que ya hubieran encontrado a Noelia y el dinero, no tenía sentido una trampa. Sabían dónde encontrarme, no necesitaban emboscadas o citas falsas. Lo más sensato sería hacerle caso a Lidia, juntar mis cosas y usar el pasaje de vuelta a casa que todavía tenía seis meses de plazo.
Eso o escapar a otro país europeo, no era justo morir sin ver París y descubrir que era una ciudad como cualquier otra. Sí, París, o un viaje sin rumbo por la España desconocida, incluida la visita a la aldea de Almería de la que saliera mi abuelo. Después podría regresar a casa y buscar un buen trabajo en un diario, o en publicidad, y escribir mi novela en los ratos libres, y formar pareja estable con Lidia o con otra Lidia igualmente adorable y segura; y dejarme de buscar por paisajes que nunca me habían llamado ni me despedirían.
Mientras pensaba esto había descontado los tres pisos que faltaban para el quinto y me mentía un triunfo moderado en la profesión, sin dejarme domesticar del todo, ni renunciar a unos principios difusos pero míos, cuando llegué frente a la puerta del despacho de Mar López.
Una luz encendida revelaba el polvo adherido al cristal opaco y la placa del detective en la puerta era casi como la había imaginado: sin mi nombre para compartir esperas sin recompensa, pero cubierta de cagadas de mosca. Pensé que tenía que agregar las moscas a mi lista de supervivientes, junto a las palomas.
Esperé un rato, fumando y a la caza de ruidos.
Nada.
Abrí la puerta al mismo tiempo que lamentaba no haber traído la pistolita de Nina. Pero no hubiera servido de mucho en esa sala de espera, salvo que me dedicara a matar el tiempo y para eso bastaba con las revistas amarillentas que databan por lo menos del año en que murió Franco pero no sus enseñanzas.