El sillón de los clientes no estaba bordado de telarañas, aunque nadie se había sentado ahí desde hacía meses. Lo atestiguaba el polvo que protegía una razonable imitación de cuero verde. «Vacas verdes», pensé, «vacas verdes volando sobre las palomas que vuelan sobre las moscas y se cagan unas sobre otras y todas, todas sobre mí». Traté de tranquilizarme y tomé nota de la puerta del despacho, también con un cristal opaco y una luz detrás. «Philip», llamé mentalmente, «Philip, esto no se hace, la concha de tu madre, teníamos un trato y los tratos se cumplen, cuatro partes iguales y la pelirroja para vos, si podíamos convencerla, pero así no Philip, que El Muerto acaba de salir de esta oficina, porque no creo que visitara a la adivina del otro despacho, que los muertos no creen en esas cosas y entonces solo queda la trampa, la celada, la puta emboscada para eliminar a un simple viajero sin destino que se ha negado a ser un gato de ministro y a decir verdad tampoco nadie se lo ha propuesto seriamente que si no, quién sabe».
Conseguí serenarme y giré el picaporte. Mis ojos captaron la oficina pobre y los archivos despintados de verde y debajo azul, cubriendo apenas la primera pintura gris como las paredes.
Un escritorio heredado de otros ocupantes que habían tenido la suerte de salir de esa ratonera.
Dos sillas para las visitas y al otro lado un sillón giratorio gastado en los bordes, hijo pródigo de la misma vaca verde que había parido a los de la sala de espera.
Si alguien quería pintar el fracaso, esta era su oportunidad y su paisaje: una cárcel sin barrotes ni salida posible, con el almanaque denunciando el tiempo con dos meses de atraso y las ilusiones mal guardadas en una caja fuerte empotrada con la puerta abierta de par en par.
Ah, y el cadáver de Philip Mar López, detective privado, como muestra de que no había otra forma de salir de allí.
17
Mi experiencia con cadáveres era como la de cualquier estudiante de Medicina del tercer mundo: quince minutos de difunto en cinco años. Pero no necesitaba estudios para saber que esa cosa negrarrojaespesa era sangre, con las moscas revoloteando sobre el charco que era un lago, con un afluente que descendía desde la mesa del despacho, desde la garganta cercenada de Philip.
Temblando, le toqué el cuello y estaba tibio, pero muerto.
Total y absolutamente muerto.
Tendría que haber salido de ahí en ese momento. El Muerto podía volver, o acaso un cliente que tendría el honor de ser el primero que rechazara Mar López, por causas de fuerza mayor.
No me fui. Estaba harto de irme.
La caja fuerte se llamaba así por una broma de mal gusto. Era chiquita y mezquina, con un gran ojo de cerradura y un recuadro de pintura más clara enmarcándola como una postal del desaliento. En el suelo, rodeado de cristales, un marco destronado. Lo levanté. Una imagen amarillenta de Río de Janeiro, probablemente recortada de una vieja revista: playa angelical y dos garotas que ya serían abuelas, paseando curvas por la playa. El pobre Philip. Quién sabe cuántos años llevaba soñándose en esa arena, millonario al instante por un gran negocio que nunca llegaba. Y cuando llegó, todo lo que tuvo para el viaje fue una navaja empuñada por una mano huesuda.
Pero el hijo de puta sonreía.
Muerto y todo, el detective sonreía.
Tal vez imaginara la sorpresa de la casera cuando llegara el lunes a cobrar el alquiler. Su brazo derecho estirado sobre la mesa acababa en una pequeña mano cerrada en un gesto que tal vez fuera espasmódico y final, pero que a mí me recordaba bastante al de los cuernos. Seguí con la mirada la dirección de los dedos y solo estaba el archivador con los cajones abiertos de mala manera, y una lluvia de carpetas caídas.
Para no pensar en el cadáver, rebusqué en el índice alfabético. Nada en la S de Sotanovsky, nada en la F de Financur, nada de nada en las iniciales de Noelia o Nina. Cerré el cajón con fuerza y miré al detective que seguía sonriendo después de muerto con una plenitud que no tenía en vida. Caminé hacia la puerta, sensato al fin.
Me paré en seco. Y volví sobre mis pasos hasta el archivador. Busqué en la R y ahí estaba. «Río de Janeiro.» Algunos folios sueltos, folletos turísticos de décadas sucesivas, y una libreta negra con tapas de hule. Un diario. Sí, un diario como los de las quinceañeras, pero con los bordes de las páginas redondeados a fuerza de masajear sueños que no se cumplirían.
Revisé el contenido con cierto pudor por asomarme a las miserias ajenas, una buena manera de olvidar las mías. Los bordes de las páginas estaban cubiertos de una pátina que no llegaba a ser marrón, y se quedaba en algo entre el amarillo del tabaco en soledad y gris de gris, el peor de los grises. Pobre contenido el del diario de un detective fracasado en una ciudad que no guardaba secretos sino los bienvendía en portadas de revistas o despachos amueblados de diseño. Romances truncados o imaginarios con pobres chicas de oficinas vecinas, una clienta viuda que sospechaba que el marido no había muerto de causa natural y que lo había matado un oscuro poder y qué buena y qué sola y qué desvalida y qué buena (otra vez) estaba la viuda, con solo un detective rudo y ajado para darle amparo; Mar López fumando por el costado de la boca y las comidas caseras en su casa de ella para «conocer» el terreno y un hijo -no de puta, que era una señora, pero un hijo de puta al fin y al cabo-, que olió la plata de la herencia y llegó a defender a mami; y otra vez café sin café por aquello de la úlcera y angustia de despacho decadente y solo y no más viuda.
Aquello tenía fecha de seis meses atrás. Después, banalidades, cuernos intrascendentes espiados por morbo de maridos con la entrepierna más tranquila que la conciencia, y algún rescate fallido de joyas que no valían el esfuerzo.
Eso, y la historia del sudaca.
O sea, yo.
Eran anotaciones sueltas y espaciadas, con poco entusiasmo al principio, pero que se volvían más largas y detalladas a medida que Mar se adentraba en el caso y su olfato atrofiado de sabueso de jardín olía dinero. Ahí estaba todo. El encargo de seguimiento por parte de Noelia, la vigilia incierta tras mis pasos sin rumbo, yo mismo. Un tipo de treinta años, con amigos variopintos «y casi sin amigos verdaderos», que rondaba Madrid «con más desgana que ansiedad», ni muy alto ni muy bajo, delgado de comer poco, «ojeroso de pensar demasiado», de costumbres sexuales aparentemente ortodoxas (también sabía lo de la gallega, el fisgón), sin metas claras y al que amenazaba «una calvicie lenta pero inexorable en la coronilla».
– El hijo de puta. Sabía escribir «inexorable». Quién lo hubiera dicho.
Encendí un cigarrillo. Necesitaba un trago de algo fuerte, y no precisamente la tila que el detective ya no entibiaría en su petaca bajo el sobaco.
No era muy imaginativo para esconder el whisky, ni falta que le hacía, en una oficina frecuentada solo por las moscas. Encontré la botella en el segundo cajón del archivador y un vaso casi limpio. Seguí leyendo sin imaginar qué era lo que El Muerto buscaba con tanta urgencia. Algo que valía una puñalada y una muerte sin importancia.
Pensé que no era de buen gusto beberme el pésimo whisky de Philip en sus narices, de modo que pasé al otro lado de la puerta fingidamente oculta tras el sillón. Si el panorama en el despacho era desolador, lo que encontré en ese minúsculo espacio robado a la estrechez era para recomendar a cualquier suicida. Me bastó una mirada para descubrir que Mar López vivía ahí, si a eso se le podía llamar vivir. Un cuartucho de dos metros y medio por casi dos, recortado el escaso espacio por la entrada del baño, una mesa de juguete, un microondas abollado, unas pilas de libros ajados, y una breve cama sola y sucia. El Muerto también había estado ahí. Lo supe por la violencia mecánica con que habían sido revueltos los libros, acuchillados la almohada y el jergón, rotos los cajones casi sin pertenencias. Hasta en el baño había buscado el hijo de puta. Tampoco era un baño en toda regla: apenas un lavabo, un pequeño espejo rajado, un inodoro amarillento, y una gran palangana de plástico apoyada de costado contra la pared, en inestable equilibrio. Suficiente para la higiene sin alegrías de Philip, para su vida clandestina de esquivar al portero para que no descubriera que vulneraba su contrato viviendo en la oficina, calentando platos culpables con la ventana abierta para que el olor a comida no delatase su presencia.