Cerré un poco el puño con el pulgar encajado en el índice y posé la moneda en la improvisada catapulta. La tiré y, como tenía que ocurrir, no volvió a mi mano, sino que cayó al suelo y rodó escaleras abajo por la boca del metro. Una vieja que subía con fatiga se agachó, la recogió sin mirarla, y al verme pendiente renunció al primer impulso de quedársela.
– ¿Es suya esta moneda? -preguntó sin necesidad.
– ¿Qué lado estaba hacia arriba?
– ¿Cómo? -se asombró por un instante.
– ¿Qué lado de la moneda estaba hacia arriba cuando la recogió?
– No lo sé -confesó desconcertada-. ¿Es suya la moneda?
– No, gracias -contesté de mal humor.
Y bajé las escaleras hacia las entrañas de Madrid.
19
El Rastro suplía la falta de madrileños con mayores cantidades de turistas de la Europa todavía rica, ansiosos por fotografiarse bajo la estatua de Cascorro. Ajeno a todo, el anónimo soldadito de bronce cargaba tantos pertrechos de guerra como los que a dos pasos de su pedestal exhibía un joven cliente de un puesto de desechos militares. Además del fondo para la foto obligatoria, los contingentes guiados que repetían typical hasta cuando veían un anacrónico punkie de pelo naranja, se disputaban el reducido perímetro de la estatua con decenas de personas que habían dado muestras de originalidad al citarse debajo del Cascorro a tal hora, como si solo se les pudiera ocurrir a ellos.
Ahí me había citado Nina. Sin embargo, me encontró y un lago internacional se abrió como las aguas del mar Muerto para dejar paso al baile de su vestido casi transparente. El turista afortunado que por azar del destino quedó entre la trayectoria del sol y el contraluz de Nina bajo la tela, no dijo typical, sino glup.
– Beso -ordenó con aire de perdonarme algo no muy importante.
Acerqué mis labios a su mejilla.
– ¿Seguimos con el cuento de los hermanitos? -Frunció esa boca-. A este paso, podríamos repetir lo del Hansel y Gretel en versión posmoderna… -rio con picardía-. Y tu Lidia podría hacer el papel de la bruja mala que nos encierra…
– Nina… -advertí. Pero era inútil.
– … y en lugar de enseñarle el dedo entre los barrotes, yo sé lo que podrías mostrarle. Ese «dedo» que yo me sé, con Lidia, no se pondría tan gordo…
Me rendí y la dejé agotar las posibilidades de la broma mientras nos internábamos por el río de gente que se bifurcaba en pequeños afluentes también orillados de puestos. Llegamos al que ella estaba buscando. Era un chiringuito de ropa entre la confección artesanal y las nostalgias hippies, rodeado de vestidos, túnicas, fulares y faldas transparentes. Ya sabía de dónde sacaba Nina parte de su guardarropa. La chica -¿se llamaba Azucena o Margarita? Da iguaclass="underline" era una flor de invernadero disfrazada de silvestre, con gafas a lo Lennon y pelo a lo Marley- dejó con la palabra en la boca a un cliente extranjero empeñado en convencer a su oronda mujer de comprar un vestido más acorde con su secretaria, y se fundió con Nina en un abrazo efusivo y transparente. Hablaron de gente y lugares desconocidos para mí, y por la forma de mirarme como al descuido de la flor, supe que evaluaba mi procedencia, mi relación con Nina y si valía o no la pena intentar el despojo. Me entretuve mirando vestidos inspirados en el arco iris, no tanto por los colores como por la consistencia.
Otra chica, con el pelo partido en dos trenzas cayendo hasta cerca de donde debiera haber tenido el culo pero no, atendía a los clientes con gesto aburrido. El puesto estaba rodeado de una tela multicolor por tres costados, con el frente abierto para que los compradores examinaran la mercancía. Dos sillas desplegables -para la espera de sufridos acompañantes, imaginé- y una cabina también de loneta estampada que hacía las veces de probador («es una idea nueva, la gente está en-can-ta-da») completaban las instalaciones.
El gringo, convencido por fin de que su mujer no era su secretaria, compró media docena de fulares y se fue resignado, con la gorda a cuestas. Una chica de veintipocos años, con la cara lavada y el pelo suelto jugando a esconderle los ojos, aceptó probarse un vestido, alentada por una amiga de pelo cortísimo y gestos demasiado masculinos como para ser nada más que una amiga. Pensé que me estaba volviendo esquemático y arcaico, y que por suerte no tendría tiempo de ir a peor. La cortina que cerraba el probador se corrió tras la chica, dejando ver una mínima y vertical porción del interior con espejo. No es que quisiera mirar, pero miré. Una línea de piel liberándose de la blusa, blanco de lencería contra blanco de piel, cabellos bailando y… la amiga de pelo corto clausurando la mirilla con cara de «yo la vi primero». Nina también había sorprendido mi incursión visual.
– Mirón -murmuró mientras la flor de invernadero negociaba el precio de una túnica con abundante regateo de handris para el que la turista había sido bien entrenada.
Nina postergó la burla por el regreso de su amiga y retomó la conversación como si nunca la hubieran interrumpido, con esa facilidad femenina cuya definición me había valido tantas veces la calificación de machista por parte de Ella. El recuerdo me llegó de pronto y me golpeó en un costado que creía endurecido. No fue su imagen, que seguía borrosa, fue una sensación de parques y manos y sábanas y lluvia tras los cristales, al otro lado del mundo.
El peso de la bolsa de Nina me desestabilizó el brazo.
– Ten -murmuró, cargada de vestidos y sonrisas perversas-. Si lo que te excita son los probadores, pues probemos…
En cuanto la chica etérea y su centinela amiga abandonaron el probador, Nina entró y con toda la mala intención del mundo cerró la cortina en un movimiento incompleto que dejó una franja de cinco centímetros de probador a la vista. Me dio la espalda y empezó a desnudarse. Fingí examinar unos vestidos para tapar con mi cuerpo el hueco de la cortina, mientras de reojo seguía sus movimientos. El espejo la mostraba de frente, pero ella parecía no verme mientras doblaba su vestido de aire y tela, desnuda salvo el tanga y las sandalias. Sabía que yo estaba ahí, bebiéndole la piel en el espejo, al alcance de mi mano y sin poder tocarla. Un tipo a mi lado me pidió fuego y si no le quemé los bigotes fue por sus buenos reflejos de holandés entrenado en el tenis bajo un sol pálido. Cuando se marchó con esposa y paquetes, mi ojo intentó una vez más vencer el límite absurdo que le imponía su cuenca.
– ¿Ya has elegido? -preguntó la voz de la flor a mis espaldas.
– Ojalá no tuviera que hacerlo -murmuré.
Pero ella hablaba con Nina.
Yo apenas me interrogaba con una pregunta que no tenía respuesta.
Nos separamos. Nina quería hacer algunas preguntas y yo quería dar una vuelta sin rumbo por el delta de puestos que es el Rastro. Y robar un libro. Quedamos para una hora y media después en un bar y al verla alejarse entre la gente, a contraluz con su leve vestido y su paso inquieto, sentí un mordisco de nostalgia.
Anduve al azar, deteniéndome en los puestos en los que el vendedor no acechaba como si tuviera con él alguna deuda vieja. Me compadecí de un artesano que regateaba con un alemán o lo que fuera, rubio, colorado y decidido a cumplir hasta la muerte la recomendación de pedir rebaja; y contemplé durante un cigarrillo la interminable colección de llaves de todas las formas y tamaños, que un viejo ofrecía sobre un paño en la acera.
– Tengo muchas llaves y ninguna puerta -reconoció leyendo mi pensamiento. Me senté a su lado, le di un cigarrillo y fumamos en silencio.
– ¿Quieres que te regale una? -ofreció el viejo después de un rato.
Me puse de pie y pisé el cigarrillo.
– No, gracias. Siempre pierdo las llaves.