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Enfurruñada, Violeta rebuscó en su bolso y sacó un folleto de papel satinado. Era un catálogo de fotos de moda y los bordes de las páginas estaban enmarcados con cenefas de flores exóticas. Muy apropiado.

Lo abrió en una página y me lo restregó por la cara:

– ¡Era ella y llevaba este vestido! ¡Y lo bien que le queda a la cabrona!

Miré la foto, sin aliento. Lamida por un corto vestido, Noelia me miraba con esa expresión entre tímida y puta que ya le conocía del vídeo.

Ellas tenían razón: nadie podía haberla confundido con una chica de barrio ni con un ama de casa a régimen de calorías y de calentura.

Noelia era inconfundible y desde la foto me sonreía como lo hacen las mujeres que nunca vas a tener.

Están cerca, parecen a mano y te incitan a saltar para atraparlas.

Pero cuando saltas, descubres que detrás hay un abismo.

Y nada más.

***

Volvimos juntos, sin hablar más que lo imprescindible y en voz baja, como si cuidáramos de un enfermo grave al que una palabra inoportuna pudiera matar. Me detuve en un bar con teléfono público, de los pocos que van quedando en Madrid. Nina me mostró su celular, pero negué con la cabeza. Probé y había tono. Las monedas cayeron y marqué. Funcionaban. Un teléfono público que funcionaba. Todo un hallazgo.

Le pregunté a Lidia cuánto sabía de mi historia el tal Manolo y me tranquilizó: le había contado que yo estaba haciendo un reportaje sobre la decadencia del hampa tradicional madrileña. No se lo había creído del todo, pero sus dudas, informó Lidia, «van más por el lado de que intentes llevarme a la cama que otra cosa».

– Que no me dé ideas -advertí en broma, ante la seria mirada de Nina.

– Bebé, para ideas como esa, yo tengo un montón. Lo malo es que no me vas a dejar aplicarlas -dijo Lidia, tentadora.

Cambié de tema y quedamos para esa noche en una cervecería de la plaza de Santa Ana. Nos dijimos algunas cosas dulces y colgué. Los ojos de Nina eran dos carbones helados. Pero ardían.

– Tienes que descansar -comentó mientras íbamos hacia el Metro.

– Sí. Estoy hecho mierda.

– ¿Por qué no vienes a casa? Te preparo algo de comer, te baño… -La picardía volvió a sus ojos cuando me mostró la bolsa con los vestidos-. Y luego, si quieres, puedo probarme la ropa que compré en el Rastro. Esta vez sin espiar…

– ¿Vas a decirme toda la verdad? -pregunté sin mirarla.

– ¿Estás dispuesto a creerme?

Sacudí la cabeza. Estaba muy cansado. La noche junto a Mar López, el whisky barato, los vinos de esa mañana, todo se sumaba a mi desaliento y, aunque el sol brillaba, el gris era en ese momento mi color favorito.

– No sé -reconocí.

Llegamos a casa de Noelia y cocinó algo en silencio. No recuerdo qué era, estaba a punto de dormirme sentado. Me alcanzó una gran copa de vino tinto. Llevaba su bolso al hombro y cara de despedida.

– Que descanses, Nicolás. Yo me voy a mi casa, ya sabes el teléfono. Mañana por la mañana vendré a buscarte y si estás dispuesto a confiar en mí, seguiremos buscando a Noelia.

– Yo…

– No puedo quedarme aquí, no te fías de mí, ¿recuerdas?

– Nina… Me gustaría confiar en vos…

Se detuvo junto a la puerta y estaba hermosa y solemne.

– Pero no puedes, Nicolás -dijo en un susurro-. Y haces bien.

Sopló un beso muy serio y se marchó.

No comí mucho más, pero el vino era suave y denso. Recogí los platos y me desnudé. Venciendo el cansancio, me di una ducha, a riesgo de quedarme dormido bajo el agua. No fue así, pero tampoco logró despejarme del todo.

Cuando iba sonámbulo y todavía mojado hacia la cama, recordé algo. Busqué la vieja caja de música y con ayuda de un cuchillo desmonté el mecanismo. Fumé un cigarrillo mientras mis párpados tiraban para abajo. Me reí con la risa de otro. Era ridículo: en pelotas, agotado y con la piel llena de moretones, el protagonista se negaba el sueño fumando en silencio. Extrañé al gato Silvestre. ¿Lo había visto de verdad o era un sueño más que soñaba despierto? Sacudí la cabeza y busqué la caja de madera que había visto antes. No pude encontrarla y la décima parte de mi cerebro que seguía consciente interrogó al resto en vano.

Sabía la respuesta: me sentía en deuda con Nina y quería compensarla con una sorpresa, algo que dejarle cuando ya no estuviera, cuando fuera alguien del que hablar en pasado.

Nicolás era.

Nicolás decía.

Nicolás no creía y hacía bien en no creer.

Entonces, cuando yo fuera nada más que un nombre en tiempo pasado, Nina podría abrir la caja de trocitos de madera y encontrarme en el baile de esa bailarina con una sola pierna, que al compás de Para Elisa seguiría girando como el tiempo y los días, como todo seguiría menos yo.

Me alegró imaginar a Nina llorando mi recuerdo junto a la caja de música; de todas las posibles viudas ignoradas que dejaba, ella era la única que me debía algo: me debía la verdad.

Y yo no podía encontrar la puta caja para consumar mi venganza de ultratumba.

Me fui a dormir, pensando que eso podía querer decir algo.

Pero no sabía qué era.

21

– ¿Te gusta lo que ves? -preguntó Lidia.

Me gustaba. Mucho. No se parecía en nada a la chica brillante y un poco desastre que durante años había sido casi mi hermana. Estaba cambiada y no era solo por el corto, escotado y estrecho vestido que la desvestía, ni por el corte de pelo, ni por las curvas que ahora, después de tantos años, venía a descubrirle. Era algo en la mirada, una picardía nueva y sin embargo vieja como el viento. Y algo más que no conseguía precisar.

– Lo que me tiene perplejo es tu nuevo look. Te advierto que estoy molido y no podré contener a la jauría de hombres que se te echará encima…

Rio y también su risa era otra. Los corazones de todos los hombres de la cervecería -incluido el mío- se aceleraron.

– Hay un remedio: que les ganes de mano…

– ¿Y dónde quedaría mi prestigio internacional de caballero andante y desinteresado, eh? -Quise tomar el desvío de la broma que tantas veces recorrimos juntos, para alejarnos de otras rutas más comprometidas.

Pero todos los cruces me llevaban al mismo punto: sus piernas hipnóticas, su figura sensual que me sorprendía, sus pechos que se sostenían sin ayuda. Y esa mirada. Lidia siempre había sido una linda piba, pero escondida, como si le diera vergüenza llegar a ser bella. Pensé que nunca la había imaginado desnuda, ejercicio que yo practicaba hasta con las monjas; y su forma habitual de vestir no ayudaba. Pero eso no explicaba nada. Una mujer joven no puede esconder ese cuerpo bajo ningún ropaje, aunque me desconcertó la certeza de que jamás la había visto en la playa en Argentina. Pese a los cambios, no había maquillaje ni dieta intensiva. Era la actitud, como una mariposa que dice acá estoy y basta de esconder mis colores.

– ¿Querés que te diga dónde te podés meter tu prestigio de caballero andante, Nicolás? -preguntó.

Su voz.

Era y no era la voz de Lidia. Más áspera y, al mismo tiempo, más sedosa. Una voz con memoria de noches quemadas en incendios de sábanas desconocidas, de amaneceres sin preguntas ni nombres. Una voz peligrosa, para ella misma y para el que la escuchara de cerca.

La estudié otra vez. Y no pude encontrar en ella el rastro de la amiga a la que confiara tantos desvelos y planes incompletos. Era otra mujer. Y muy deseable.

– Creo que a mi florcita pampeana le vino bien el riego del macho ibérico y policial…

– Manolo no tiene nada que ver. Aunque es cierto que me ha hecho sentir querida, que está pendiente de mí… -Volvió a sonreír-. Y que es muy macho.