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– Olé.

– ¿Desde cuándo nos conocemos, Nicolás? ¿Once, doce años? Y en ese tiempo, en todo ese tiempo de borracheras y confidencias, de venir a mi casa cuando se te caían los castillos; en todo ese tiempo, ¿nunca me tuviste ganas?

– Yo…

– Tranquilo, que mi rabia es solo mía y hacia mí. La historia de mi vida que cambia esta noche y no sé si para peor, pero cambia.

Bebí otro trago de bourbon mientras ella empezaba a hablar.

– Si alguien puede entender esto, es Nicolás Sotanovsky. No olvidés que durante años fui la primera y benevolente crítica de los relatos que escribías entre un amor para toda la vida y el siguiente: Dos en uno, el inquilino siempre presente y relegado, dentro del cuerpo gobernado la mayor parte del tiempo por la otra mitad… ¿Creías que era un síntoma exclusivo? No, Nico. A mí también me pasa, pero a mi manera. Desde que era una adolescente sé que tengo un cuerpo atractivo, pero lo escondía. Y lo escondí también a medida que pasaba el tiempo y llegaban las ilusiones y los chicos que me gustaban, que se acercaban atraídos por mi inteligencia, rondaban la idea, pero acababan por irse con otra más evidente que explotaba su casi siempre escaso capital de tetitas minúsculas y vaqueros ajustados. Yo, en cambio, me empeñé en camuflar atractivos, disimular curvas y ocultar las piernas de rodilla para arriba. Y conocí el sexo a manos de un vivo que resultó muy torpe, en la oscuridad apurada de un jardín, mientras adentro, una buena amiga se abría de piernas en mi dormitorio para atrapar al chico que más me gustaba, quedar embarazada, casarse, ponerle los cuernos con todo el barrio, y divorciarse cinco años después. Fue en mi fiesta de cumpleaños. Cumplía los quince.

Se enderezó y cruzó las piernas, balanceando el pie de la que quedaba encima. Aspiró profundo el cigarrillo y siguió hablando:

– Cuando murió mamá, me fui a estudiar a la capital. ¡Tenía tantas ilusiones! Creía que sería llegar y sacar afuera una parte de esa otra Lidia, esta que ves, hasta entonces relegada a algún episodio turbio y secreto, y a la intimidad de mi dormitorio cuando me masturbaba con furia frente al espejo, la puerta cerrada con dos vueltas de llave y el tocadiscos a todo volumen. Vigilando gemidos, Nicolás; midiendo la intensidad del pobre y ceniciento placer que me permitía…

Miré hacia las otras mesas, incómodo.

– Lo malo es que nada o poco cambió en la universidad, pese a vivir sola, sin el puto qué dirán del pueblo. Me acomodé, como una princesa boluda en su torre aburrida, en espera de que llegara el príncipe clarividente que supiera tender el puente entre las dos Lidias…

– Tanto esperar un príncipe, para que después apareciera yo…

– … pero no hubo príncipe. O a lo mejor no había puente. Y las dos nos habituamos a saber que había que vivir así: tu Lidia de siempre llevando el timón de noches vacías; yo esperando el momento oportuno para asesinarla. Claro que no es tan fácil asesinar a alguien que es parte de una, aunque sea una parte estúpida y reprimida. No deja de ser algo tuyo. Hay que tener paciencia, sumar agravios no aclarados, quejas no gritadas, tejer el odio en finas hebras, Nicolás, hasta que se vuelva espeso y sin retorno.

Creí que iba a llorar y entonces mi mano envolvería las suyas en inocente apoyo y todo volvería a la normalidad manejable de la eterna amiga un poco enamorada a la que no quería hacer daño y por eso postergaba. Pero no lloró, no era la Lidia de siempre; era otra mujer, muy atractiva y con algo duro detrás de las pupilas y esa voz que lo cambiaba todo.

– En fin -suspiró mientras cruzaba las piernas sobre la banqueta-. Lo tuyo es más urgente y tiene fecha de caducidad. Hablemos de ello.

Sacó del bolso una libreta de ahorros y me la dio:

– Mi saldo en el banco. -Ante mi silbido admirativo, explicó-: La vieja Lidia era una hormiguita que guardaba para el invierno, sin ver que el invierno era la estación en que vivía todo el tiempo. La de ahora, bebé, es una cigarra que quiere cantar y viajar…

– No lo entiendo… con tu sueldo en el diario…

– No querés entenderlo, pero te lo explico: manejo información, contactos, cosas que valen plata en la política o los negocios. Y únicamente una boluda escrupulosa como tu Lidia hubiera dejado escapar esas ocasiones. Tengo plata y mis papeles en orden, nadie sospecha de mi doble vida. De modo que nos vamos. No podés quedarte en Madrid con esos tipos pisándote los talones.

– Puedo manejarlos, creo.

Sacó un papel del bolso. El retrato robot no me hacía justicia, pero era yo.

– Tu amigo el detective pensaba lo mismo, Nicolás. Y le dibujaron una segunda sonrisa. Una gran sonrisa eterna, pero en la garganta…

No dije nada, porque no tenía nada que decir. La nueva Lidia sí:

– Nadie se fija en los pordioseros, pero ellos lo ven todo desde sus castillos de cartón. Uno te vio entrar anoche y salir esta mañana del edificio de Mar López. Encontraron tu nombre en una agenda, y el teléfono de la putita, pero nadie los relacionó…

– Salvo el sagaz Manolo.

– Así es. Y me trajo el dibujo para consultarme. Le mentí. Le dije que anoche habíamos cenado juntos, mientras revisábamos las notas de tu reportaje, y que nos habíamos quedado en mi casa hasta las tantas…

– Genial -dije-. Ahora, además de querer matarme un mafioso de cuarta, me querrá asesinar un policía de tercera. Voy progresando, negrita.

– No seas pavo. No le hizo mucha gracia, pero si no le gusta, que se joda. Además -volvió a sonreír-, puedo ser muy persuasiva…

No pregunté cómo había conseguido el dibujo, pero lo imaginaba. Y aunque me odié por eso, algo en mi entrepierna fatigada empezó a tensarse.

– No podés seguir así, Nico. O te matan los mafiosos esos, o la policía termina por cargarte la muerte del detective.

– ¿Entonces?

– Entonces, te alquilo por un tiempo -declaró tocando la cartilla-. Nos vamos mañana mismo a recorrer Europa, o a África, si preferís. Si no querés que le pida a Manolo que te arregle lo del pasaporte, sé dónde comprar uno falso que te puede hacer cruzar cualquier frontera. Desaparecemos de este mapa donde nadie te quiere. Y después ya veremos. Con esto tenemos para vivir un buen tiempo a todo lujo. No te comprometo a nada: nos vamos ya del país y seguimos juntos el primer mes. Después, podés hacer lo que quieras o seguir conmigo. No creo que un mes de vacaciones juntos se te haga insoportable, ¿o sí?

La miré de arriba abajo, sin atrincherarme en los recuerdos ni ponerle un escudo de prejuicios. La miré como se mira a una mujer que promete y tiene con qué cumplir.

– Supongo que podría sobrevivir, Lidia.

No la llamé «negrita» y tomó nota. Le agarré la mano. Fue una caricia de hombre a mujer, en la que cabía la ternura y todo lo demás, incluidos el sudor y la lucha de los cuerpos.

– Pero no puedo irme. Y ya no es por miedo a lastimarte, que a lo mejor tengo que aprender a tenerte miedo. Es por mí. ¿Me querés decir qué mierda hago en España? Te lo voy a decir: escapar. Pero como lo hago con pereza, no se nota. Y me escapo de tantos recuerdos chiquitos pero afilados; me escapo de plantar batalla y de creer en algo. Me escapo porque aunque parezca más difícil, es tan fácil hacer un par de bolsos y seguir viaje…

Me miraba sin parpadear, como si entendiera.

– Estás muy buena, Lidia -reconocí-. Y soy un pelotudo por no haberte descubierto antes. Me podría enamorar de vos y joderte un poco la vida. Y cuando acabe todo esto, si todavía se mantiene la oferta, y no me refiero al viaje, sino a vos, a lo mejor me animo. Pero ahora no. Ahora ya no retrocedo otra casilla en el tablero, no vuelvo a tirar los dados, no pido más cartas; me planto con lo que tengo y lo que tenga que pasar, que pase.

– Nicolás…

– No: está decidido y no puedo cambiar. Esta vez no. Además…