– Nico…
– Suena a boludez, pero alguna vez tengo que decir acá me planto y ver qué pasa…
Me tapó la boca con su mano:
– Que estoy de acuerdo, Nicolás. Lo entiendo y estoy de acuerdo.
Me ofendió un poco que no insistiera, pero no se lo dije. Mantuvo sus dedos en mis labios y dejó que uno resbalara en mi boca.
– ¿Venís esta noche a no dormir conmigo? -preguntó.
Dije que sí con la cabeza.
Entonces la vi.
Detrás de los cristales, Noelia me miró durante un instante y giró la cabeza. Llevaba el vestido rojo que le había visto en la foto, que flotó cuando empezó a correr.
22
Dejé un billete sobre la mesa, le pedí a Lidia que me esperara, y corrí hacia la puerta. Mejor dicho, quise correr, porque en ese momento una pandilla de parejas muy divertidas decidió jugar a que entraba y no entraba al local, una camarera se cruzó en mi camino con su bandeja cargada de cervezas, y dos viejitas se pusieron de pie con energía, a riesgo de romperse por el esfuerzo. Tardé casi dos minutos en llegar a la calle, pero me parecieron dos siglos. La busqué con la mirada, presintiendo que no la vería.
Pero la vi, casi dos calles más allá, cruzando a paso rápido el cerco de luz de una farola. Corrí, esquivando domingueros sorprendidos que temían un tirón en el bolso o miraban hacia atrás, para ver quién me perseguía. A mí también me hubiera gustado saberlo.
Bajé a la calle. Era preferible esquivar coches y avanzaba más rápido. Ya la tenía a la vista y no me había equivocado: era ella y era el vestido. Miraba hacia atrás cada tanto y sabía que la seguía.
Ocurrió de repente, pero es cierto que uno puede presentirlo un segundo antes; yo creía que era otra mierda de Hollywood, pero no. Supe que algo no encajaba y cuando el coche se cruzó en su camino, comprendí lo que era. La voluminosa sombra de Serrano se recortó contra la luz y en dos zancadas estuvo junto a ella. Quise gritar y avisarle, pero era demasiado tarde. Solo podía seguir corriendo y llegar junto a ellos, sin saber qué haría luego, porque Jamón ya la arrastraba de un brazo hacia el coche y yo estaba muy lejos todavía para hacer nada. Pensé que en las películas el protagonista siempre encontraba algo que lo sacara del apuro: una moto sin candado y con la llave puesta, unos tachos de basura que arrojar rodando contra el malo, un carrito de supermercado, algo. Yo no tenía nada, ni siquiera aliento. Busqué una piedra en la calle, una buena piedra que tirarle a Jamón cuando estuviera más cerca. No era muy heroico, pero lo distraería un momento. Busqué en el asfalto, en los costados de la acera, mientras seguía corriendo. Nada. Envoltorios de chicles, condones usados, ¡un zapato de bebé!; había de todo en la calle, menos piedras.
Me caí, salté hacia delante y seguí corriendo, mientras el enano egoísta que dejo vivir dentro de mí me decía que era mejor así, que al fin y al cabo, si atrapaban a la pelirroja, me dejarían en paz. Lo hice callar, el hijo de puta no entendía que yo necesitaba saber. Noelia ya estaba casi dentro del coche y yo no pude esquivar el Mercedes negro que se cruzó en mi camino. El conductor me miró con odio, como si hubiera manchado su precioso coche con mi sucia sangre. Pero no sangraba. Un moretón más para Nicolás Sotanovsky, el héroe más lento del mundo.
Cuando volví a mirar, el coche de Jamón todavía estaba ahí, pero no veía a Noelia. Llegué junto a él y Serrano me saludó con su característico:
– Buenasnoche.
Yo no tenía respiración suficiente para devolver la cortesía. Abrió la puerta y me dejé caer en el asiento a su lado.
– ¿Dónde? -alcancé a decir.
– ¿Dónde qué? -preguntó Jamón ofendido.
Respiré a fondo y solté todo el aire de mis pulmones. Mi corazón quiso seguir latiendo.
– ¿Dónde está la pelirroja?
Miró para otro lado, se ajustó el nudo de una corbata que serviría para amarrar un petrolero, y revisó su peinado de escaso pelo en el retrovisor del coche, que le cabía en la mano.
– Eso lo sabrá usted -dijo el Jamón.
– Escuche, Serrano: la vi -corregí-. Los vi: a ella intentando escapar y a usted tirando de ella hacia el coche. ¿Dónde está? ¿No me dirá que se le fue?
Su disimulo infantil se derrumbó:
– Es que… tenía una pistola, ¿sabe?
– ¿Y usted no?
– Desde luego. -Sacó el cañón y me arrepentí de mi pregunta-. Pero me sorprendió. Además, ¿pegarle un tiro a una mujer, quién se cree que soy?
– No me tire de la lengua, Serrano. ¿Pudo verla bien?
– ¿Es guapa, no? Se parece a las tías de las películas. ¡Y está de buena! -Se detuvo confuso-. Usted perdone, al fin y al cabo, es su novia…
– ¡Pero si estoy harto de decirle que no la conozco!
Era inútil. Saqué un cigarrillo y lo encendí.
– Estamos igual que al principio -dije, pensando en la oferta de Lidia.
– Igual no -razonó-. Ahora le quedan menos días para encontrarla.
Bajé, cerré la puerta con cuidado y di una vuelta alrededor del coche. Cuando llegué a su ventanilla, pregunté:
– ¿Va a seguirme esta noche también?
Sonrió incómodo:
– No creo que vuelva a aparecer. Además -se ajustó la corbata-, tengo que salir. Una viudita de mi barrio, ¿sabe? Buena mujer, y muy sola. Sin hijos…
– Eso es bueno -apunté, recordando a Mar López y su propia viuda. Las viudas parecían ponerse de moda y yo lamenté no dejar ninguna.
– El caso es que…, yo debería seguirlo a todas partes, pero ayer me despisté un poco… La llevé al cine, ¿sabe? A ver una del Stallone…
– Romántica elección, Serrano.
– Y esta noche la llevo a bailar. Por eso quería pedirle que…
– Hecho -aprobé. Se le iluminó la cara.
– ¿Entonces usted…?
– Yo no voy a ir a ninguna parte esta noche y usted tiene una cita. Tranquilo. Mañana a mediodía nos encontramos frente a la casa de la pelirroja, ya sabe…
Agradeció confuso y puso el coche en marcha. Le dije adiós con la mano.
Todo era ridículo y, a lo mejor por eso mismo, normal. Los matones a sueldo tenían sus corazoncitos, las víctimas podían ser tolerantes y colaborar, y los policías estaban empeñados en formar un hogar, aunque el precio fuera dejar libre a un sospechoso. Un hermoso mundo equilibrado que funcionaba con lógica, a su manera, y a su manera, seguía girando. Solo que Mar López no estaba ya para aportar su cuota de absurdo al gran absurdo universal.
Y muy pronto, yo tampoco estaría.
23
– Al final, a mi casa -dejó caer Lidia con una sonrisa perversa-. Quisiera saber si lo que te hace claudicar es tu curiosidad o mi culo.
– Digamos que mi curiosidad por tu culo, negrita.
Rio cantarina y desvergonzada. Desconocida. Llegamos a la esquina y era el momento de preparar el ataque tipo Bogart: un beso en el portal y media vuelta para alejarme fumando despacio hasta perderme en la niebla, mientras ella suspiraba y apoyaba en el quicio de la mancebía su cuerpo postergado porque un hombre siempre hace lo que tiene que hacer. Y una mierda. Lo único que cumplí fue lo del cigarrillo. Lidia no encontraba o fingía no encontrar las llaves del portal, prolongando la humillación para esa pretensión fallida de Bogart, que, dejo constancia, era más bajito que yo. Mucho más bajito. Me preguntó por mis llaves, el juego que me había dado meses atrás, cuando me fui de ahí por miedo a dejarme querer. Estaban en la mochila, en casa de Noelia. Por fin encontró las suyas y abrió. Antes de entrar, miré hacia la esquina. Mi vista no es de las mejores, pero juraría que un gato negro con manchas blancas me miraba fijamente, recortado por las luces de los coches. Sacudía la cabeza y creo que una sonrisa burlona le curvaba la boca. Aunque con los gatos nunca se sabe.
Cuando entramos en la casa saludé con nostalgia al gran sofá del salón, en el que había dormido mis primeras semanas de desconcierto español. Seguía igual, pero el cambio de Lidia lo cambiaba todo. La mesa enana y robusta, que siempre me había parecido un mueble feo, me sugería connotaciones eróticas nada tranquilizadoras; por la puerta del baño asomaba la enorme bañera que parecía capaz de aguantar un maremoto de dos; y hasta el mueble de ladrillos de la cocina ofrecía una altura ideal para jugar al cartero llama dos veces. O tres. Sobre la otra esquina empezaba el territorio desconocido: su dormitorio, al que nunca me había asomado, aunque los dos sabíamos que sería bienvenido. Fue un relámpago de lujuria involuntaria, pero Lidia me miraba como si lo pudiera leer en mi frente. Me alcanzó un vaso largo de bourbon, desteñido de hielo. Lo único que había hecho era quitarse los zapatos, pero ese anticipo de desnudez me inquietó. Se sentó en el sillón individual, las piernas encogidas contra el pecho, más o menos como se encogía mi corazón.