Выбрать главу

Me inquietaba esa Lidia flamante y deseable, desconocida que conocía mis debilidades más ocultas. Pero yo se las había confiado cuando era una chica sensata y tímida, una inteligencia aguda y analítica, solidaria y amable. Pero sin esas tetas. Desde luego que sin esas tetas. La Lidia que ahora se levantaba en cámara lenta, cruzaba descalza y me acorralaba con su cuerpo para detenerse un milímetro antes de rozarme y beber de mi vaso; esa Lidia que me entregaba la bebida como si fuera algo más íntimo y se dejaba caer en el otro lado del sofá, piernas y más piernas extendidas, flexionadas, tocables y cercanas; esa Lidia era diferente y peligrosa. Nunca le hubiera contado mis verdades, aunque en otro tiempo y en otro lugar, habría podido dedicarle mis mentiras más sublimes.

– ¿Te interesa el resto de la historia?

– Sí: dos Lidias y una afilando el cuchillo durante años… Cuando te conocí…

– Un arreglo, un arreglo de mierda, pero que sirvió para que yo asomara en vacaciones. ¿Te acordás? Me escapaba quince días sola, a los lugares más alejados, y ninguno de ustedes preguntaba nada. Total, la buena de Lidia era tan seria y responsable, tan mamá de todos, que no había de qué preocuparse…

– ¿Había? -sugerí.

Se levantó y estiró los brazos con pereza. Volvió a llenar mi vaso y se sirvió otro para ella. Al volver apagó con el codo la luz del salón, apenas iluminado por la claridad de neón que entraba por la ventana. Me alcanzó la bebida, paladeando mi alarma. Chocó su vaso con el mío, retrocedió como si fuera a saltar sobre una presa indefensa, pero se quedó ahí y siguió donde lo había dejado:

– Cuatro ausencias de dos semanas al año, más unas cuantas escapadas de fin de semana… Hay una frecuencia, como alguien que está buceando sin equipo y cada cierto tiempo tiene que salir a la superficie para respirar…

Fue hasta la cadena de música y se agachó a buscar un cedé, consciente de mis ojos pegados a sus caderas.

– Ya que se trata de una historia triste de perdición, busquemos el acompañamiento musical adecuado, ¿no? -Por fin se alzó victoriosa con un estuche doble-. ¿Qué mejor que unos tangos para hablar de una percanta de mala vida? Las mejores 60 canciones de Carlos Gardel, creo que alcanzarán…

Maniobró en el equipo y se enderezó. Sonaron las guitarras gemelas y briosas, y desde el pasado, la voz nasal irremplazable cantó:

– «Sola, fané y descangayada, la vi esta madrugada, salir del cabaret…».

– Muy adecuado -dijo Lidia. Y fingiendo unos pasos de tango, desapareció en el dormitorio. Su voz llegaba, perseguida por el ruido de abrir y cerrar armarios.

– Llegaba a mi destino, y en el mismo aeropuerto o la estación de tren, dejaba a tu Lidia encerrada en un baño, hasta el día de la vuelta. Y salía yo, con ropas que ella nunca habría usado ni en sus sueños más calientes.

Por un costado del rectángulo de luz de la puerta del dormitorio, una nube de color verde oscuro flotó y cayó al suelo. Era el vestido de Lidia. Ella seguía hablando cuando un tanga negro le hizo compañía:

– Todo bajo ciertas normas y desde el primer viaje, cuando fui a Río, ¿te acordás? La que llegaba al hotel era yo, seguida por las miradas de tipos que antes ni me hubieran preguntado la hora. Esperaba a la noche, me cambiaba, y salía…

Apareció en el recuadro iluminado y fue como si en lugar de estar en su dormitorio, caminara con provocativa elegancia por una calle concurrida. Llevaba unos zapatos de tacón muy alto, medias oscuras que marcaban la forma de sus piernas, y un corto vestido rojo sangre que se le pegaba al cuerpo. El escote era profundo y la espalda quedaba al descubierto. Lidia seguía andando y volvía a pasar frente a la puerta, representando su felino paseo por Río a medianoche. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas:

– Pocas reglas, pero fijas: ir hasta un bar, ocupar una mesa y esperar. Tenía que aceptar al primero que se atreviera -descruzó las piernas y tomó un trago, mientras miraba con falso aburrimiento una calle imaginaria-. Al principio me costó, el primero en atreverse no siempre era un regalo: viejos verdes disparando sus últimas alegrías, mocosos sádicos, padres de familia agobiados por la culpa que a veces se transformaba en violencia…

Llevó dos dedos a sus labios, en demanda de un cigarrillo. Fui un cobarde y se lo tiré sin encender. Lo agarró al vuelo y sin perder el aire elegante de mujer fatal acechando presas. Su sonrisa fue el castigo: disfrutaba al verme titubear.

– ¿No te daba miedo? -pregunté.

Se levantó y volvió a desaparecer. El vestido rojo cayó sobre el otro y le siguieron las medias. El sonido en el armario era un murmullo bajo la voz de Lidia:

– Yo me daba miedo -dijo saliendo a la luz. Llevaba una minifalda blanca brillante y una blusa transparente sin nada abajo. Lo de nada, pensé, era una manera de decir. Del hombro le colgaba un bolsito charolado.

– Igual estaba buscando el suicidio de una forma enrevesada. Pero ya ves: sigo viva -meneó las caderas al andar, frente al marco de la puerta.

Contaba todo aquello como si fuera una travesura. Me molestó:

– No sé, me parece que te quedás con lo banal, que le quitás tragedia al asunto y no creo que siempre te saliera todo tan «bien»…

– No dije eso. -Se sentó en la cama, seria, pero no abatida-. He sido violada por tipos que no tenían necesidad y lo sabían. He visto navajas como amenaza para conseguir un cuerpo que estaba dispuesta a prestar sin condiciones; me han pegado impotentes no asumidos que castigaban así su falta de respuesta; ¡no me digas que me salía «bien», hijo de puta!

No lloró, estuvo a punto pero no lloró. Gardel atacaba con aquello de «volvió una noche, no la esperaba, había en su rostro tanto dolor, que tuve miedo de aquel fantasma, que fue locura en mi juventud…».

Se levantó y empezó a desvestirse al mismo tiempo que se perdía en el hueco de la puerta. Una visión fugaz en movimiento, una mano abrió la cremallera de la mini mientras la otra iniciaba el duro trabajo de bajarla. Todo entre dos pasos, antes de que la pared, insolidaria y opaca, me dejara sin ver el final del proceso. La última imagen que tuve fue el perfil del culo asomando al bajar la tela blanca. No llevaba nada abajo. Coreó con Gardel un par de versos y siguió hablando. La faldita blanca y la blusa inexistente fueron a parar obedientes a la pila en el suelo.

– Lidia, Lidia, Lidia -repetí mientras me acercaba a la puerta.

– No entrés -ordenó-. Todavía no. Cuando pases esta puerta será porque la historia está completa. Pero ahora, no entrés, por favor…

Me quedé en el umbral y encendí un cigarrillo. Gardel enumeró los adornos de un nido de amor clandestino A Media Luz, y cuando llegó a lo de «un gato de porcelana pa' que no maúlle al amor», me acordé de Silvestre. La minifalda cayó sobre la montaña de ropa que resumía la historia de un dolor oculto muchos años.