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Me dio las gracias y me recomendó que me cuidara. Y salió corriendo en busca de la mujer a la que iba a redimir de sus propios apetitos. Parecía un buen muchacho. Y aunque siempre desconfié de los estereotipos, pensé que lo era. Me pregunté si llevaría un hijo de puta dentro, como Lidia, como Nina, como yo y como Noelia. Envidié su capacidad para creer y confiar en una causa, para pelear por su casilla en el tablero y seguir en juego aunque supiera que la derrota estaba asegurada y la victoria dependía del azar de un dado cargado.

Aspiré hondo el aire de la madrugada.

Quise sentir que había hecho una buena obra y no pude. La voz enana dijo que en realidad le había pasado al tal Manolo un problema que me asustaba. Para callarla, dije en voz alta que desde el mediodía no había probado bocado.

Abrí la puerta y subí los escalones de tres en tres. Solo tenía algo en claro después de ese día agotador: que necesitaba emborracharme y comer algo.

O viceversa.

26

El mundo era un amarillento espejo rajado que auguraba setecientos setenta y siete años de mala suerte si abría un ojo y lo dejaba entrar en la oscuridad de mi resaca. Abrí un ojo y lo volví a cerrar. Tarde. Había caído en la trampa. Eran por lo menos las cinco de la tarde, alguien me había desnudado, y mi cabeza iba a explotar, para salpicar de ideas lúgubres todo el dormitorio y arruinar el trabajo de Nina, que llevaría un par de horas adecentando la casa. Olor a limpio, a pino o limón. «Pino», pensé sin seguridad. La voz quebrada de Armstrong competía con su trompeta por ver cuál de las dos se desgarraba primero.

Abrí los ojos. Nina cruzó frente a la puerta acarreando una bolsa con basura en la que tintineaban las botellas. Llevaba una de esas túnicas sueltas que se ponía para estar en casa. Iba descalza, las piernas morenas disfrutando del ejercicio, el pelo recogido en una cola. Entró en el dormitorio y empezó a recoger cosas del suelo, abrir y cerrar puertas, todo con el mayor ruido posible. Estaba junto mí y su mirada no anunciaba nada bueno.

– ¿Qué hora es? -pregunté.

– Hora de levantarse, o perderás el turno de la próxima borrachera.

Se sentó en la cama, lejos de mí.

– Mira, majo -enumeró, severa y desplegando dedos de su puño cerrado-: que no te fíes de mí, pase. Que te dé por emborracharte un día sí y otro también, es cosa tuya. Y si prefieres perder tus energías con la sosa de Lidia, habiendo lo que hay ante tus ojos sanguinolentos, tú sabrás. ¡Pero ni sueñes que te voy a hacer de asistenta y enfermera todo el tiempo!

– ¿Por qué me desnudaste?

– Porque cuando alguien se vomita encima, hay que lavar la ropa, guarro. Te arrastré hasta el baño, y cómo pesas, cabrón. Te desnudé y te lavé sin mucha colaboración. Algún monosílabo y poco más. Te traje hasta la cama y, como no había una grúa libre, me dejé un riñón para acostarte.

– Te ganaste una nube en el mejor barrio del cielo. Y después, ¿qué?

– Nada -mintió. Cruzó las piernas sobre la cama-. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso me vas a acusar de violación? Lo más que podrás achacarme será intento… ¡Te veía tan tierno, así dormido! Empecé a acariciarte casi sin morbo. Ronroneabas. Respondías, aunque no mucho, y empecé a besarte todo el cuerpo. Quería amarte un poco, sin tu desconfianza ni tus putas preguntas -reprimió un sollozo-. Y parecía que reconocías mis labios…

Recogió un envase de limpiador que había en el suelo y fue hacia la puerta. Pero la rabia pudo más y me fusiló con los ojos mientras mordía las palabras:

– ¿Y sabes lo que pasó cuando estabas a punto de correrte, cuando te revolvías dormido, pero que muy despierto en mi boca? ¡Empezaste a gemir: «seguí negrita, seguí; seguí, Lidia, seguí», o como habléis en tu puto país! ¡Eso ocurrió, pedazo de mamón, eso!

Dos lágrimas se asomaron a sus ojos. Me tiró el envase de limpiador y salió corriendo. No llegó a darme, rebotó en la pared. Lo levanté. Tenía razón: era de pino.

Junté fuerzas para buscar un vaquero y me lo puse sin calzoncillos. El tanga de Nina que llevaba en el otro vaquero estaba plegado y limpio en la mesita al lado de la cama. Lo metí en el bolsillo y salí. Ella estaba en la cocina, sirviendo un gran jarro de café. Los hombros le temblaban. Pasó delante de mí y se tumbó en los almohadones del salón. Me senté frente a ella y bajó la cabeza. Había pasado del orgullo escarpado a la pena lisa y llana. Le alcé la cara.

– Tendría que estar muy borracho para confundirte con otra, porque sos única. Pero al margen de Lidia y de nosotros dos, está lo otro, Nina. Y no puedo seguir a medias: o confío en vos, o le busco la vuelta a este lío por mi cuenta. Me pedís que te quiera y me gustaría. Pero para eso tengo que seguir vivo…

– Hagamos un pacto. Te cuento, me cuentas, y hasta que esto acabe, seremos camaradas sin sexo. Salvo que vengas a pedirme otra cosa… por favor.

– Tampoco hay que exagerar -protesté.

– Sí hay que exagerar, señor Sotanovsky -corrigió-. Usted ha rechazado mis atenciones, y ahora, si quiere probar este manjar -se levantó la camisola y no llevaba nada-, tendrá que pedirlo por favor. Y con insistencia.

Me encogí de hombros, como si no me importara perder el «manjar».

– Empiezo yo. Está claro que ustedes se dedican a blanquear dinero; y que El Muerto era uno de los selectos clientes que tenían…

– Que tenía Noelia -dijo Nina muy seria-. Durante bastante tiempo ignoré lo que ocurría, porque me pasaba seis meses desconectada. Y ella organizaba bien sus negocios sucios. Pero yo estaba al margen. Cuando hace tres años descubrí cómo estaba usando Noelia el bufete, disolvimos la sociedad. Me faltó esto para quedar pringada, y ella, que era la responsable, salió inmaculada… como siempre.

– Admitido con reservas -concedí-. Por entonces, El Muerto dio un golpe de casi un millón de euros en una financiera llamada Financur aunque, oficialmente, el botín eran unas monedas. Pero un tipo como él se dejó atrapar sin tirar un tiro y con todo el dinero. ¿Eso qué te dice?

Pensó un instante.

– Hay dos posibilidades -declaró-: o es gilipollas, que todo es posible, o la pasta de Financur «quemaba»… Hay financieras que gestionan el dinero negro de la droga, los chanchullos políticos, o lo que sea. Parecen negocios que rondan la ruina, pero mueven mucha pasta que no figura en ningún registro legal.

– ¡Eso es! El Muerto tiene entre manos un botín peligroso y se hace detener con lo declarado legalmente, tras esconder la otra parte de la guita, la más gorda…

– Brrrr. Dices «la más gorda» y me entra una cosa por el cuerpo…

– ¿No eras partidaria de la camaradería platónica? -la provoqué.

– Contigo, sudaca, contigo. Pero hay más hombres, ¿recuerdas?

– ¿Sigo con la hipótesis o empezamos con el intercambio de flechas? Creo que El Muerto acudió a Noelia, a la que conocería de antes, y le confió la plata. Él no pasaría mucho tiempo entre rejas y como esas cosas tan complicadas no formaban parte de su estilo, ¿en quién recaerían las sospechas?

– ¿En quién? -dijo, estirándose para buscar un cigarrillo. El movimiento dejó al descubierto el «manjar» por el que debería suplicar. Tragué saliva y seguí:

– ¡En el gerente de Financur! Era el responsable de guardar esa plata para gente que no admitiría excusas. El robo era tan pelotudo que ¿quién se iba a creer que no estaba arreglado? Así que El Muerto deja la plata a buen recaudo, llama a la cana y se deja agarrar. Los dueños del dinero creen que el gerente quiere aprovechar el robo, porque sacan las mismas conclusiones que te acabo de exponer mientras abres las piernas en vana provocación a un hombre que sabe respetar los pactos, pero déjalas así, que no me molesta; aprietan al gerente, y él, que no tiene nada que ver, se pega un tiro porque no ve otra salida. El caso, a diferencia de tus piernas, queda cerrado por un tiempo…