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– ¿Adónde? -me asombré.

– Adonde está o quiere hacernos creer que está. Conozco este paisaje. Marruecos. Es la playa de Kabila, cerca de Tetuán. Suele ir ahí. La ciudad importante más cercana es Tánger. Siempre se aloja en el mismo sitio.

– Y después de jugar a la escondida, me deja una postal del lugar donde se esconde. ¡Ya que estaba, nos hubiera mandado los pasajes!

Esperó a que me calmara, pero como yo seguía caminando en círculos y hablando solo, me interceptó con los brazos en jarras:

– ¡Te dije que podía ser una trampa! Y no te extrañe que Noelia haga cosas así: está un poco loca. Un poco, no: ¡está como un cencerro! Hasta en eso me gana la muy puta…

Me tiré en el sofá.

– Todo encaja. Estaba metida en un lío y lo mejor era irse lejos. Pero como lo dejó todo prendido con alfileres, igual quiso acercarse a controlar la marcha de su plan… Y lo de la postal sigue sin convencerme. Es como si quisiera llevarnos allí, pero sin asumir toda la iniciativa, dejando que decidamos nosotros…

– También puede ser una forma de hacernos ir hasta la quinta puñeta mientras ella sigue oculta en Madrid…

– ¡Tengo la solución! -grité-. No en vano uno tiene una cultura, carajo. Y además, para estas cosas, no hay como los métodos científicos.

Busqué en el bolsillo, saqué el tanga de Nina y me puse a hurgar en él. Se echó a reír.

– Había visto leer el futuro en los posos del café, o en bolas de cristal. ¡Pero nunca en unas bragas! Y veo que te falta una. ¿Se la has regalado a Lidia?

– No, a un taxista. Y no hagás preguntas. ¿Tenés una moneda?

Rebuscó en el bolso y me la alcanzó.

– No, tirala vos. Si cae cara, me voy a Marruecos. Si no, me escondo hasta el domingo.

Revoleó la moneda, que giró en el aire, mareando mi destino. Cayó sobre la alfombra, rodó, y fue a parar abajo del sofá.

– Es infalible -dije.

Nina intentaba alcanzar la moneda, estirando el brazo.

Caminé hacia el dormitorio.

– ¿Qué haces? -preguntó-. Ayúdame, vamos a mover el sofá.

– No hace falta, Nina. Ya está decidido: me voy a Marruecos.

– Nos vamos, querrás decir. Nos vamos.

***

La decisión me dejó hueco y con un montón de preguntas rebotando en el vacío. Nina localizó el teléfono del hotel, llamó y comprobó que Noelia se alojaba allí desde hacía semanas. Después tomó las decisiones prácticas: no era necesario que fuera a su casa, le robaría un bolso a la pelirroja, saquearía de su armario «algunos trapos, un bañador y unas bragas»; el dinero lo proporcionaría un cajero automático y amistoso. O la Visa. Sabía organizar el caos, y su figura cruzaba frente a la puerta del dormitorio, a diez centímetros del suelo, activa y feliz.

– Además de tocarte los cataplines, podrías hacer algo útil -me dijo.

– Yo siempre tengo listo el equipaje, Nina. Siempre me estoy yendo.

– Muy romántico, pero no iremos andando. -Señaló la computadora-. Busca el número de Iberia y averigua los horarios de salida de los vuelos a Tánger.

Obedecí y cuando estaba anotando los datos, me acordé de Jamón. Él tenía mi pasaporte. Busqué el papel y marqué el número de la viuda.

Tenía una voz recia, pero suavizada, de mujer que recupera las artes de la seducción después de muchos años. Cuando pregunté por él, lo llamó con un «Señor Serrano, para usted», que anticipaba mayores confianzas.

Jamón también representaba su papel de invitado que acabará por quedarse, agradeciendo cortés mientras ofrecía recomendaciones sobre el punto de cocción de ciertas verduras, a las que les faltaban «un par de minutos».

– Está hecho un chef, Serrano.

– Señor Sotanovsky, ¿cómo está usted?

– No tan bien cómo usted, parece. ¿Qué está cocinando?

– Sí, el pedido sale mañana a primera hora, todo está en orden -siguió disimulando y en voz baja, respondió-: Carne asada con verduras.

– Eso está bien: algo ligerito, por si después la viuda le ofrece el postre…

Serrano se puso nervioso y volvió a elevar la voz:

– Sí, sí, tranquilo, señor Sotanovsky, los paquetes saldrán mañana por la mañana, desde el almacén de siempre, ¿entiende?

– Lo siento, pero «los paquetes» tienen que salir esta misma noche…

Se olvidó del papel de viajante de comercio o lo que fuera que había creado en beneficio de la viuda:

– ¡Oh, no! ¿No puede esperar? -dijo en un susurro-. Es que esta noche cenamos solos y hasta me ha dejado guisar…

– Imposible, Serrano, créame. Salvo que se fíe de mí y me devuelva el pasaporte, tendrá que venir con nosotros. Y le aviso que viajamos… a Marruecos.

– ¿Y qué coño se nos ha perdido en tierra de moros?

– Una pelirroja y un montón de billetes.

Volvió al personaje. La viuda estaría escuchando:

– Bien, señor Sotanovsky. Lo comprendo, y si nuestro negocio nos lleva hasta Marruecos, habrá que ir, indefectiblemente. -Hablaba como un ejecutivo o lo que él creía que era un ejecutivo-. ¿Cuándo y dónde nos vemos?

– En dos horas, en Barajas.

No respondió.

– ¿Serrano?

– ¿S-sí? Es que… ¿Tenemos que ir en avión?

– No creo que encontremos dromedarios en Madrid, ¿no?

– Yo… ¡Es que me dan pánico! -confesó apenas audible.

– Pánico me da a mí que llegue el viernes y ustedes me maten.

– ¿Y si vamos en autocar? -propuso.

Me rendí. Entre tanto absurdo, uno más… Concertamos la hora y tras un intercambio de saludos, nos dijimos buenasnoche y colgamos.

Apoyada en el marco de la puerta, Nina me miraba con asombro:

– No lo entiendo: tiene por misión asesinarte y eres con él más tolerante que conmigo, que intento ayudarte.

– ¿Sirve de consuelo si te digo que vos me gustás más?

No contestó. Recogimos los bolsos y salimos.

Antes de cerrar, dejé vagar la mirada por el salón, preguntándome dónde estaría el cofre de madera al que quería insertar el mecanismo de caja de música.

Pensé en preguntarle a Nina, pero al ver su cara, cambié de idea.

***

Algo iba a romperse en diez pedazos desiguales: la noche acalorada, la estación repleta de murmullos o yo mismo. Me descubrí irritable. Había perdido el goce de viajar, casi siempre solo; todo mi mundo en un par de bolsos, el portátil desnivelando la mochila y una foto borrosa de mujer en el bolsillo.

La estación era un mar aburrido y sudoroso. De las ventanillas nacían colas que se enroscaban en dibujos complejos, con el no pintado en cada cara. Periódicamente, sobrevolaba el rumor de que agregaban un nuevo coche hacia la Costa del Sol, pero eso alegraba solo a los primeros, que contaban con los dedos para saber si la gracia alcanzaba hasta su puesto en la cola. La megafonía anunciaba un rezo indescifrable que bien podía ser el anuncio de una partida o la llegada de un coche. Imposible saberlo.

– ¿Cómo mierda quieren que uno se entere de lo que dicen? -protesté.

– No quieren -lapidó Nina.

Seguía enojada y yo no sabía por qué. No sabía casi nada. Solo que algo iba a romperse de un momento a otro, en diez pedazos desiguales.

Nina me mostró unos pasajes.

– En una hora y media salimos. Saqué un billete para tu «amigo».

La cola no había avanzado y delante de mí había más de cincuenta personas.

– ¿Cómo los conseguiste: una bragueta solidaria?

– Dos adorables viejecitas que se compadecieron de tu desgracia.

Antes de que pudiera preguntar más, vi que a unos metros dos viejas de caricatura saludaban con la cabeza. Vinieron hacia nosotros.

– Estás mudo a causa del trauma de un accidente -informó Nina-. Y también un poco tarumba, no puedes arreglarte sin mi ayuda. Vamos a Málaga a que te vea un médico alemán que hace maravillas.